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Revista Replicante

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lunes, 24 de mayo de 2021

El nacimiento de la mentalidad empresarial

 

*El presente ensayo fue publicado originalmente en la revista Dialéctica, número 43, de la BUAP, primavera-verano del 2011.

A finales del siglo XV, Europa había llenado la vasija psico-social que la llevaría a la máxima aventura de la humanidad de todos los tiempos. Recuperada la densidad poblacional tras la gran peste del siglo XIV, apaciguados los furores guerreros de las cruzadas, en medio de un trajín mercantil, financiero y cultural sin igual hasta entonces, la perenne idea de la esfericidad del cosmos y de la naturaleza estaba en la víspera de materializarse.[1] Bajo el ímpetu aventurero de Cristóbal Colón y la ambición de riquezas impelida por el estrangulamiento financiero de la Corona española, dio inicio la expedición más radical que Occidente haya realizado jamás; con ella, desde ella y a partir de ella, comenzó la liberación de todas las maravillas, y de todas las abominaciones.

El annus mirabilis de 1492 pone en marcha el «éxtasis marino» europeo con tres de sus grandes avatares: 1) la extraterritorialidad, 2) el desierto moral, y 3) el nacimiento del espíritu empresarial. Los tres forman la cripto-realidad de la configuración esencial del modo de ser de la Modernidad. La expansión sostenida del sistema-mundo capitalista[2], que desde entonces se ha verificado con una penetración universal creciente, no se entiende sin la triada marina echada a andar por los descubridores y conquistadores postmedievales. Si bien los factores cruciales de dicha expansión habían comenzado a operar desde poco antes (con el germinal plexo de relaciones socio-económicas que daría como resultado el moderno sistema social desencadenado con el intenso intercambio mercantil de Venecia y sus instituciones de apoyo estructural al mismo: seguros, bancos, casas de préstamo[3]), fue sólo mediante la deriva dirigida oceánica que dejaron atrás para siempre los europeos las amarras morales de una rancia metafísica eclesiástica, y pudieron así configurar un mundo nuevo en el que todo, absolutamente todo, fue moldeable, utilizable y reconfigurable a voluntad. Peter Sloterdijk lo ha puesto en estos términos: «En la globalización náutica confluirán durante toda una era todo lo que los europeos inquietos emprendieron por desembarazarse de sus viejos anclajes esféricos e inhibiciones locales. Lo que aquí se llama inquietud reúne, sin distinción, espíritu empresarial, frustración, vaga esperanza y desarraigo criminal».[4]

En el nuevo medio marino agigantado encontrarán los desaforados europeos de la “edad de los descubrimientos” el sello de su estirpe. El mundo se encogerá al ritmo de la expansión de los mares. Las consideraciones cristiano-humanitarias se desembarazarán del aura de ser leyes ultra terrenales terroríficas para convertirse en la malla ideológica pragmática de la cripto realidad afianzadora del nuevo orden global. La extraterritorialidad es su signo y el olvido moral su motor. A partir de finales del siglo XV, y muy especialmente desde el siglo XVI, conquista, piratería y espíritu emprendedor formarán un nodo indisociable y paradójico en el que el progreso no se entiende sin el pillaje y el sometimiento del Otro: «en los desiertos de agua y en los nuevos territorios de la superficie terrestre los agentes de la globalización no se comportan jamás como habitantes de un territorio propio. Actúan como desenfrenados, que ya no encuentran motivo en ninguna parte para respetar alguna ordenanza de la casa».[5]

Tamaña desertización moral se tiende como una malla omniabarcadora sobre la totalidad de las empresas de achicamiento terráneo/agigantamiento marino de la Europa que está a unos instantes de forjar la Modernidad. Por el lado de los “adelantados” legalizados por los poderes imperiales de la época (más el Vaticano como gran árbitro universal), inicia la solidificación del espíritu empresarial moderno:

Fuera sólo conseguirán éxito, ciertamente, quienes supieran navegar y sentir como un team conjurado. Las tripulaciones de los barcos de los descubridores fueron los primeros objetos de ingenuos y efectivos procesos de modelación de grupos, que en la actualidad se describirían como técnicas-corporate-identity. Los pioneros avanzados aprendieron en los barcos a desear lo imposible dentro de una tripulación con los mismos sueños.[6]

 

 

Las naves hundidas de Hernán Cortés: el viaje solamente era de ida.

