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Revista Replicante

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jueves, 27 de octubre de 2011

El mariscal y los perros


1.
 El lunes 10 de diciembre del 2007, el ex mariscal de campo de los Halcones de Atlanta, equipo de futbol americano profesional de la National Football League (NFL) de los Estados Unidos de América, Michael Vick, fue sentenciado por una Corte Federal de su país a pasar 23 meses en prisión y pagar una multa de 24 mil dólares al ser encontrado culpable de los cargos de crueldad hacia los animales, comportamiento criminal organizado y promoción de apuestas ilegales. Todo lo anterior relacionado con las peleas clandestinas de perros pitbull en el condado de Newport News, Virginia, de donde es originario. Al final, pasó menos de dos años en prisión y en la actualidad se encuentra activo en la NFL como mariscal de campo de los Águilas de Filadelfia.
Como es natural en la cultura estadounidense, el asunto impactó en los medios y, sociedad altamente sensible a los temas éticos, los detalles del caso laceraron a la opinión pública, debido no tanto al descubrimiento (siempre se ha sabido que en todo el mundo existen las pelas de canes, toleradas o clandestinas), sino a la difusión descarnada de la crueldad a la que son sometidos seres tan íntimos a las personas como son los perros. En la acusación judicial contra Vick, además de los cargos relacionados con la promoción de actividades ilegales por medio de asociaciones delictuosas, se le imputó haber participado en la ejecución de aquellos perros que no cumplieron con las expectativas de ferocidad necesaria para las riñas, por medios particularmente violentos como el ahogamiento, la electrocución y el ahorcamiento. En su momento, las declaraciones del procurador estatal, Gerald Poindexter, resumieron el sentimiento general del público: “Es triste y atroz. Es horrible.”
Alrededor de la situación, como ocurre en ese abigarrado y alucinante  mundo de la sociedad norteamericana (relatado prolija y profusamente por Tom Wolfe en sus novelas, por ejemplo), un cúmulo de participantes, actitudes, dichos y despropósitos emergieron en zipizape. Por delante del tumulto iban las transnacionales de marcas deportivas que vieron la oportunidad de cancelar contratos millonarios con el mariscal para, en compensación por las pérdidas económicas, dejar a las corporaciones del lado de los santos.[1] Así, paradigmáticamente, Nike canceló todos los contratos que tenía con el futbolista, incluyendo el lanzamiento de una nueva línea de tenis con su nombre. Nike aprovechó para erigirse como paladín de la conciencia humanitaria y, ofendida, se plegó a los dictados de la opinión pública estadounidense dejando a Vick sin los beneficios de un contrato espectacular por razones más que legales, morales.
El caso de Nike mostró claramente la inestabilidad de las premisas morales, en general, y de aquellas implicadas en este caso, en particular. Porque si es dable a una corporación como ésta cunear su ideología de acuerdo con sus propios intereses económicos, ¿por qué habría de dejar de hacer algo semejante un individuo como Michael Vick?[2]

Michael Vick durante el juicio.

2.
 En su magistral opera prima del 2000, Amores perros, Alejandro González Iñárritu, de la mano del guión de Guillermo Arriaga, recreó con precisión el entorno y la lógica que gobierna las peleas de perros: nutridas por ambientes clandestinos, plenos de codicia, crimen y banalidad. Sustentadas en una profunda deshumanización, entendida ésta como la pérdida estructural de un sentido de solidaridad y simpatía hacia los otros, sean humanos o del resto de las especies.
En la película es claro cómo los perros son vistos, utilizados y entendidos como simples instrumentos listos para solventar los fines egoístas de los implicados. Salvo porque respiran, comen y defecan, son tratados como poco más que cualquier objeto que se usa y se desecha. Para los organizadores de las sanguinarias peleas no tiene ningún significado hablar de dignidad y sufrimiento de los animales; de la peculiar capacidad de los canes para compartir la vida con los seres humanos de una manera digna y gozosa.
Simplemente, los individuos encargados de la disposición, promoción y ejecución de las peleas de perros poseen un aparato cognitivo que ha pasado de largo del sentido moral que permite ver al mundo y sus criaturas desde este punto de vista. Viven solazados en una de las características más problemáticas y recalcitrantes de la naturaleza humana: la crueldad.[3]

