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Revista Replicante

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domingo, 7 de octubre de 2012

Los usos de la historia y la consolidación de la democracia


Al inicio de su libro Las incertidumbres del saber, el eminente sociólogo neoyorquino, Immanuel Wallerstein, nos dice que “En realidad, el pasado es lo que, desde el presente, creemos que es”. La aseveración suena polémica desde el principio, no sólo porque la podemos referir a nuestro pasado personal, con todo aquello que nuestra memoria subjetiva ha podido rescatar de él y que tenemos por seguro, sino porque principalmente la ubicamos en contraste con la historia, o con todo lo que ha pasado por histórico en una comunidad determinada. Monumentos, documentos, pinturas, ruinas arquitectónicas, reliquias, fotografías, crónicas y demás; en suma, la totalidad de aquello que compendian los libros historiográficos y que da la certeza de que el pasado es constante, fijo, inmutable y, sobre todo, independiente del presente.
Por ello Wallerstein advierte: “Por supuesto que hay un pasado real, pero siempre lo miramos desde el presente, con la lente que queramos aplicarle. Y, claro está, la consecuencia es que cada uno de nosotros ve un pasado distinto. Vemos pasados distintos como individuos, como miembros de un determinado grupo y como académicos”. Es decir, el pasado es una cantera inagotable de apoyos para el presente. Debido a su característica inabarcable, el pretérito pone a disposición de lo contemporáneo una multiplicidad de acontecimientos, personajes, lugares y acciones a utilizarse según necesidades. O sea, en la medida que todo ocurre en el mundo de manera simultánea, en bloque y una sola vez, el conjunto de acontecimientos realmente existentes es potencialmente infinito y, por lo tanto, incognoscible de manera plena. Hay tantos sucesos como interacciones en cada momento del tiempo. Es aquí donde la historia, el pasado, adquiere su maleabilidad para ajustarse al presente.
Esto ha sido explotado virtuosamente por los narradores modernos, quienes por medio de la imaginación y la potencia retórica han iluminado fantásticamente aquellos paisajes mentales que la historiografía oficial ha excluido de su narrativa por factores diversos de índole social, político y científico. Ejemplos paradigmáticos de estos narradores han sido León Tolstoi con Guerra y paz, y Walter Scott con Waverly, consideradas obras culminantes del género de la novela histórica durante el siglo XIX. Durante el siglo XX destacó en el terreno del best-seller histórico Gary Jennings con obras como El viajero y Azteca, mientras que en el ámbito de las letras latinoamericanas, el insigne literato mexicano Carlos Fuentes, recientemente fallecido, exploró con maestría el camino de la ficcionalización histórica en trabajos como Terra Nostra, El naranjo o los círculos del tiempo y Los años con Laura Díaz, todas ellas obras indispensables en el ámbito de las letras españolas.

Edición original (1993) de El naranjo de Carlos Fuentes.