 

Cuando los sueños de la «identidad corporativa» dejan de ser compartidos o se convierten en una pesadilla colectiva, desde su primera luz el espíritu empresarial supo cómo reencauzar a los descarriados: por el más implacable ejercicio de la violencia y la represión:

Los capitanes más grandes son aquellos que comprometen con mayor efectividad a sus tripulaciones al puro ¡adelante!, sobre todo cuando parece una locura no volver atrás… Los jefes de expedición mantuvieron psíquicamente a sus tripulaciones con visiones de riquezas y de gloria de descubridor. Al repertorio de sus técnicas de éxito pertenecían también castigos draconianos. Si, después del motín de sus capitanes ante San Julián, en la costa patagónica de Suramérica, el 1 de abril de 1520, el portugués Magallanes, frente a todos los reparos de sus suboficiales, no hubiera desembarcado y ejecutado a nobles españoles, cabecillas de la rebelión, a su gente no le habría quedado claro, sin remisión alguna, qué significa encontrarse en un viaje absoluto de ida…[7]

 

Que el optimismo coercitivo que naciera en el fragor de los océanos haya devenido, con el transcurso de la Modernidad, en experimentos socio-económicos seudo científicos de toda laya y calaña no obsta ni un ápice en la brutalidad de su implantación; es más, la expande a niveles no sospechados por los frenéticos conquistadores de hace medio milenio. Al pie de las técnicas elitistas de imposición del avance emprendedor con base en el ejercicio de la fuerza bruta, yacen los millones de movilizados y fenecidos en el frente de batalla de la primera y la segunda guerras mundiales, la industrialización forzosa del subimperio soviético y la penetración universal de la industria estadounidense, con su concomitante modelo finisecular del neoliberalismo económico-político y su incesante creación de desplazados y excluidos de los beneficios amañados del sistema-mundo imperante. La tragedia vital de esos millones de seres humanos que subsisten día con día en condiciones inimaginables de miseria, penuria y desconsuelo, hace palidecer incluso a la tragedia humana causada por los cielos incendiados de Corea, Vietnam, Centroamérica e Irak, huellas atroces e indelebles del espíritu emprendedor del mundo paneuropeo, comandado en los siglos XX y XXI por el imperio estadounidense.

Llegado al punto del reencauce coercitivo de los rebeldes, el emprendedor se funde con el pirata, y la única diferencia que media entre uno y otro es el diseño de su bandera de navegación:

Sin ninguna razón especial, durante su primer viaje a la India, en 1497, Vasco de Gama hizo quemar y hundir, tras un pillaje exitoso, un barco mercante árabe con más de doscientos peregrinos de la Meca, mujeres y niños entre ellos, a bordo: preludio de una “historia universal” de horribles delitos externos… La ilimitación de las superficies de agua despierta el desierto moral de los marinos.[8]

 

A la par de la vanguardia circunvaladora acuática global, el exterminio y el pillaje hacen su aparición; no como rémoras de un movimiento de presa mayor, sino como aletas de dicho movimiento. En sus arcaicos inicios, el espíritu empresarial no se entiende sin sus ominosos mellizos. De lo contrario, la empresa entera de la extracción de riquezas, usufructo desmedido de la mano de obra nativa y explotación inmisericorde de los productos de la naturaleza, no habría tenido éxito. Por un giro maestro de la moderna ideología empresarial, deslavada, destilada y refinada más que nunca de su cripto realidad atroz gracias a su inmenso éxito universitario mundial, todo ello se conoce hoy día como gestión de los recursos humanos y materiales. Pero es imposible no retrotraer la mirada a la época en la que descarnadamente se unían el pirata y el empresario cuando se lee en acabados medios teóricos de la administración de empresas contemporánea afirmaciones como éstas:

1)      La empresa debe adoptar un enfoque global hacia la estrategia. Debe vender su producto en todo el mundo, bajo su propia marca, a través de canales de marketing sobre los que tiene control. Un enfoque verdaderamente global podría incluso requerir que la empresa establezca sus instalaciones de producción o de I & D en otras naciones para aprovechar los menores niveles de salarios, para obtener o mejorar el acceso al mercado, o para beneficiarse de tecnología extranjera.[9]

2)      En la mayoría de las organizaciones grandes actuales, el administrador no es el dueño. La forma corporativa de la organización se caracteriza por la separación que hay entre la propiedad (los accionistas) y el control (los administradores). Por lo tanto, los administradores funcionan como agentes de los propietarios de la organización… los administradores no están obligados a actuar en beneficio de la sociedad si al hacerlo no maximizan el valor para los accionistas.[10]

 

La glamorización del pillaje sigue siendo pillaje sin más. El pasmoso cinismo con que los teóricos actuales de la administración de empresas hablan sobre la prioridad de la incesante acumulación de capital a costa de lo que sea, pone de relieve la capacidad sistémica de la economía-mundo para dotarse de una fina y erudita red de recursos ideológicos que se reproducen planetariamente a través de un sistema universitario global confeccionado en el Primer Mundo a la medida de sus intereses.[11] Por medio de éste, se ha llegado a la conformación de una red de sentido legitimadora, que a través de una incesante tormenta mediática, divulgadora y académica, sobre sus supuestos logros y bondades parece haber enterrado definitivamente para las masas globales, como nunca antes en la historia, el verdadero significado de la cripto realidad que desde el huracánico siglo XVI le ha insuflado vida: el emprendedor es un ave rapaz. 

