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Revista Replicante

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domingo, 12 de mayo de 2013

El legado de Michael Crichton

El 6 de noviembre del 2009, murió Michael Crichton. El más importante autor de ciencia-ficción (en su modalidad del technothriller) de los últimos veinticinco años. Nadie como él, dotó a la literatura estadounidense y universal de una característica que muchas veces se descuida en nombre de consideraciones esteticistas, teóricas o de exploración intelectual (por lo demás, válidas en sí mismas): la aventura.
Leer las obras de Crichton es sumergirse en un mundo cuya esencia tiene un nombre y sólo un nombre: dinamismo. El vértigo de una narrativa que va siempre hacia delante; no se detiene, avanza, impeliendo los acontecimientos de ficción hacia una autopista literaria en la que el texto y el receptor no pueden sino ir adquiriendo velocidad a medida que se deslizan por ella.
Michael Crichton nos obligó a ser pilotos de pruebas de un Fórmula Uno narrativo. Nos trepábamos a la máquina y ya nada ni nadie la podía detener. No quedaba más que gozar del ímpetu de la carrera y enseñar nuestras mejores habilidades al frente del bólido literario que teníamos en nuestras manos.

Michael Crichton, un lustro antes de su muerte.

Dechado de virtudes novelísticas, su mayor cualidad fue la seriedad investigadora con la que construyó sus historias. Plenas de información fehaciente, su innegable didactismo vertebró las tramas de manera tan virtuosa que su posible afección terminaba siempre por ser provechosa y bienvenida en sus narraciones: sin el elemento de verosimilitud anclado en el mundo real, sus libros no hubieran sido tan buenos y acaso no hubieran sido posibles.
La magna aventura de nuestra era científica, abigarrada de posibilidades tecnológicas, quedó ligada para siempre a los libros del oriundo de Chicago. De The Andromeda Strain a Next, pasando por Raising Sun, Sphere, Airframe, Disclosure, Timeline y State of Fear, entre muchos otros.
Sin duda su obra maestra fue Jurassic Park (New York, Ballantine Books, 1990). En ella, el lector queda atenazado por todas partes. No puede dejar inconclusa una trama de trepidante suspense.
La decantación de información científica de Jurassic Park  —en particular sobre ingeniería genética—, con el buen manejo del atractivo plástico de una de las ramas matemáticas más inquietantes del último cuarto de siglo, la Teoría del Caos, da carne y sangre al cuerpo del texto de  ficción.
En la novela, la asombrosa facticidad de lo improbable revela la futilidad del paso de nuestra especie por el planeta.  La resucitación de seres extintos, acabados por la razón que sea pero que escapó a nuestra voluntad, e incluso a nuestra capacidad para buscar y obtener respuestas escudriñando y descifrando con nuestro poderoso aparato teórico todo lo que nos resulta enigmático, desnuda nuestra grandilocuencia.
El Parque jurásico, esa isla high-tech en la que su dueño, John Hammond, soñó que la filosa tecnología de nuestra época podía controlar a un conjunto de seres de otro tiempo, un tiempo sin humanos, se convierte en el amargo reflejo de una realidad largamente ignorada.
Ni las cercas electrificadas, las escopetas con balas expansivas o las zanjas de cinco metros; ni el absoluto control lógico de los sistemas cibernéticos que automatizan por completo al parque, puede detener lo inevitable: el imperio del caos. Porque los sistemas biológicos no se someten a nuestras necesidades racionales; se abren paso siguiendo una lógica compleja y paradójica en la que la estabilidad está ligada a lo aleatorio.
Ciertamente puede describirse en ella un orden, que incluso es posible interpretar matemáticamente. Pero esta interpretación, como ocurriera a los teólogos medievales cuando descubrieron que a Dios apenas se le podía nombrar para decir algo significativo acerca de él, sólo muestra que al pie de nuestro balbuceo teórico se encuentra un infinito abismo (biológico, cósmico y temporal) al que sólo podemos admirar y temer.

Logo promocional de la novela y la cinta El parque jurásico (1991-1993).