Pero el manejo de la historia con fines imaginativos, ilustrativos, revisionistas, contestatarios o ideológicos no se limita al ámbito de la literatura histórica de ficción, sino que es asimismo moneda corriente en el terreno político. Así lo subraya el escritor y crítico estadounidense Lewis H. Lapham en un ensayo publicado en la revista Harper’s Magazine del mes de mayo de este año, titulado “Ignorance of Things Past”. Dice ahí que existe una tendencia generalizada entre la clase política a ver en el pasado un tiempo glorioso al que debería regresarse, sea desde el bando conservador, sea desde el bando progresista. Cada uno tiene sus momentos, sus próceres, sus acontecimientos favoritos para afirmar una “edad de oro” pretérita a la que sería necesario volver de una u otra manera. El problema con esto es que, generalmente, se hace a manera de monolito kitsch, sin contexto y sin análisis profundo; simplemente se afirma que la historia es un lugar digno de volver sin más. Esto, por supuesto, es parte de la mitología histórica de todo estado-nación en el mundo.
Junto con la afirmación de un supuesto tiempo pasado mejor, existe una estrategia política en sentido inverso: el señalamiento de los graves errores históricos cometidos con antelación que deben quedar desterrados de raíz. Esto es algo muy común en sociedades que han hecho transiciones de regímenes totalitarios o autoritarios a conformaciones democráticas o, por lo menos, menos opresivas que las anteriores. Ejemplos históricos recientes son Rusia, que superó la era del poder soviético; Chile, que vivió un acelerado proceso democratizador tras el periodo de la dictadura militar de Augusto Pinochet y, por supuesto, México, que en el año 2000 se deshizo, vía las urnas, de siete décadas de poder de un partido prácticamente único, autoritario y clientelista.
En este sentido, los argumentos del pretendido idilio mexicano bajo el régimen de partido único (que incluso hoy llegan a esgrimir tibiamente los adherentes al mismo), en el que supuestamente hubo un periodo de paz sostenida, crecimiento urbano y asistencial, productividad ascendente y presencia económica internacional, así como una firme administración del gobierno en todos sus ámbitos y niveles, se encuentra ahora desprestigiado por tres razones fundamentales: 1) los supuestos logros de la época del autoritarismo mexicano es lo menos que se puede pedir a un Estado con relación a su ciudadanía; 2) se ha caído en cuenta que, de no ser por la forma piramidal, corporativista y corrupta de los gobiernos pertenecientes al partido único, el crecimiento nacional en todos los rubros hubiera sido mucho mayor al que realmente fue; 3) los yerros inherentes a una forma ensimismada del poder, como la represión ciudadana, la censura mediática y la impostura democrática son imperdonables para las generaciones actuales que viven en un mundo hiperconectado, veloz, informado y anhelante de ejercer con plenitud los derechos ciudadanos universales.
Por supuesto, la mudanza hacia una forma de interacción social plenamente democrática es un proceso que toma tiempo y que es particularmente lento y accidentado en naciones que vivieron generaciones enteras bajo el manto de un partido omniabarcador. Por ello, la circunstancia mexicana sigue aún en el periodo de transición del autoritarismo a la plena democratización de todos los ámbitos de la vida. Esa es la razón fundamental de que incluso los cuadros progresistas y contrarios al que fuera el partido único sean escisiones del mismo. La oposición real a éste funcionó históricamente como disidencia (y el ejemplo del movimiento democratizador de 1988 es claro en este sentido), cosa que no hace sino poner de manifiesto la operación monolítica del poder bajo el autoritarismo, cuya usurpación de la vida política produjo una cultura de mando difícil de desterrar y que aún hoy se encuentra lastrada por prácticas del viejo régimen, como el clientelismo, las prebendas y el peso excesivo de las personalidades carismáticas, lo mismo en los políticos de izquierda que en los de derecha.
Algunos críticos no han sabido leer esta circunstancia y lanzan ataques constantes contra las personalidades individuales, asimiladas a los partidos opuestos a la herencia del autoritarismo, que en su momento se formaron y trabajaron dentro del mismo. Eso es no comprender la capacidad que tuvo el antiguo régimen para permear la totalidad de la acción política de la nación durante casi un siglo entero. Nos encontramos en un periodo transitorio en el que las personalidades políticas determinantes siguen siendo, de manera notable, bifurcaciones del añejo statu quo; aunque, por supuesto, se espera que al cabo de una generación los actores políticos decisivos del progresismo emerjan de la sociedad civil y se incorporen a la vida política sin la pesada herencia del pasado. Justo esto es lo que revela la bien llamada “Primavera Mexicana”, movimiento juvenil informado, combativo y clasemediero, que reafirma una importantísima herencia de la Modernidad: los jaloneos hacia adelante en la vida social y política de las naciones han surgido del modo de vida burgués. 

El movimiento Yo soy 132 y el inicio de la llamada "primavera mexicana".

Las manifestaciones recientes de universitarios mexicanos, concentradas en el centro nacional por excelencia, la Ciudad de México, han partido de un sesgo histórico fundamental: el rompimiento con un pasado que no les pertenece sino como el peso muerto de una tradición que se niega a desaparecer. Los jóvenes que han inundado las redes sociales virtuales con eslóganes de protesta y que han salido a las calles a manifestarse en contra de todo aquello que con justeza perciben como herencia del autoritarismo mexicano del siglo XX, reafirman que para ellos la historia ha comenzado con el siglo XXI, el nuevo milenio y el avance democrático nacional del año 2000. Retoman los aspectos negativos del régimen (y de los poderosos medios a su servicio) que por antonomasia negó la vida democrática mexicana durante la práctica totalidad del siglo pasado, para imaginar un futuro en el que la historia puede y debe ser distinta. Como ocurre siempre con todo uso de la historia, su elección es parcial y con inclinaciones puntuales, pero quién podría negar que eso y sólo eso es lo que necesita una nación a la que por décadas se le ha negado el pleno acceso a la actual forma del mundo occidental: provisional, mutante, epistémica y con plena libertad de elección.