 

El horizonte de Silicon Valley: núcleo del capitalismo contemporáneo.

 

En la era de los flujos de capital, las economías de escala, la descentralización financiera y el acorazamiento de los potentados ante toda regulación de la mayoría de los Estados del planeta entero, más que nunca, el emprendedor, hoy convertido en emprendedor neoliberal, es el pirata. Elegante y en yates de lujo, jet privado y con doctorado en economía, lejos de los galeones apestosos, plagados de ratas y cucarachas, de la sífilis y el estruendo de las tormentas, pero pirata al fin: inmoral, ladrón y anti social, «empresario sin Dios», «anarco-marítimo». Sloterdijk lo afirma sin ambages:

Cuando aparecen en la buena sociedad ladrones, no están lejos sus sofistas, los consejeros. Desde hace doscientos años los ciudadanos discriminan sus miedos: el anarco-marítimo se convierte en tierra, en el mejor de los casos, en un Raskolnikov (que hace lo que quiere pero se arrepiente); en casos no tan buenos, en un Sade (que hace lo que quiere y reniega del arrepentimiento); y en el peor de los casos, en un neoliberal (que hace lo que quiere y se proclama por ello a sí mismo, por citar a Ayn Rand, como hombre del futuro).[12]

 

Los contemporáneos directores y gerentes de empresas transnacionales viven un desierto moral paralelo a aquel despertado en tiempos de los grandes descubridores por la exterioridad pura de los océanos y las nuevas tierras conquistables, según lo plantea Sloterdijk.  Habitantes de los no-lugares constituidos por la red global de rutas aéreas, aeropuertos, hoteles y burdeles de lujo, experimentan la sensación de ser partículas libres lanzadas azarosamente hacia cualquier lugar. Ligados exclusivamente a los capitales financieros a su resguardo, que tienen que cuidar y hacer rendir al máximo por encima de cualquier cosa, estos trashumantes de la productividad capitalista a gran escala no conocen mayor esfericidad moral que la que otorga el perpetuo desarraigo. A través de éste, la ligazón a los preceptos humanitarios al uso queda reservada, en el mejor de los casos, para los que se han quedado en casa; en el peor, es una simple mueca de cortesía para esgrimir en las situaciones correctas: ante gobernantes locales, en reuniones públicas o en entrevistas mediáticas.

Lo cierto es que estos habitantes de «recintos feriales, estadios deportivos, museos de arte moderno y filiales de las cadenas hoteleras internacionales»[13], terminales aéreas y trenes de alta velocidad, no conocen más valor que el dinero y no conciben otra definición de persona que la suya propia. En el nuevo océano estratosférico y en el fragor de los mares cibernéticos se han forjado estos verdaderos piratas postmodernos, si por tal entendemos al ejecutante cabal de «la primera forma empresarial del ateísmo»[14], ajeno a cualquier moralidad como no sea la de la ganancia. Por ello, se comprende por qué Nike contrataba infantes en Vietnam con un sueldo irrisorio; por qué las maquiladoras de Tijuana tienen jornadas de 12 horas diarias y despiden a las empleadas embarazadas, o por qué los ejecutivos de Lehman Brothers toman un jet privado para relajarse en un spa de las Bahamas tras una negra jornada en el juego de la Bolsa, después de haber sumido al planeta entero en la peor crisis financiera desde octubre de 1929.

 

Un luxury jet sobrevuela Las Bahamas.

 

Por todo lo anterior, es posible afirmar que mucho más allá de la tardía consolidación entre ciencia y tecnología (que no se lograría de manera plena sino hasta mediados del siglo XX)[15], la faz moderna del mundo se fraguó en el espíritu empresarial y su ramificación operativa, el espíritu gerencial. Ejemplos preclaros fueron las destacadas empresas de hombres que pese a no tener la más mínima formación científica erigieron emporios industriales que apuntalaron el éxito imperial del capitalismo estadounidense y, por extensión, del capitalismo global: a principios del siglo XX, «la iniciación y la dirección de las nuevas industrias estaban todavía en gran medida en manos de hombres como Andrew Carnegie, Sam Goldwyn y Henry Ford, los cuales apenas tenían una formación oficial de algún tipo, y no digamos en ciencias y tecnología».[16]