Con esta serie de elementos, ciertamente efectistas, más un lenguaje creíble y exacto para los fines de la narración, la mejor novela de Michael Crichton se instaló en la difícil frontera entre el best-seller (género considerado por los puristas como literatura chatarra) y la literatura “seria”.  El genio comercial de Crichton lo encaminó en la senda del genio literario. Ruptura de tabúes. Desorden desde la periferia cultural. Sin duda, la mayoría de su obra debe ser vista bajo esta luz.
Su instinto para lo comercial lo llevó a poner uno tras otro de sus libros en las listas de best-sellers mundiales. Se dedicó al guionismo y a la producción televisiva con la exitosísima serie de la Warner, ER, basada en parte en sus experiencias juveniles como médico residente en una sala de urgencias.
En los últimos años, asumió su papel como intelectual de renombre en una sociedad como la estadounidense en la que, a pesar de la abundancia de buenos e importantes narradores, pocos se lanzan a los reflectores de la cultura fundida con los temas sociales del momento, como generalmente ocurre en las tradiciones europea y latinoamericana.
A través de su pensamiento analítico, reivindicó otra clase de aventura: la de la ciencia como una forma de conocimiento preciso y provisional sobre el hombre, la naturaleza y el cosmos.
Con un estilo montaraz y polémico, criticó de manera global la tendencia de las sociedades ricas occidentales a ver en el ecologismo la nueva panacea para su mala conciencia planetaria (así en su ensayo “Enviromentalism as religion”, disponible íntegro en www.michaelcrichton.com). A tomar las banderas verdes como una especie de nueva religión que redimirá a sus fieles de sus sentimientos de culpa por ser privilegiados, consumistas y devoradores de los recursos planetarios a costa de la inmensa mayoría del resto del mundo que poco o nada tiene.
Entre sus críticas más controvertidas, destaca su profundo escepticismo acerca de que el calentamiento global sea de origen antropomórfico. No pocos lo calificaron de vendido a los grandes capitales. Pero esto nunca se comprobó y no pasó de ser una clase de infundios provocada por la envidia y la incapacidad de refutación científica por parte de sus enemigos. (Además de que resulta más que dudoso que un hombre cuyo talento lo convirtió en una persona sumamente rica, tuviera que mendigar unos miles de dólares con argumentos comprados, hechos a la medida de los potentados.)
Más allá de que su postura específica sobre el calentamiento terrestre todavía esté por ser validada o refutada por la práctica científica seria y mesurada, su voz erudita y contestataria fue y es importante y valiosa.
La totalidad de sus críticas al actual sistema social estadounidense y, por extensión, al sistema global tal y como lo conocemos, es agria y lúcida.
Del análisis de la pendiente de banalización de los medios masivos de comunicación en el artículo “Mediasaurus” (Wired, Sept-Oct, 1993) a la postura radical de su novela-ensayo State of Fear (New York, Harper Collins, 2004) en la que afirma que para renovar su legitimidad y ser indispensables para la población, los poderosos estados paneuropeos necesitan constantemente crear miedos en la ciudadanía para que ésta los siga sosteniendo.
Asimismo, la rotunda llamada de atención que hizo en su ensayo “Aliens cause Global Warming” (ponencia presentada en el California Institute of Technology el 17 de enero del 2003; el texto completo está disponible en www.michaelcrichton.com), en el que previene sobre la inminente indiscernibilidad entre la ciencia y las políticas públicas interesadas:


… con un nombre pegajoso, una postura pública fuerte y una campaña mediática agresiva, nadie se atreverá a criticar a la ciencia, y en breve, alguna tesis fatalmente débil será establecida como un hecho. Después de esto, cualquier crítica estará fuera de lugar. La guerra se habrá terminado sin disparar un solo tiro. (La traducción es mía.)

El problema, por supuesto, es que este tipo de prácticas, cada vez más extendidas en la simbiosis de ciencia y Estado del G-7, sólo engendran mala ciencia que, por lo mismo, es la más nutritiva de las matrices para erigir un nuevo tipo de pensamiento intolerante e inquisitorial.
Su voz, incómoda y ríspida, hará falta como nunca para tener argumentos de contención ante una opinión pública cada vez más dominada por el kitsch progresista de tantos y tantos grupos “bienpensantes” del mundo entero.
Además de su espléndida obra de ficción, un legado sustancial queda tras su muerte: la revaloración que dio al orgullo de ser escéptico; viejo paradigma del pensamiento crítico que hoy más que nunca está en trance de desaparecer en favor de la voz de la mayoría; que en manos de los progres del planeta, no es otra cosa que el gobierno de la marabunta embrutecida.

(Este texto originalmente fue publicado en Replicante, primer trimestre del 2010.)