3.
 Uno de los teóricos más serios y que más ha dedicado tiempo al tema de los derechos de los animales, desde el punto de vista filosófico, es el profesor Peter Singer. En su clásico trabajo sobre el particular, “All Animals Are Equal”[4], establece que el principio que ha de guiar nuestra manera de entender el asunto es el de la igualdad de consideración. No se trata de caer en el absurdo de pensar que un perro tiene derecho a manejar un automóvil a placer o de casarse ante un juez, por decir alguna barbaridad, sino de considerar sus necesidades fundamentales, en tanto que especie particular, y actuar en consecuencia.
Una de las necesidades básicas de los animales, afirma Singer, es la de evitar el sufrimiento. Si un ser vivo es capaz de sentir sufrimiento, así como su contrario, experimentar gozo, entonces, estamos obligados a tener siempre presente esta capacidad, ya que, en términos de nuestra especie, esto dota a los animales de intereses que debemos observar y respetar.
Singer es un decidido defensor de su teoría y la lleva lo más que puede al límite: por ejemplo, considera inmoral que poseamos granjas de ganado con la sola finalidad de satisfacer nuestro gusto por la carne de res. Sugiere que la alternativa es volvernos vegetarianos, así sea gradualmente. Es dudoso que, dada la naturaleza de nuestra especie, pueda alguna vez completarse a cabalidad una propuesta como la del profesor de la Universidad de Princeton. No obstante, su argumento puede restringirse para aquellas especies que claramente muestran la capacidad de experimentar gozo/sufrimiento; en particular los mamíferos superiores y los grandes mamíferos marinos, así como, por supuesto, los animales de compañía.
Pero ya decía párrafos arriba que estamos ante una materia escurridiza, propensa a la argumentación y contra argumentación virtualmente al infinito. Porque, ¿de dónde surge la capacidad para ver, de manera evidente, que un animal, o una clase de animales, puede experimentar sufrimiento y gozo? Es muy improbable que ésta sea una característica natural de nuestra especie. Seguramente es una característica adquirida por medio de un entrenamiento moral, impuesto por la aceptación, crítica o acrítica, de un determinado conjunto de valores que aplicamos a la vida en el mundo en general, viéndola en el espejo de nuestra propia vida. No podría ser de otro modo, ya que todas las preocupaciones humanas por el entorno natural, en cualquiera de sus reinos, están trasvasadas por nuestra forma de ser, con sus peculiaridades, perspectivas y formas de asimilarlo: “[Hay] una cuestión acerca de la palabra «naturaleza», a saber, el grado en que entraña necesariamente también, de algún modo, una concepción de una naturaleza humana, que podría no estar enunciada como tal…”[5].
Inevitablemente, hay un rasgo de nuestro modo de ser en cada alusión que hacemos a la naturaleza y sus criaturas; por lo mismo, siempre hay algún tipo de interés oculto en ello. Este puede ser encomiable, como el de la cruzada de Singer, o despreciable como el de la empresa soterrada de Michael Vick; pero al final de cuentas, desde sus respectivos puntos de vista, cada uno está llevando al cabo una interpretación particular de la naturaleza; en este caso sobre un grupo específico entre los seres que la pueblan.
De hecho, uno de los argumentos de la defensa del otrora quarterback del Tecnológico de Virginia partió de este fundamento: Vick ha sido ciego al sufrimiento de los animales, porque proviene de una subcultura en la que las peleas de perros y el mal trato general hacia ellos es algo normal. Excusando una investigación psico-social específica sobre el particular, y dando por sentado que esto sea el caso, entonces, la única solución posible, como ocurre en cualquier sociedad civilizada, es la prevención y la corrección dentro del marco legal. Es decir, la entrada en vigor de las leyes efectivas. El reto es que éstas prevean casos como el de Vick y un sin número de tropelías más contra el resto de los animales que llegan a ser alucinantes y casi increíbles de no ser porque existe evidencia documental y videográfica sobre ellas[6].

Pelea de perros.

4.
 Sin embargo, existe un argumento filosófico que utiliza en favor de las consideraciones éticas con relación al resto de las especies la inevitabilidad del antropocentrismo. En efecto, el filósofo mexicano Jorge Enrique Linares, en su luminoso ensayo “La expansión de la responsabilidad humana ante la naturaleza”[7], afirma que justo porque somos la única especie animal que ha desarrollado racionalidad moral, existe la intrínseca necesidad de comportarnos de acuerdo con ella en nuestro trato con los demás animales.
Asienta el investigador de la UNAM: “El valor no existe sin que una conciencia humana lo capte y lo jerarquice. El centro moral del mundo, desde donde se irradia el valor, reside en nuestra propia conciencia”. A partir de esta realidad psico-biológica y cultural, puede generarse un núcleo de comprensión del mundo con un fundamento ético sólido. Es posible que, haciendo un uso reflexivo de nuestras capacidades morales, los seres humanos subsumamos la realidad del resto de los seres vivos en un esquema altamente desarrollado de reconocimiento y aceptación de las diferencias específicas.
Contrario a la afirmación ensimismada de nuestras cualidades excéntricas en el reino animal, que ha sido el fundamento de nuestro posicionamiento pinacular en el vasto universo de la naturaleza terrestre, la propuesta del doctor Linares propugna un empuje humano en sentido inverso: hacia la ampliación del entramado de reconocimiento de la dignidad de lo ajeno, lo diverso y, en sentido antropocéntrico, de lo inferior con relación a nuestras capacidades y alcances como seres encumbrados en el planeta. Así, afirma: “el ámbito de la consideración moral se extendería, al menos teóricamente, hacia otros seres vivos que el ser humano mismo concebiría con intereses vitales…”.
Es decir, se plantea la comprensión racional de que somos parte de una vasta red de vivientes cuyos nodos no podemos separar de nuestra propia naturaleza, puesto que el plexo de interconexiones existentes en ella determina un equilibrio dinámico cuya ruptura inevitablemente nos alcanzará de manera perniciosa tarde o temprano. Quizá la única observación crítica que pueda hacerse a la fina y realista argumentación de Jorge Linares es qué tan extendida puede estar la conciencia moral reflexiva en un mundo marcado por la neobarbarie y la deshumanización desbocada.