El lema de “¡adelante!”, que Sloterdijk destaca como constitutivo de la mentalidad empresarial, puso en marcha una serie de proyectos materializados de conquista, dominación y usufructo de todo cuanto en el planeta existe, incluyendo a los propios hombres. Por medio de tales proyectos, surgieron al mundo procesos de estandarización del trabajo, masificación de la producción, cohesión ideológica en torno a una idea central, organización humana con orientación a fines específicos y, finalmente, sistemas auto generados de inventiva, desarrollo y ejecución de tareas industriales. Con base en dichos sistemas autopoiéticos, se ha configurado una red planetaria con base tecnológica[17] que atraviesa al globo terráqueo de punta a cabo, formando una verdadera supra naturaleza que engloba por completo al mundo de la vida. En el camino, el costo bio-antropológico fue, ha sido y es descomunal:

… sólo el capitalismo histórico, por el hecho de que ha sido el primer sistema que abarcó todo el globo y por el hecho de que ha expandido la producción (y la población) a tasas antes inconcebibles, ha llegado a amenazar la posibilidad de una existencia futura viable para la humanidad. Lo ha hecho esencialmente porque en ese sistema los capitalistas lograron anular de forma efectiva toda capacidad de otras fuerzas para imponer limitaciones a su actividad en nombre de cualquier valor distinto de la acumulación incesante de capital.[18]

 

La gran tragedia de nuestra civilización fue engendrada al mismo tiempo que su luminoso nacimiento. En el instante en que los emprendedores no sólo se vieron como los exiliados de la naturaleza que de hecho todos somos[19], sino como sus poseedores: verdaderos titiriteros ensimismados en su trabajo que sólo ven los hilos de sus marionetas y se imaginan que su espectáculo habrá de causar el aplauso del universo.

El ciclo de vida de la Modernidad, con su encarnizamiento sin límites sobre todo lo existente con base en la mentalidad empresarial desencadenada en el siglo XVI, y que llega a su punto de culminación en la actualidad, es análogo a la pérdida de esferas de inmunidad de nuestro venir al mundo en tanto que mamíferos superiores. En la ontología de Sloterdijk, una esfera de inmunidad es el medio que protege y arropa a los individuos, que los dota ya bien de una seguridad real, ya bien de una seguridad imaginaria; seguridad que, por lo demás, siempre tenderá a ser precaria, ya que depende del paso inexorable del tiempo, que o bien la quiebra o bien la transforma.

En el caso del proceso de maduración de la Modernidad occidental, las esferas del cosmos ordenado y geocéntrico de la antigüedad clásica, del Dios ordenador del universo del Medievo, y de la tierra patria continental europea del Renacimiento, quedaron rotas para siempre, como la cáscara de huevo de gaviota en la arena de la playa, para dar paso al encuentro de la doble inmensidad que conformará la vida y la mente de los hombres europeos a partir de 1492: la inconmensurabilidad marina y la inconmensurabilidad del Nuevo Mundo; aunado a ellas, la inconmensurabilidad de un planeta que ya nunca más volvería a ser el mismo. En este entorno gigantesco y, por naturaleza, caótico, hubieron de hacerse los exploradores y conquistadores, empresarios primigenios, su cuarta esfera de inmunidad que, a todas luces, requirió de medios desconocidos hasta entonces para funcionar medianamente bien.

La inmensa ola (cultural, técnica y emocional) que esta necesidad inmunoesférica levantó culminó estallando en las novísimas aguas de lo que llamamos Modernidad; y si bien el resultado de la cuarta esfera de inmunidad que la Modernidad, por sus medios emprendedores (que al final derivarían en medios tecno-científicos), proporcionó al hombre occidental ha sido cuna de mil maravillas, al mismo tiempo no fue lo suficientemente sólida ni estable para impedir que presentara fisuras de consideración aquí y allá, produciendo el efecto de crear seres colectivos psicóticos. 

 

Como pocos, la artista visual mexicana Adriana Mejía Martín ha sabido plasmar la doble cara del progreso mercantil del siglo XXI.

 

Sloterdijk lo plantea de manera prístina en el paralelismo con el acto de venir al mundo: el lactante pasa de la esfera de inmunidad primigenia de la placenta materna (compuesta a su vez por otras dos: el útero y las contracciones finales) a ser en el mundo de manera abrupta, congelante y, con todo, salvada por la ternura presente de la madre exterior:

Este cambio de medio, amortiguado, desde un espacio de protección interior a uno exterior, aparece en todos los seres vivos superiores, que producen descendientes en alto grado inmaduros y sujetos a anidamiento. Por ello, todos estos seres vivos son en principio psicopatizables: su maduración para participar en juegos de relaciones adultos puede ser truncada o deformada por lesiones de la cuarta envoltura extra uterina. El homo sapiens, junto con sus animales domésticos, goza del precario privilegio de poder volverse psicótico con mayor facilidad que cualquier otro ser vivo, entendiendo por psicosis la huella de un cambio de envoltura fracasado… Si uno se orienta a este concepto de psicosis como eco de una catástrofe esférica temprana, se hace comprensible por qué la psicosis ha de ser el tema primordial latente de la Modernidad… Como época de desplazamientos sistemáticos de límites, de patologías colectivas, de cáscaras y de trastornos epidémicos de envolturas…[20]

