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Revista Replicante

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lunes, 24 de octubre de 2011

Blade Runner, siempre Blade Runner


Cuando Ridley Scott filmó Blade-Runner, en 1982, la imaginería postmoderna nos había dado ya alcance de manera plena. La ciencia ficción clásica había muerto y con ella el discurso que la nutrió, vigorizándola hasta la aporía. Es decir, la firme creencia en la posibilidad de un futuro mejor, la convicción de que la humanidad observa un tránsito lineal y acumulativo hacia el progreso, la fe en la capacidad de aprendizaje de la especie. Todos estas actitudes colapsaron en el último cuarto del siglo veinte sobre los goznes chirriantes de sus endebles contenidos conceptuales. Exactamente lo contrario parecía ser lo verdadero. Degradación social inexorable, acumulación de males biológicos y tecnológicos, saltos cualitativos azarosos en la marcha temporal de la humanidad. El imperio del caos. La herrumbre y la corrupción. El triunfo de la estética cyberpunk.
La ciudad de Los Ángeles en el año 2019 es un zoológico urbano. En ese espacio vital de la decadencia y la explosión social se hacinan en sus calles multitudes poliétnicas, animales biomanufacturados y seres robóticos cuasi humanos. Al mismo tiempo, como un claro aviso de que el sistema social ha llegado a una etapa crepuscular, la megalópolis se halla bajo la lluvia pertinaz y las eternas brumas que sólo ocasionalmente dan paso a un sol poniente. En tanto que chimeneas de fuego en lo alto de numerosos edificios indican desde la deslumbrante toma inicial que la urbe es una bienvenida a los infiernos.

Llegada a la ciudad.



En efecto, el anuncio y el reclamo inaugural que tendrá el teniente Rick Deckard (Harrison Ford) para reincorporarse a sus actividades de detective y matón policiaco es que los demonios se han rebelado y han vuelto a su lugar de origen –la Tierra–. Cinco androides, conocidos como “replicantes”, se encuentran en la ciudad con fines aviesos. Sólo un ángel caído conocedor del terreno y el oficio habrá de poder encargarse de ellos; “retirarlos”, para usar el término oficial. Es entonces que comenzará a desarrollarse la trama de estructura de novela y cine noir, reelaborada en un entorno futurista y decadente.
Al despliegue inicial de la serie de los terrores propios del cyberpunk que la cotidianidad mundial parece ir cubriendo puntual e inevitablemente como son la hiperpolución, la completa perversión del ecosistema y el advenimiento probable de los ciber-fascismos, en su personalísima versión de Do the Androids Sleep with Electric Sheep?, quintaesencial novela del subgénero que el ya clásico autor Phillip K. Dick escribiera en 1968, Scott retomó como vértice de su cinta el tema de la usurpación divina en manos del hombre. La creación emulando al creador. Sin embargo, la parábola scottiana carece de discurso moralizante o grandilocuente –en el sentido teológico del término–. En cambio, remite al acontecimiento de la pérdida ilustrada de la divinidad y sus inquietantes consecuencias mundanas en un espacio estético postmoderno lleno de posibilidades biotecnológicas, como el representado en la trama.

La ciudad de Los Ángeles en Blade Runner.



De esta manera, los hijos rebeldes de la Corporación Tyrell, emporio de la creación ciber biológica mundial, vuelven a la Tierra desde su estadio de esclavitud en las colonias espaciales con el fin de exigir a su dador de vida más tiempo de supervivencia. Desencadenados en las acuosas y humeantes calles angelinas (la imperturbable niebla resalta el caracter a un tiempo de contenedor zoológico y de gruta infernal de la ciudad: vaho y humo: aliento y piedras ardientes), su sola presencia no es suficiente para perturbar el caótico y abigarrado orden social citadino, plenamente acostumbrado a la excentricidad. De manera que lo único que perturban es la tranquilidad del teniente Deckard, cuya misión cazadora comienza a revertírsele por etapas.
La lucha entre las criaturas –las unas clandestinas; la otra, representante de la ley y el orden– halla su primer momento bélicamente virtuoso cuando el agente blade-runner despedaza de dos disparos de su pistola de doble cañón la espalda y el sistema vital de Zora (Joanna Cassidy) a mitad del aparador de un centro comercial, tras una vertiginosa persecución por el aglomerado centro urbano. Scott subraya el dramatismo del momento con la secuencia de la caída de la androide en cámara lenta y los teclados y el saxo de Vangelis saturando la atmósfera. La muerte violenta de la humanoide es prácticamente igual de desoladora que la de cualquier humano en plenitud. Aquí cabe pensar que la utilización de la transparencia –ella lleva una chaqueta translúcida y muere a mitad de una caja de vidrio–, que contrasta sin equívocos con el escarlata de la sangre, remite a la pulcra naturaleza del acto: la lógica inevitable de la vida, y el pertinaz instinto asesino de nuestra especie, así sea contra sus propios engendros.


El rascacielos de la estación de policía.