domingo, 23 de octubre de 2011

El nuevo Prometeo


I
Al consolidarse la ciencia y la tecnología de la alta Modernidad, se sentaron las bases de lo que en el siglo XX, tras un acelerado ciclo evolutivo en los siglos XVIII y XIX, será conocido como el “mundo tecnológico”, que a decir del profesor e investigador mexicano Jorge Linares, posee las siguientes características: “el entorno en el que vivimos ahora es, por primera vez, un mundo tecnológico; ya no vivimos en definitiva dentro de la naturaleza, sino en una tecnoesfera rodeada de la biosfera. Este factum histórico es el resultado de la expansión del poder tecnológico y de los alcances extraordinarios del ser humano de acción”.[1]
Ese poder tecnológico que la Modernidad desencadenó ha sido motivo de diversos debates, horrores metafísicos, reflexiones intelectuales y preocupaciones filosóficas de la más variada especie; todas con el elemento común de ponernos en alerta sobre las insospechadas posibilidades que nuestras jóvenes habilidades científicas y tecnológicas pueden engendrar (jóvenes en el marco del tiempo de vida del hombre en la Tierra, se entiende). Dicha cualidad ha reavivado en la mente moderna y postmoderna las claves centrales del Mito de Prometeo.
El monstruo de Frankenstein, versión de 1931.
Platón, en su personalísima versión del Mito lo narra así: En los albores de los tiempos, los dioses decidieron hacer la naturaleza y todo lo que en ella se aloja. Zeus, el dios mayor, encargó a Epimeteo, dios menor, esta labor; y así se puso Epimeteo a dotar a todo cuanto existe en la naturaleza con sus cualidades conocidas: “Ahora bien, como Epimeteo no era del todo sabio, se le escapó que había acabado con todas las capacidades en los seres carentes de razón; pero le quedaba aún sin preparar la especie humana, y estaba en un apuro de qué hacer. Estando en apuros llega a él Prometeo para examinar el reparto, y ve a todos los demás seres vivos cuidadosamente provistos de todo, pero al hombre desnudo, sin zapatos, al descubierto y sin armas… Así pues, sin saber qué salvación podía encontrar para el hombre, Prometeo roba a Hefesto y a Atenea la sabiduría artesanal junto con el fuego, pues era imposible que sin el fuego esa sabiduría pudiera adquirirse o ser útil a alguien, y de tal suerte la regala al hombre. De ese modo, el hombre obtuvo la sabiduría para sobrevivir… y obtiene el bienestar de la vida, pero a Prometeo, lo alcanzó más tarde el castigo por el robo”[2].
En la tradición occidental, que ha interpretado el mito desde épocas remotas, se ha establecido que el fuego robado por Prometeo y devuelto a los hombres significa la sabiduría divina que llega a manos de los mortales; una esencia de vida y protección que estaba bajo el resguardo del gran dios y que es sustraída, en un acto de rebeldía, para ser otorgada a las más imperfecta de sus creaturas. La Modernidad vio prontamente el paralelismo entre el mito prometeico y las posibilidades que la ciencia y la tecnológica postcartesianas y postgalileanas traían consigo. 

Cryiocan, artilugio de la versión cinematográfica de Jurassic Park, 1993.

Así, en el cruce entre siglos de finales del XVIII y principios del XIX, las posibilidades de la ciencia y la tecnología comenzaron a resultar inquietantes. Había pasado sólo un cuarto de siglo del inicio de la Revolución Industrial en Inglaterra y su rápida expansión por el resto de Europa se había comprendido ya como irreversible. El sistema social experimentó modificaciones en cascada, muchas de las cuales no eran nada halagüeñas, como en su momento lo tematizó Karl Marx.
Al mismo tiempo, el entorno científico vivía una creciente fascinación por la vida; vida que, por cierto, comenzó a ser pensada más allá de un entramado caracterológico visible y taxonómico para dar paso a un concepto de organización biológica que enfatizaría no sólo las características visibles de los seres vivos, sino sus potencias ocultas, invisibles en primera instancia. El análisis de las “invisibilidades” de la vida dio pie a la imaginería que buscaba penetrar en sus secretos hasta llegar al acto de creación vital misma, por medio de estas fuerzas en principio ocultas al ojo no científico. En consecuencia, numerosos investigadores se sumergieron en las variaciones energéticas de la entonces recién descubierta fuerza eléctrica y no tardaron en descubrir que buena parte de la energía biológica era energía eléctrica. Lo que a nuestros ojos postmodernos puede parecernos incomprensión de la verdadera manera de actuar de la realidad natural, en aquel tiempo era considerada una posibilidad de lo más real: generar vida orgánica por medio de la electricidad. O, por lo menos, reavivar lo orgánico fenecido por medio de ondas eléctricas. Parte del pensamiento teórico-experimental de finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, se halló inmiscuido en este oscuro, profundo y añejo anhelo del hombre: ocupar el lugar del meta-alfarero del Génesis (Sloterdijk). Se pensó que los elementos para lograrlo ya estaban presentes y que sólo cabría ponerlos en el orden correcto para echar a andar el máximo mecanismo que el ser humano puede concebir: dar vida por medios extra naturales, es decir, tecnológicos...
O bien, en mi página de ISSU:
El nuevo Prometeo ISSU


[1] Véase su obra, Ética y mundo tecnológico, México, UNAM-FCE, 2008, p. 366.
[2] Confróntese, Protágoras, México, UNAM, 1994, 321c-d.