5.
 Hace dos mil cuatrocientos años, un hombre preocupado por la ética, amante de los animales, paciente observador y penetrante investigador, Aristóteles de Estagira, afirmó sin cortapisas:

No se debe alimentar un disgusto infantil hacia el estudio de los seres vivos más humildes: en todas las realidades naturales hay algo de maravilloso […] Pero si alguno considerara indigna la observación de los otros animales, de igual modo debería considerar la de sí mismo. Porque no es posible considerar sin gran disgusto las partes constituyentes del género humano: sangre, carne, huesos, vasos sanguíneos, y lo demás…[8]

El eco del aserto aristotélico nos impele a fijar un horizonte ético en nuestras relaciones con el resto de las especies. La vida de los hombres está imbricada con la del resto de los vivientes de manera inexorable. Compartimos una misma arcilla física (y, hoy lo sabemos, genética), por más que nos diferenciemos en la materia mental, a través de nuestra racionalidad; aunque poseer la capacidad de razonar implica asumir responsabilidades por nuestros comportamientos.
Es cierto que el marco regulativo de las acciones que ejecutemos ante el resto de los animales es y será artificial; ya que nada nos obliga, en esencia, a no abusar de ellos, ni siquiera la comprensión de nuestro bagaje ecológico común o el cálculo de un posible beneficio posterior para nuestra especie. Sin embargo, dado el armazón de sentido moral en el que vivimos, será inevitable que los juicios éticos se transformen, poco a poco, en leyes positivas.
Hasta dónde se podrá llegar en esto es algo impredecible, pero a buen seguro nunca podremos tener un punto de vista ético hacia todas las especies (tan sólo piénsese en el asco, el miedo, la repugnancia y el deseo de exterminio que surgen casi como reflejos en la mayoría de las personas ante la presencia de las ratas). No obstante, una cosa es cierta: podemos comenzar con los seres más simpáticos y cercanos a nosotros. Y en este rubro quienes van a la vanguardia son, qué duda cabe, los perros.
Este ensayo aparece también en la actual Replicante, cuyo tema central es el mal: http://revistareplicante.com/destacados/la-crueldad-con-los-animales/







[1] Cfr., Luhmann, Niklas, “Sobre políticos, honestidad y la alta amoralidad de la política” en Nexos # 219, marzo de 1996: “La gente tiende a moralizar porque el contraste moral de bueno/malo les otorga la oportunidad de colocarse del lado de los ángeles…”.
[2] Es bien conocido el escándalo en el que la firma de Phillip Knight se vio involucrada a mediados de los noventa: la afamada transnacional de artículos deportivos se encontró maquilando a todo vapor en los países del Sureste de Asia sus tan deseados productos manteniendo a sus trabajadores en condiciones laborales deplorables. En su momento, la situación levantó ampolla y generó una ola de crítica mundial, así como el surgimiento de diversos actores independientes, en su mayoría recalcitrantes enemigos de la globalización de la economía, cuyo blanco de ataque recurrente es la empresa en cuestión. Véase, para un panorama general al respecto, Locke, Richard M., “The Promise and Perils of Globalization: The Case of Nike” en www.web.mit.edu/ipc/publications
[3] Sin lugar a dudas, los entornos sociales ficticios de la película y los reales del caso Vick, coloreados por la vida en pandillas, el uso y tráfico de  estupefacientes, la cultura subterránea de las peleas clandestinas (de perros o de cualquiera otro animal, incluyendo a los humanos), etcétera, remite a una clase de individuos cuya manera de actuar e interactuar con base en la crueldad se ha construido a través de acontecimientos de formación de la personalidad que en la mayoría de los casos tienen gruesas y penosas raíces de vida disfuncional. No obstante, la crueldad, característica montaraz del comportamiento humano, es prácticamente universal, y no diferencia clases sociales ni estilos de vida; aunque se entiende que a mayor nivel de civilidad, mayor es el nivel de represión de nuestra natural inclinación hacia la crueldad.
[4] En Regan, Tom y Singer, Peter (Eds.) Animal Rights and Human Obligations, Prentice Hall, New Jersey, 1989.
[5] Cfr., Jameson, Fredric, Las semillas del tiempo, Trotta, Madrid, 2000, pp. 52-53.
[6] Por ejemplo, los videos de denuncia de la organización Animal Aid, así como otros mucho más crudos que pueden verse en YouTube.
[7] Aparecido en la revista del Colegio de Filosofía de la FFyL, Theoría, nº 18, julio del 2007, pp. 67-85.
[8] Aristóteles, De Partibus Animalium, citado por Carlos García Gual en su introducción a Aristóteles, Investigación sobre los animales, Gredos, Madrid, 1992, p., 10.