 

Esos seres humanos de la primera y la alta Modernidad, que buscaron dotarse de su cuarta esfera de inmunidad en los barcos perdidos en la inmensidad de los océanos de un planeta más inmenso que nunca en la historia, así como en la extracción incansable de riquezas (humanas, materiales y animales) de los territorios por ellos reclamados y ocupados con mano de hierro, «en un viaje absoluto de ida», no pudieron jamás dar la solidez requerida a dicha esfera. Al quebrarse en diversos lugares, como en la moral extra continental, en el desenfreno de las pasiones, en el ansia por olvidar  el acto divino de la creación (que se convertirá, a partir del siglo XX, en ansia por reproducirlo), en la codicia de posesión de bienes materiales y de acumulación de conocimientos, emergieron múltiples psicosis colectivas que se materializaron de maneras oscuras y aberrantes.

Podemos así comprender cómo fue posible que la misma cultura, que con base en el éxito y la gloria del espíritu empresarial, escudriñó el cosmos, estableció leyes físicas y descubrió la lógica evolutiva de las especies, al mismo tiempo exterminó de manera sistemática, y en no pocas ocasiones con orgullo y placer, poblaciones enteras de seres vivos a lo largo y ancho del planeta: así, los españoles exterminando a los indígenas mesoamericanos, los ingleses a los nativos de Norteamérica, los holandeses y los portugueses a los negros del Senegal; todos juntos, extirpando por la fuerza del mosquete y del florete al quagga de África, al lobo marsupial de Australia, al dodo de las islas del Océano Índico, al lobo de las Malvinas en Sudamérica y a cientos de especies más. Son los mismos emprendedores que mantienen al día de hoy verdaderas granjas de ejércitos laborales de reserva en la doble periferia del sistema-mundo (al interior de cada país y en los linderos del sistema como tal) en las condiciones infrahumanas de un corral: hacinados, promiscuos, enfermos, manchados por excrementos y suciedad, al tiempo que proclaman que el obsceno despilfarro cupular, más tarde o más temprano, hará gotear las perlas de la riqueza a los chiqueros de los excluidos del mundo entero. Sólo colectivos humanos a disgusto con su mundo, viviendo en una esfera de inmunidad rota («un cambio de envoltura fracasado»), han podido afirmarse a sí mismos en tales actos de crueldad y violencia inauditas y grandilocuentes; vanagloriarse de ello, y llamar a semejante despropósito el progreso del hombre en la Tierra.

 

El calentamiento global, agravado por la desmeura industrial de los últimos cien años.

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA.

Attali, Jacques, 1492, Barcelona, Plural, 1992.

Bell, Daniel, El advenimiento de la sociedad post-industrial, Madrid, Alianza, 2002.

Braudel, Fernand, La dinámica del capitalismo, México, Fondo de Cultura Económica, 1986.

Hitt, Black y Porter, Administración, México, Pearson Educación, 2006.

Linares, Jorge Enrique, Ética y mundo tecnológico, México, Fondo de Cultura Económica-UNAM, 2008.

Porter, Michael E., “La ventaja competitiva de las naciones”, en Harvard Business Review, Volumen 85, número 11, noviembre del 2007, pp. 69-95.

Sloterdijk, Peter, En el mismo barco, Madrid, Siruela, 2008.

____________, En el mundo interior del capital, Madrid, Siruela, 2005.

____________, Esferas I: Burbujas, Madrid, Siruela, 2003.

____________, Esferas II: Globos, Madrid, Siruela, 2004.

Wallerstein, Immanuel, Análisis de sistemas-mundo, México, Siglo XXI Editores, 2005.

_________________, Conocer el mundo, saber el mundo, México, Siglo XXI Editores-UNAM-CIICH, 2007.

Williams, Trevor, Historia de la tecnología, volumen 4: desde 1900 hasta 1950 (I), México, Siglo XXI Editores, 1988.

 



[1] Sobre el estado general de Europa en la víspera del descubrimiento de América, véase Attali, Jacques, 1492, Barcelona, Plural, 1992; sobre las etapas del concepto de esfericidad en la mentalidad occidental, véase Sloterdijk, Peter, Esferas II: Globos, Madrid, Siruela, 2004.

[2] El teórico fundamental del sistema-mundo capitalista es, por supuesto, Immanuel Wallerstein; véase su Análisis de sistemas-mundo, México, Siglo XXI Editores, 2005: «El mundo en el que vivimos, el sistema-mundo moderno, tuvo sus orígenes en el siglo XVI. Este sistema-mundo estaba entonces localizado en sólo una parte del globo, principalmente en partes de Europa y de América. Con el tiempo, se expandió hasta abarcar todo el mundo. Es y ha sido siempre una economía-mundo. Es y ha sido siempre una economía-mundo capitalista», p. 40. Las cursivas están en el original.