En medio del fragor de su misión, Deckard da con Rachel (Sean Young), bella replicante que cree creer que es humana. Tras un primer encuentro que termina con la ruda advertencia que él le hace sobre su naturaleza pseudo humana, afirmando que los supuestos recuerdos que posee son meros implantes némicos de la sobrina del dueño de Tyrrell Corp., el encuentro erótico entre ellos sigue a un momentum determinante que la humaniza: Salva la vida del teniente cuando Leon (Brion James), amante de la recién retirada Zora, está a punto de, literalmente, sacarle los ojos en un sucio callejón a unos metros de los cristales rotos del mall. La dinámica del encuentro romántico entre ellos (en el departamento de un piso 92, a media luz, entre ocres y con la testaruda sombra giratoria de los molinos de energía de las azoteas circunvecinas) destaca el código y la paradoja de eso que llamamos amor. Por una parte, él le enseña a decir ‘te deseo’, ‘te amo’: el imperativo de la semántica amorosa perfectamente determinada y establecida por el código del amor pasional[1]. Por otra, y en esto Scott teje fino, el amor, para ser, deberá surgir de una inalcanzable pureza esencial; una virginidad que no es física, sino conceptual: desde un cerebro que no conoce dicho síndrome –biológico, químico, lingüístico–. La paradoja, por supuesto, es que ello habrá de verificarse exclusivamente en un ente que no sea humano; en la hermosa, fría e inquietante androide Rachel.
Cuando Roy (Rutger Hauer), el líder del grupo fugitivo, logra accceder al dormitorio mismo de Tyrell (Joseph Turkel), le reprocha su falta de voluntad y de pericia para otorgarle más vida y, con ella, posibilidades de ser en el mundo. Acto seguido, con la ambivalencia de la pena y la ira, lo mata con sus propias manos, hundiéndole los bulbos oculares y fracturando su cráneo. La creación da cuenta de su creador. Es decir, primero reafirma su ceguera –de hecho, Tyrell es miope; un dios miope– que no lo dejó ver la perfección de sus engendros. Después, le destroza la cabeza, eliminando materialmente su capacidad de razonar. Ahora sólo habrá lugar para un nuevo cerebro, si bien fatalmente condenado a una rápida extinción. El hijo ha matado al padre en un desesperado arrebato que en nada cambia su destino fatal; los dados fueron echados de antemano: matar a dios no vuelve inmortales a sus engendros.
Deckard quebrará con sus mini proyectiles el torso de una replicante más, Pris (Darryl Hannah); modelo de seducción o puta del espacio, amante de Roy, y enfrentará su destino dentro de un abandonado, herrumbroso y dañado edificio del centro de la ciudad que se cae a pedazos. El recinto es la sinécdoque de la urbe y la humanidad toda. Representación de la soledad, la decadencia y el olvido, coronado por el inexorable paso del tiempo simbolizado por la perenne rotación de las aspas de los molinos de energía de la azotea. Espacio arquitectónico, es decir vital, donde lo humano y lo humanoide medirán fuerzas para descubrir no quién conquistará ese espacio vacío, sino quién logrará malamente sobrevivir bajo la lluvia y la polución perpetuas; a la sombra del desencanto y la pérdida de sentido social.
Antihéroe por excelencia, el blade-runner es vencido de manera contundente por su adversario. Escenas en picado, medios planos, el agua incontenible, close-ups de los riachuelos que serpentean sobre las mohosas paredes de la construcción; aullidos y ululaciones de Roy, rebotando como el eco espeluznante de animales al acecho, énfasis en la velocidad de la lucha y la persecución, primeros planos del rostro de Deckard, la inevitable máscara del miedo. Al final, cuando el tiempo ha colapsado y Roy ya sólo tiene unos segundos en su programación vital, perdona la vida a Deckard, lanzando una última y enigmática salmodia sobre el sentido de la vida: no hay vida inútil, lo mismo humana, animal o artificial. Una paloma alza el vuelo en medio de la tormenta tras zafarse del puño inerte del androide. La vida abriéndose paso entre el caos y la desolación.
En el epílogo, Deckard va por Rachel quien se halla escondida en su departamento, puesto que sabe que otros blade-runners irán por ella. Se cierran las puertas del elevador y acaba el filme con un final abierto que aporta un retorcimiento más: El sargento Gaff (Edward James Olmos), chaperón y sombra imperceptible de Deckard, es quien al final decide que éste haga la jugada de “salvar” a su androide amante. Aficionado a la papiroflexia, deja al pie del elevador por el que la pareja comenzará su huida la figurilla de un unicornio. Deckard sueña con un unicornio al galope de manera recurrente. ¿Cómo sabe su chaperón el contenido de sus sueños? ¿Quizá porque conoce la programación mental del replicante Deckard?[2]
Ridley Scott filmó hace veinticinco años la primera película del siglo XXI. En ella plasmó las visiones de nuestra decadencia. Los temores fundados acerca de los caminos no virtuosos del desarrollo científico. La posibilidad de convertirnos en dioses salvajes. La incapacidad para diferenciar entre vida y pragma. La implosión del código amoroso. La certeza de que lo único que nos une es el desencanto. La probabilidad de que no podamos más resguardarnos de nosotros mismos en la inmensidad social. La profecía de un futuro posible, inevitable y devastado. Hoy, incluso más que hace dos décadas y media, su esmeralda cinematográfica es lenguaje vivo y significativo. Es decir, es un clásico en toda la extensión de la palabra.*

*Publiqué una versión ligeramente modificada de este texto en el suplemento Arena del diario Excélsior (México), en julio del 2002, con motivo de los primeros veinte años de Blade-Runner.



[1] Desarrollo esto con más detalle, siguiendo de cerca la sociología de Niklas Luhmann y tomando como punto de partida precisamente estos caracteres de Blade Runner, en “El amor a fin de siglo”, aparecido en Origina, número 72, febrero de 1999.
[2] Para más sobre el asunto, puede verse el artículo “Blade Runner riddle solved” del 9 de julio del 2000 en BBC On line (www.news.bbc.com.uk).

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