miércoles, 26 de octubre de 2011

El José José de los noventa


Existe un bootleg de principios de los noventa con José José dando un concierto en el teatro Blanquita de la Ciudad de México. Vestido con un tuxedo blanco, una gruesa cadena de oro por fuera de la corbata de moño y pañuelo contrastante en el bolsillo del saco, se le ve delgado, demacrado y con aires de traer unas buenas copas encima; se para en el escenario con su consabida rigidez corporal e interpreta con sensibilidad muchos de sus éxitos de los setenta, ochenta y las rolas de sus discos entonces recientes. El desempeño sobre el foro, la comunicación con la audiencia y la calidez de su persona permanecen incólumes, no así su ejecución vocal.
Arriba del entarimado luce como un karaokista de sí mismo. En ocasiones, las sílabas terminan en un balbuceo o en un siseo apenas inteligible, otras veces descuadra con relación a la melodía, más de una vez se le va un “gallo”, desafina, se repega el micrófono, corta involuntariamente las notas altas, tarda en acoplar las estrofas al acompañamiento musical, jala aire sofocado y, conforme avanza el espectáculo, su voz enronquece con celeridad. Parecería como si el intérprete hubiera llegado de una larga fiesta a dar el concierto.
En efecto, así era. Después de variados intentos durante veinte años para curar su alcoholismo y su dependencia a las sustancias narcóticas, sencillamente sus adicciones seguían intactas, aunque no así, por supuesto, su físico. (Intentos de “curación”, por cierto, plasmados en sendos filmes del kitsch autobiográfico monumental en las cintas Gavilán o paloma del ’84 y Perdóname todo del ’95.) Las competencias orgánicas necesarias para la ardua vida artística habían mermado irremediablemente para entonces. 

José José en vivo.
Los requerimientos del atletismo escénico al que todo artista pop de valía es sometido con las grabaciones, giras, espectáculos en vivo, presentaciones en mass media, etcétera, son incompatibles con el consumo excesivo y consuetudinario de sustancias de agresión extrema al organismo. Por más que la fábula folclórica vincule a los máximos representantes de la música popular, en todas sus variantes, con los abusos toxicológicos, lo cierto es que la mayoría de la gente del show-business mantiene un delicado equilibrio entre su uso y un cuidado físico excepcional.  Quienes a lo largo de la joven historia de la música pop han roto con dicho equilibrio, han pagado caro las consecuencias, incluso con su propia vida. Su excepcionalidad es justo el nutriente de su leyenda.
El caso clínico de José José está intrínsecamente ligado con su desempeño artístico. Las grabaciones de los noventa son, sin ambages, los discos de su decadencia. Antes de ellas, permanece el tiempo de su encumbramiento, de la recolección acelerada de reconocimiento masivo. Con toda pertinencia, el gran público valora sus interpretaciones antiguas, que culminaron con el disco Secretos de 1983 y su coda un año después con Reflexiones. La voz excepcional que poseía para el género más aventajado del romanticismo multitudinario, la balada pop, es ya parte del acervo musical de este país. En su caso, la comercialidad del género no se opuso a la calidad interpretativa. Fue también la época de numerosas presentaciones en vivo, de alardes vocales, de permanencia radial, de fama irrestricta. El sencillo “Atrapado” de 1990 culmina ese ciclo de voz inmaculada, la última muestra de un artista que dejaría de ser lo que fue.