[3] Esa historia renacentista y post renacentista del surgimiento a la vida del capitalismo es contada de manera fascinante por Fernand Braudel en La dinámica del capitalismo, México, Fondo de Cultura Económica, 1986.

[4] Confróntese, Sloterdijk, Peter, En el mundo interior del capital, Madrid, Siruela, 2005, p. 103.

[5] Ibid, p. 137.                                                                                                                                                                            

[6] Ibid, p. 105.

[7] Ibid, pp. 105-106.

[8] Ibid, pp. 137-138.

[9] Porter, Michael E., “La ventaja competitiva de las naciones”, en Harvard Business Review, Volumen 85, número 11, noviembre del 2007, página 72.

[10] Véase, Hitt, Black y Porter, Administración, México, Pearson Educación, 2006, p. 173.

[11] Immanuel Wallerstein hace un recuento del desarrollo de la universidad moderna cuyos vectores principales corren paralelos a las necesidades imperiales del mundo paneuropeo. Véase, Análisis de sistemas-mundo, ópera citada, especialmente el capítulo 1, “Orígenes históricos del análisis de sistemas-mundo: de las disciplinas de las ciencias sociales a las ciencias sociales históricas”.

[12] Sloterdijk, En el mundo interior del capital, óp. cit., p. 140.

[13] Ibid, p. 189.

[14] Ibid, p. 139.

[15] Véase Bell, Daniel, El advenimiento de la sociedad post-industrial, Madrid, Alianza, 2002: donde subraya que «La unión de ciencia, tecnología y técnicas económicas en los últimos años que se simboliza en la fase “investigación y desarrollo” (I. & D)» (p. 42) sólo se ha llevado a cabo de manera plena a partir el último tercio del siglo XX.

[16] Confróntese, Williams, Trevor, Historia de la tecnología, volumen 4: desde 1900 hasta 1950 (I), México, Siglo XXI Editores, 1988, p. 6.

[17] Un panorama detallado de las características de dicha red tecnológica puede verse en Linares, Jorge Enrique, Ética y mundo tecnológico, México, Fondo de Cultura Económica-UNAM, 2008; especialmente la segunda parte “Hacia una ética para el mundo tecnológico”.

[18] Véase, Wallerstein, Immanuel, Conocer el mundo, saber el mundo, México, Siglo XXI Editores-UNAM-CIICH, 2007, p. 95.

[19] Así lo destaca Peter Sloterdijk en su análisis especulativo filosófico de las condiciones antropogénicas prehistóricas en su obra En el mismo barco (Madrid, Siruela, 2008): «Lo que frívolamente denominamos prehistoria es, en realidad, un hiperdrama, que acontece en forma de exitosa sucesión de evoluciones del lujo. En las antiguas incubadoras de cría de las hordas se probaba suerte con los más sorprendentes experimentos biológicos sobre la forma humana. En ellas, y sólo en ellas, pudo el homo sapiens convertirse en el marginado biológico que —hoy más que nunca— parece que es», pp. 28-29.

[20] Sloterdijk, Peter, Esferas I: Burbujas, Madrid, Siruela, 2003, pp. 302-304.

lunes, 24 de octubre de 2011

Blade Runner, siempre Blade Runner


Cuando Ridley Scott filmó Blade-Runner, en 1982, la imaginería postmoderna nos había dado ya alcance de manera plena. La ciencia ficción clásica había muerto y con ella el discurso que la nutrió, vigorizándola hasta la aporía. Es decir, la firme creencia en la posibilidad de un futuro mejor, la convicción de que la humanidad observa un tránsito lineal y acumulativo hacia el progreso, la fe en la capacidad de aprendizaje de la especie. Todos estas actitudes colapsaron en el último cuarto del siglo veinte sobre los goznes chirriantes de sus endebles contenidos conceptuales. Exactamente lo contrario parecía ser lo verdadero. Degradación social inexorable, acumulación de males biológicos y tecnológicos, saltos cualitativos azarosos en la marcha temporal de la humanidad. El imperio del caos. La herrumbre y la corrupción. El triunfo de la estética cyberpunk.
La ciudad de Los Ángeles en el año 2019 es un zoológico urbano. En ese espacio vital de la decadencia y la explosión social se hacinan en sus calles multitudes poliétnicas, animales biomanufacturados y seres robóticos cuasi humanos. Al mismo tiempo, como un claro aviso de que el sistema social ha llegado a una etapa crepuscular, la megalópolis se halla bajo la lluvia pertinaz y las eternas brumas que sólo ocasionalmente dan paso a un sol poniente. En tanto que chimeneas de fuego en lo alto de numerosos edificios indican desde la deslumbrante toma inicial que la urbe es una bienvenida a los infiernos.