José José en los noventa.
No obstante, la década de los ‘90 argüiblemente es su mejor época como artista. Los discos de esa década presentan a un cantante diferente, con una notable mengua de sus dotes vocales, con un déficit interpretativo de la escala musical, con cierta ronquera pertinaz. Pero el menoscabo de su desempeño vocal hizo brotar un filo para semántico insospechado. Hay ahí un matiz, un trazo doliente profundo que rebasa la intencionalidad acotada de la baladística comercial. El sesgo de la decadencia interpretativa del cantante engancha al escucha con una realidad humana irredenta: la espiral autodestructiva de las personas.
Más allá de la lírica propia de cada canción, que van de las usuales historias de ruptura, infidelidad y desamor a los nexos sexuales y familiares entre las personas, la diferencia interpretativa de José José remite a la realidad vital de José Sosa Ortiz y, de ésta, a la de la vida misma. Contando todavía con un rango vocal aceptable y con la admirable habilidad para dar plasticidad enunciativa a lo que cantaba, que dio como resultado hits maravillosos como “Eso no más”, “Lo que quedó de mí” y “Mañana sí”, el inicio de su caída libre como cantante trae al espacio de la grabación la realidad abigarrada del hombre en su individualidad pedestre. Escucharlo es observar lo que está detrás del personaje público. Es acceder a una historia humana a un tiempo específica y universal. Al hacerlo, se construye una relación diversa de la que se efectúa con el momento de gloria. Como me dijo Héctor Villarreal con relación a un post de dicha época josesiana en Facebook, de la que afirmé que es la que más me gusta del cantante: “La decadencia en los artistas puede tener su peculiar encanto. Crea otro tipo de vínculo y de identificación”.
Dicho vínculo está conformado por el contexto extra musical que el cambio de desempeño vocal implica. El desencadenamiento de una espiral desintegradora que de alguna manera se sabe que llegará hasta el fondo de sus consecuencias, sin posibilidad ni de cambio ni de resolución virtuosa. La diferencia de ejecución como cantante eleva el horizonte del ocaso personal de manera contundente. Después de los álbumes excepcionales de los noventa, de alguna manera el escucha atento sabía que no había marcha atrás; que el quebranto personal sería el fin único, restringido, que la vida y la trayectoria del cantante tendrían.
Pero no sólo del cantante. Lo que dejó ver la época de la decadencia del cantor fue un drama común a la subjetividad actual. La humanidad plena del pop star fue el reverso visible para sus cientos de miles de escuchas, a través del sonido de su voz ya para siempre afectada. Pero no la condición humana pueril que libros de baja factura y programas mediáticos de intromisión y difamación gustan de ventilar con cínico desparpajo, sino la estructura mental arquetípica del individuo moderno preso de sus miserias y de sus debilidades, enquistado en la irreconciliable dualidad del talento indiscutible y la corrosión auto generada de su entorno y su persona. El hombre prototípico que mira al acantilado y continúa haciendo malabares en su lindero, a pesar del vértigo incontrolable por la inminencia del abismo.
El éxito masivo de los discos de los noventa reveló la certeza de lo inexorable: la última bocanada de triunfo antes de la inmersión completa en la espiral de la desintegración. El José José de entonces afianzó su propia y  definitiva historia de claroscuros legendarios. No por el cotilleo irredimible del periodismo de espectáculos nacional y extranjero, ni por sus declaraciones indiscretas, tampoco por las intentonas autocomplacientes de elaborar, literalmente, un guión de sufrimiento y reivindicación personales, sino por su desenvolvimiento artístico. Haber continuado en el candelero de la farándula tras un primer tifón auto destructivo reveló una nueva condición de su figura pública. Actuaciones como la del bootleg del Blanquita compactan una narración mucho más fehaciente, rica y humana que lo que cualquier nota frívola, libro amañado o cinta por encargo podría haber hecho jamás. Sin el oropel de la perfección vocal, el baladista desnudó estéticamente un proyecto vital compartido universalmente: los avatares del caos cotidiano atenazados con la conciencia reflexiva de la voluntad racional.

José José hoy.
Una muestra sin igual del deterioro vocal último de José José, en el homenaje que se le hizo en la ciudad de Nueva York en el 2009, puso de manifiesto el remache de todo esto. Más allá de sus problemas familiares, financieros y de faldas, de sus lamentables apariciones en culebrones nacionales y de la reiteración de una historia que quizá ni él mismo sabe bien a bien dónde termina la verdad y comienza lo fantástico en ella, con libros como el de Esta es mi vida (Random House, 2010), ese artista viejo, acabado e irremediablemente cursi que se paró a carraspear un notable éxito de los ochenta (con tintes autobiográficos) como fue la canción “Seré”, recibió una ovación furiosa por parte de la concurrencia, en buena medida compuesta por sus pares de antes y de ahora. El acto manifestó el prototipo de todo final esperado: cumplió con las expectativas del espectador. La decadencia esférica, completa, plena, convertida en redención chocarrera de la auto destrucción.*
*Este ensayo fue publicado en Replicante del mes de junio; lo pueden ver en la siguiente liga: http://revistareplicante.com/artes/arte-musica/el-jose-jose-de-los-noventa/




lunes, 24 de octubre de 2011

Blade Runner, siempre Blade Runner


Cuando Ridley Scott filmó Blade-Runner, en 1982, la imaginería postmoderna nos había dado ya alcance de manera plena. La ciencia ficción clásica había muerto y con ella el discurso que la nutrió, vigorizándola hasta la aporía. Es decir, la firme creencia en la posibilidad de un futuro mejor, la convicción de que la humanidad observa un tránsito lineal y acumulativo hacia el progreso, la fe en la capacidad de aprendizaje de la especie. Todos estas actitudes colapsaron en el último cuarto del siglo veinte sobre los goznes chirriantes de sus endebles contenidos conceptuales. Exactamente lo contrario parecía ser lo verdadero. Degradación social inexorable, acumulación de males biológicos y tecnológicos, saltos cualitativos azarosos en la marcha temporal de la humanidad. El imperio del caos. La herrumbre y la corrupción. El triunfo de la estética cyberpunk.
La ciudad de Los Ángeles en el año 2019 es un zoológico urbano. En ese espacio vital de la decadencia y la explosión social se hacinan en sus calles multitudes poliétnicas, animales biomanufacturados y seres robóticos cuasi humanos. Al mismo tiempo, como un claro aviso de que el sistema social ha llegado a una etapa crepuscular, la megalópolis se halla bajo la lluvia pertinaz y las eternas brumas que sólo ocasionalmente dan paso a un sol poniente. En tanto que chimeneas de fuego en lo alto de numerosos edificios indican desde la deslumbrante toma inicial que la urbe es una bienvenida a los infiernos.

Llegada a la ciudad.



En efecto, el anuncio y el reclamo inaugural que tendrá el teniente Rick Deckard (Harrison Ford) para reincorporarse a sus actividades de detective y matón policiaco es que los demonios se han rebelado y han vuelto a su lugar de origen –la Tierra–. Cinco androides, conocidos como “replicantes”, se encuentran en la ciudad con fines aviesos. Sólo un ángel caído conocedor del terreno y el oficio habrá de poder encargarse de ellos; “retirarlos”, para usar el término oficial. Es entonces que comenzará a desarrollarse la trama de estructura de novela y cine noir, reelaborada en un entorno futurista y decadente.
Al despliegue inicial de la serie de los terrores propios del cyberpunk que la cotidianidad mundial parece ir cubriendo puntual e inevitablemente como son la hiperpolución, la completa perversión del ecosistema y el advenimiento probable de los ciber-fascismos, en su personalísima versión de Do the Androids Sleep with Electric Sheep?, quintaesencial novela del subgénero que el ya clásico autor Phillip K. Dick escribiera en 1968, Scott retomó como vértice de su cinta el tema de la usurpación divina en manos del hombre. La creación emulando al creador. Sin embargo, la parábola scottiana carece de discurso moralizante o grandilocuente –en el sentido teológico del término–. En cambio, remite al acontecimiento de la pérdida ilustrada de la divinidad y sus inquietantes consecuencias mundanas en un espacio estético postmoderno lleno de posibilidades biotecnológicas, como el representado en la trama.

La ciudad de Los Ángeles en Blade Runner.



De esta manera, los hijos rebeldes de la Corporación Tyrell, emporio de la creación ciber biológica mundial, vuelven a la Tierra desde su estadio de esclavitud en las colonias espaciales con el fin de exigir a su dador de vida más tiempo de supervivencia. Desencadenados en las acuosas y humeantes calles angelinas (la imperturbable niebla resalta el caracter a un tiempo de contenedor zoológico y de gruta infernal de la ciudad: vaho y humo: aliento y piedras ardientes), su sola presencia no es suficiente para perturbar el caótico y abigarrado orden social citadino, plenamente acostumbrado a la excentricidad. De manera que lo único que perturban es la tranquilidad del teniente Deckard, cuya misión cazadora comienza a revertírsele por etapas.
La lucha entre las criaturas –las unas clandestinas; la otra, representante de la ley y el orden– halla su primer momento bélicamente virtuoso cuando el agente blade-runner despedaza de dos disparos de su pistola de doble cañón la espalda y el sistema vital de Zora (Joanna Cassidy) a mitad del aparador de un centro comercial, tras una vertiginosa persecución por el aglomerado centro urbano. Scott subraya el dramatismo del momento con la secuencia de la caída de la androide en cámara lenta y los teclados y el saxo de Vangelis saturando la atmósfera. La muerte violenta de la humanoide es prácticamente igual de desoladora que la de cualquier humano en plenitud. Aquí cabe pensar que la utilización de la transparencia –ella lleva una chaqueta translúcida y muere a mitad de una caja de vidrio–, que contrasta sin equívocos con el escarlata de la sangre, remite a la pulcra naturaleza del acto: la lógica inevitable de la vida, y el pertinaz instinto asesino de nuestra especie, así sea contra sus propios engendros.


El rascacielos de la estación de policía.