Llegada a la ciudad.



En efecto, el anuncio y el reclamo inaugural que tendrá el teniente Rick Deckard (Harrison Ford) para reincorporarse a sus actividades de detective y matón policiaco es que los demonios se han rebelado y han vuelto a su lugar de origen –la Tierra–. Cinco androides, conocidos como “replicantes”, se encuentran en la ciudad con fines aviesos. Sólo un ángel caído conocedor del terreno y el oficio habrá de poder encargarse de ellos; “retirarlos”, para usar el término oficial. Es entonces que comenzará a desarrollarse la trama de estructura de novela y cine noir, reelaborada en un entorno futurista y decadente.
Al despliegue inicial de la serie de los terrores propios del cyberpunk que la cotidianidad mundial parece ir cubriendo puntual e inevitablemente como son la hiperpolución, la completa perversión del ecosistema y el advenimiento probable de los ciber-fascismos, en su personalísima versión de Do the Androids Sleep with Electric Sheep?, quintaesencial novela del subgénero que el ya clásico autor Phillip K. Dick escribiera en 1968, Scott retomó como vértice de su cinta el tema de la usurpación divina en manos del hombre. La creación emulando al creador. Sin embargo, la parábola scottiana carece de discurso moralizante o grandilocuente –en el sentido teológico del término–. En cambio, remite al acontecimiento de la pérdida ilustrada de la divinidad y sus inquietantes consecuencias mundanas en un espacio estético postmoderno lleno de posibilidades biotecnológicas, como el representado en la trama.

La ciudad de Los Ángeles en Blade Runner.



De esta manera, los hijos rebeldes de la Corporación Tyrell, emporio de la creación ciber biológica mundial, vuelven a la Tierra desde su estadio de esclavitud en las colonias espaciales con el fin de exigir a su dador de vida más tiempo de supervivencia. Desencadenados en las acuosas y humeantes calles angelinas (la imperturbable niebla resalta el caracter a un tiempo de contenedor zoológico y de gruta infernal de la ciudad: vaho y humo: aliento y piedras ardientes), su sola presencia no es suficiente para perturbar el caótico y abigarrado orden social citadino, plenamente acostumbrado a la excentricidad. De manera que lo único que perturban es la tranquilidad del teniente Deckard, cuya misión cazadora comienza a revertírsele por etapas.
La lucha entre las criaturas –las unas clandestinas; la otra, representante de la ley y el orden– halla su primer momento bélicamente virtuoso cuando el agente blade-runner despedaza de dos disparos de su pistola de doble cañón la espalda y el sistema vital de Zora (Joanna Cassidy) a mitad del aparador de un centro comercial, tras una vertiginosa persecución por el aglomerado centro urbano. Scott subraya el dramatismo del momento con la secuencia de la caída de la androide en cámara lenta y los teclados y el saxo de Vangelis saturando la atmósfera. La muerte violenta de la humanoide es prácticamente igual de desoladora que la de cualquier humano en plenitud. Aquí cabe pensar que la utilización de la transparencia –ella lleva una chaqueta translúcida y muere a mitad de una caja de vidrio–, que contrasta sin equívocos con el escarlata de la sangre, remite a la pulcra naturaleza del acto: la lógica inevitable de la vida, y el pertinaz instinto asesino de nuestra especie, así sea contra sus propios engendros.


El rascacielos de la estación de policía.