En medio del fragor de su misión, Deckard da con Rachel (Sean Young), bella replicante que cree creer que es humana. Tras un primer encuentro que termina con la ruda advertencia que él le hace sobre su naturaleza pseudo humana, afirmando que los supuestos recuerdos que posee son meros implantes némicos de la sobrina del dueño de Tyrrell Corp., el encuentro erótico entre ellos sigue a un momentum determinante que la humaniza: Salva la vida del teniente cuando Leon (Brion James), amante de la recién retirada Zora, está a punto de, literalmente, sacarle los ojos en un sucio callejón a unos metros de los cristales rotos del mall. La dinámica del encuentro romántico entre ellos (en el departamento de un piso 92, a media luz, entre ocres y con la testaruda sombra giratoria de los molinos de energía de las azoteas circunvecinas) destaca el código y la paradoja de eso que llamamos amor. Por una parte, él le enseña a decir ‘te deseo’, ‘te amo’: el imperativo de la semántica amorosa perfectamente determinada y establecida por el código del amor pasional[1]. Por otra, y en esto Scott teje fino, el amor, para ser, deberá surgir de una inalcanzable pureza esencial; una virginidad que no es física, sino conceptual: desde un cerebro que no conoce dicho síndrome –biológico, químico, lingüístico–. La paradoja, por supuesto, es que ello habrá de verificarse exclusivamente en un ente que no sea humano; en la hermosa, fría e inquietante androide Rachel.
Cuando Roy (Rutger Hauer), el líder del grupo fugitivo, logra accceder al dormitorio mismo de Tyrell (Joseph Turkel), le reprocha su falta de voluntad y de pericia para otorgarle más vida y, con ella, posibilidades de ser en el mundo. Acto seguido, con la ambivalencia de la pena y la ira, lo mata con sus propias manos, hundiéndole los bulbos oculares y fracturando su cráneo. La creación da cuenta de su creador. Es decir, primero reafirma su ceguera –de hecho, Tyrell es miope; un dios miope– que no lo dejó ver la perfección de sus engendros. Después, le destroza la cabeza, eliminando materialmente su capacidad de razonar. Ahora sólo habrá lugar para un nuevo cerebro, si bien fatalmente condenado a una rápida extinción. El hijo ha matado al padre en un desesperado arrebato que en nada cambia su destino fatal; los dados fueron echados de antemano: matar a dios no vuelve inmortales a sus engendros.
Deckard quebrará con sus mini proyectiles el torso de una replicante más, Pris (Darryl Hannah); modelo de seducción o puta del espacio, amante de Roy, y enfrentará su destino dentro de un abandonado, herrumbroso y dañado edificio del centro de la ciudad que se cae a pedazos. El recinto es la sinécdoque de la urbe y la humanidad toda. Representación de la soledad, la decadencia y el olvido, coronado por el inexorable paso del tiempo simbolizado por la perenne rotación de las aspas de los molinos de energía de la azotea. Espacio arquitectónico, es decir vital, donde lo humano y lo humanoide medirán fuerzas para descubrir no quién conquistará ese espacio vacío, sino quién logrará malamente sobrevivir bajo la lluvia y la polución perpetuas; a la sombra del desencanto y la pérdida de sentido social.
Antihéroe por excelencia, el blade-runner es vencido de manera contundente por su adversario. Escenas en picado, medios planos, el agua incontenible, close-ups de los riachuelos que serpentean sobre las mohosas paredes de la construcción; aullidos y ululaciones de Roy, rebotando como el eco espeluznante de animales al acecho, énfasis en la velocidad de la lucha y la persecución, primeros planos del rostro de Deckard, la inevitable máscara del miedo. Al final, cuando el tiempo ha colapsado y Roy ya sólo tiene unos segundos en su programación vital, perdona la vida a Deckard, lanzando una última y enigmática salmodia sobre el sentido de la vida: no hay vida inútil, lo mismo humana, animal o artificial. Una paloma alza el vuelo en medio de la tormenta tras zafarse del puño inerte del androide. La vida abriéndose paso entre el caos y la desolación.
En el epílogo, Deckard va por Rachel quien se halla escondida en su departamento, puesto que sabe que otros blade-runners irán por ella. Se cierran las puertas del elevador y acaba el filme con un final abierto que aporta un retorcimiento más: El sargento Gaff (Edward James Olmos), chaperón y sombra imperceptible de Deckard, es quien al final decide que éste haga la jugada de “salvar” a su androide amante. Aficionado a la papiroflexia, deja al pie del elevador por el que la pareja comenzará su huida la figurilla de un unicornio. Deckard sueña con un unicornio al galope de manera recurrente. ¿Cómo sabe su chaperón el contenido de sus sueños? ¿Quizá porque conoce la programación mental del replicante Deckard?[2]
Ridley Scott filmó hace veinticinco años la primera película del siglo XXI. En ella plasmó las visiones de nuestra decadencia. Los temores fundados acerca de los caminos no virtuosos del desarrollo científico. La posibilidad de convertirnos en dioses salvajes. La incapacidad para diferenciar entre vida y pragma. La implosión del código amoroso. La certeza de que lo único que nos une es el desencanto. La probabilidad de que no podamos más resguardarnos de nosotros mismos en la inmensidad social. La profecía de un futuro posible, inevitable y devastado. Hoy, incluso más que hace dos décadas y media, su esmeralda cinematográfica es lenguaje vivo y significativo. Es decir, es un clásico en toda la extensión de la palabra.*

*Publiqué una versión ligeramente modificada de este texto en el suplemento Arena del diario Excélsior (México), en julio del 2002, con motivo de los primeros veinte años de Blade-Runner.



[1] Desarrollo esto con más detalle, siguiendo de cerca la sociología de Niklas Luhmann y tomando como punto de partida precisamente estos caracteres de Blade Runner, en “El amor a fin de siglo”, aparecido en Origina, número 72, febrero de 1999.
[2] Para más sobre el asunto, puede verse el artículo “Blade Runner riddle solved” del 9 de julio del 2000 en BBC On line (www.news.bbc.com.uk).

domingo, 23 de octubre de 2011

El nuevo Prometeo


I
Al consolidarse la ciencia y la tecnología de la alta Modernidad, se sentaron las bases de lo que en el siglo XX, tras un acelerado ciclo evolutivo en los siglos XVIII y XIX, será conocido como el “mundo tecnológico”, que a decir del profesor e investigador mexicano Jorge Linares, posee las siguientes características: “el entorno en el que vivimos ahora es, por primera vez, un mundo tecnológico; ya no vivimos en definitiva dentro de la naturaleza, sino en una tecnoesfera rodeada de la biosfera. Este factum histórico es el resultado de la expansión del poder tecnológico y de los alcances extraordinarios del ser humano de acción”.[1]
Ese poder tecnológico que la Modernidad desencadenó ha sido motivo de diversos debates, horrores metafísicos, reflexiones intelectuales y preocupaciones filosóficas de la más variada especie; todas con el elemento común de ponernos en alerta sobre las insospechadas posibilidades que nuestras jóvenes habilidades científicas y tecnológicas pueden engendrar (jóvenes en el marco del tiempo de vida del hombre en la Tierra, se entiende). Dicha cualidad ha reavivado en la mente moderna y postmoderna las claves centrales del Mito de Prometeo.
El monstruo de Frankenstein, versión de 1931.
Platón, en su personalísima versión del Mito lo narra así: En los albores de los tiempos, los dioses decidieron hacer la naturaleza y todo lo que en ella se aloja. Zeus, el dios mayor, encargó a Epimeteo, dios menor, esta labor; y así se puso Epimeteo a dotar a todo cuanto existe en la naturaleza con sus cualidades conocidas: “Ahora bien, como Epimeteo no era del todo sabio, se le escapó que había acabado con todas las capacidades en los seres carentes de razón; pero le quedaba aún sin preparar la especie humana, y estaba en un apuro de qué hacer. Estando en apuros llega a él Prometeo para examinar el reparto, y ve a todos los demás seres vivos cuidadosamente provistos de todo, pero al hombre desnudo, sin zapatos, al descubierto y sin armas… Así pues, sin saber qué salvación podía encontrar para el hombre, Prometeo roba a Hefesto y a Atenea la sabiduría artesanal junto con el fuego, pues era imposible que sin el fuego esa sabiduría pudiera adquirirse o ser útil a alguien, y de tal suerte la regala al hombre. De ese modo, el hombre obtuvo la sabiduría para sobrevivir… y obtiene el bienestar de la vida, pero a Prometeo, lo alcanzó más tarde el castigo por el robo”[2].
En la tradición occidental, que ha interpretado el mito desde épocas remotas, se ha establecido que el fuego robado por Prometeo y devuelto a los hombres significa la sabiduría divina que llega a manos de los mortales; una esencia de vida y protección que estaba bajo el resguardo del gran dios y que es sustraída, en un acto de rebeldía, para ser otorgada a las más imperfecta de sus creaturas. La Modernidad vio prontamente el paralelismo entre el mito prometeico y las posibilidades que la ciencia y la tecnológica postcartesianas y postgalileanas traían consigo. 

Cryiocan, artilugio de la versión cinematográfica de Jurassic Park, 1993.

Así, en el cruce entre siglos de finales del XVIII y principios del XIX, las posibilidades de la ciencia y la tecnología comenzaron a resultar inquietantes. Había pasado sólo un cuarto de siglo del inicio de la Revolución Industrial en Inglaterra y su rápida expansión por el resto de Europa se había comprendido ya como irreversible. El sistema social experimentó modificaciones en cascada, muchas de las cuales no eran nada halagüeñas, como en su momento lo tematizó Karl Marx.
Al mismo tiempo, el entorno científico vivía una creciente fascinación por la vida; vida que, por cierto, comenzó a ser pensada más allá de un entramado caracterológico visible y taxonómico para dar paso a un concepto de organización biológica que enfatizaría no sólo las características visibles de los seres vivos, sino sus potencias ocultas, invisibles en primera instancia. El análisis de las “invisibilidades” de la vida dio pie a la imaginería que buscaba penetrar en sus secretos hasta llegar al acto de creación vital misma, por medio de estas fuerzas en principio ocultas al ojo no científico. En consecuencia, numerosos investigadores se sumergieron en las variaciones energéticas de la entonces recién descubierta fuerza eléctrica y no tardaron en descubrir que buena parte de la energía biológica era energía eléctrica. Lo que a nuestros ojos postmodernos puede parecernos incomprensión de la verdadera manera de actuar de la realidad natural, en aquel tiempo era considerada una posibilidad de lo más real: generar vida orgánica por medio de la electricidad. O, por lo menos, reavivar lo orgánico fenecido por medio de ondas eléctricas. Parte del pensamiento teórico-experimental de finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, se halló inmiscuido en este oscuro, profundo y añejo anhelo del hombre: ocupar el lugar del meta-alfarero del Génesis (Sloterdijk). Se pensó que los elementos para lograrlo ya estaban presentes y que sólo cabría ponerlos en el orden correcto para echar a andar el máximo mecanismo que el ser humano puede concebir: dar vida por medios extra naturales, es decir, tecnológicos...
O bien, en mi página de ISSU:
El nuevo Prometeo ISSU


[1] Véase su obra, Ética y mundo tecnológico, México, UNAM-FCE, 2008, p. 366.
[2] Confróntese, Protágoras, México, UNAM, 1994, 321c-d.