En medio del fragor de su misión, Deckard da con Rachel (Sean Young), bella replicante que cree creer que es humana. Tras un primer encuentro que termina con la ruda advertencia que él le hace sobre su naturaleza pseudo humana, afirmando que los supuestos recuerdos que posee son meros implantes némicos de la sobrina del dueño de Tyrrell Corp., el encuentro erótico entre ellos sigue a un momentum determinante que la humaniza: Salva la vida del teniente cuando Leon (Brion James), amante de la recién retirada Zora, está a punto de, literalmente, sacarle los ojos en un sucio callejón a unos metros de los cristales rotos del mall. La dinámica del encuentro romántico entre ellos (en el departamento de un piso 92, a media luz, entre ocres y con la testaruda sombra giratoria de los molinos de energía de las azoteas circunvecinas) destaca el código y la paradoja de eso que llamamos amor. Por una parte, él le enseña a decir ‘te deseo’, ‘te amo’: el imperativo de la semántica amorosa perfectamente determinada y establecida por el código del amor pasional[1]. Por otra, y en esto Scott teje fino, el amor, para ser, deberá surgir de una inalcanzable pureza esencial; una virginidad que no es física, sino conceptual: desde un cerebro que no conoce dicho síndrome –biológico, químico, lingüístico–. La paradoja, por supuesto, es que ello habrá de verificarse exclusivamente en un ente que no sea humano; en la hermosa, fría e inquietante androide Rachel.
Cuando Roy (Rutger Hauer), el líder del grupo fugitivo, logra accceder al dormitorio mismo de Tyrell (Joseph Turkel), le reprocha su falta de voluntad y de pericia para otorgarle más vida y, con ella, posibilidades de ser en el mundo. Acto seguido, con la ambivalencia de la pena y la ira, lo mata con sus propias manos, hundiéndole los bulbos oculares y fracturando su cráneo. La creación da cuenta de su creador. Es decir, primero reafirma su ceguera –de hecho, Tyrell es miope; un dios miope– que no lo dejó ver la perfección de sus engendros. Después, le destroza la cabeza, eliminando materialmente su capacidad de razonar. Ahora sólo habrá lugar para un nuevo cerebro, si bien fatalmente condenado a una rápida extinción. El hijo ha matado al padre en un desesperado arrebato que en nada cambia su destino fatal; los dados fueron echados de antemano: matar a dios no vuelve inmortales a sus engendros.
Deckard quebrará con sus mini proyectiles el torso de una replicante más, Pris (Darryl Hannah); modelo de seducción o puta del espacio, amante de Roy, y enfrentará su destino dentro de un abandonado, herrumbroso y dañado edificio del centro de la ciudad que se cae a pedazos. El recinto es la sinécdoque de la urbe y la humanidad toda. Representación de la soledad, la decadencia y el olvido, coronado por el inexorable paso del tiempo simbolizado por la perenne rotación de las aspas de los molinos de energía de la azotea. Espacio arquitectónico, es decir vital, donde lo humano y lo humanoide medirán fuerzas para descubrir no quién conquistará ese espacio vacío, sino quién logrará malamente sobrevivir bajo la lluvia y la polución perpetuas; a la sombra del desencanto y la pérdida de sentido social.
Antihéroe por excelencia, el blade-runner es vencido de manera contundente por su adversario. Escenas en picado, medios planos, el agua incontenible, close-ups de los riachuelos que serpentean sobre las mohosas paredes de la construcción; aullidos y ululaciones de Roy, rebotando como el eco espeluznante de animales al acecho, énfasis en la velocidad de la lucha y la persecución, primeros planos del rostro de Deckard, la inevitable máscara del miedo. Al final, cuando el tiempo ha colapsado y Roy ya sólo tiene unos segundos en su programación vital, perdona la vida a Deckard, lanzando una última y enigmática salmodia sobre el sentido de la vida: no hay vida inútil, lo mismo humana, animal o artificial. Una paloma alza el vuelo en medio de la tormenta tras zafarse del puño inerte del androide. La vida abriéndose paso entre el caos y la desolación.
En el epílogo, Deckard va por Rachel quien se halla escondida en su departamento, puesto que sabe que otros blade-runners irán por ella. Se cierran las puertas del elevador y acaba el filme con un final abierto que aporta un retorcimiento más: El sargento Gaff (Edward James Olmos), chaperón y sombra imperceptible de Deckard, es quien al final decide que éste haga la jugada de “salvar” a su androide amante. Aficionado a la papiroflexia, deja al pie del elevador por el que la pareja comenzará su huida la figurilla de un unicornio. Deckard sueña con un unicornio al galope de manera recurrente. ¿Cómo sabe su chaperón el contenido de sus sueños? ¿Quizá porque conoce la programación mental del replicante Deckard?[2]
Ridley Scott filmó hace veinticinco años la primera película del siglo XXI. En ella plasmó las visiones de nuestra decadencia. Los temores fundados acerca de los caminos no virtuosos del desarrollo científico. La posibilidad de convertirnos en dioses salvajes. La incapacidad para diferenciar entre vida y pragma. La implosión del código amoroso. La certeza de que lo único que nos une es el desencanto. La probabilidad de que no podamos más resguardarnos de nosotros mismos en la inmensidad social. La profecía de un futuro posible, inevitable y devastado. Hoy, incluso más que hace dos décadas y media, su esmeralda cinematográfica es lenguaje vivo y significativo. Es decir, es un clásico en toda la extensión de la palabra.*

*Publiqué una versión ligeramente modificada de este texto en el suplemento Arena del diario Excélsior (México), en julio del 2002, con motivo de los primeros veinte años de Blade-Runner.



[1] Desarrollo esto con más detalle, siguiendo de cerca la sociología de Niklas Luhmann y tomando como punto de partida precisamente estos caracteres de Blade Runner, en “El amor a fin de siglo”, aparecido en Origina, número 72, febrero de 1999.
[2] Para más sobre el asunto, puede verse el artículo “Blade Runner riddle solved” del 9 de julio del 2000 en BBC On line (www.news.bbc.com.uk).