A mediados de los noventa, en el marco de un estudio
general sobre la perspectiva de la nación estadounidense una vez terminada su
hegemonía de bonanza y pax nuclear que,
de acuerdo con en el análisis, va del fin de la Segunda Guerra
Mundial al inicio de la desintegración del subimperio soviético en 1989,
escribió Immanuel Wallerstein su perspicaz interpretación de las consecuencias
de la primera Guerra del Golfo:
Estados Unidos demostró al mundo que era efectivamente la mayor potencia militar. Pero por primera vez desde 1945, obsérvese bien, tuvo que salir a demostrarlo, desafiado por un acto deliberado de provocación militar. Ganar en tales circunstancias ya es perder en parte. Porque si uno se atreve a desafiar, es posible que empiece a prepararse un segundo desafiador más cuidadoso. Hasta Joe Louis se cansó. (Después del liberalismo, Siglo XXI, México, p. 192.)
Penetrantes como son sus análisis todos, la
afirmación de Wallerstein se materializó, sin asomo de dudas, transmitida en
vivo y en directo urbi et orbi, un
lustro después de haber sido publicada. A partir de ese momento, de la caída
real y simbólica de las Twin Towers en Manhattan a manos de un bien organizado
grupo terrorista internacional de cuño musulmán radical, la potencia unipolar
ha tenido que vivir con eso. Con la espera angustiante del siguiente ataque,
del próximo paso de aquellos que se han planteado la destrucción o, por lo
menos, la merma considerable de su auto confianza como país. Desde ese trance
humanamente trágico y estratégicamente perfecto, los Estados Unidos de América
se han concebido en el umbral de la paradoja: la nación más poderosa de la
historia es al mismo tiempo la más frágil. Las mismas redes, sistemas,
vínculos, artefactos y leyes que la han hecho una súper potencia social,
económica y nuclear, producen los accesos a sus centros vitales en beneficio de
los planes destructivos de sus enemigos.
Acuarela representando a un terrorista |
Esta realidad, presente en tanto que problema de
Estado lo mismo en la dirigencia cupular del país que en la conciencia
colectiva de su ciudadanía, se hace patente en las autodescripciones propias
del sistema social, que van de los estudios académicos al entretenimiento,
pasando, claro está, por la literatura. En este contexto socio-histórico,
plenamente desarrollado a una década de los impactantes ataques
terroristas a la república imperial, surgió la vigésimo segunda novela de John
Updike.
Probado escritor de calidad, oriundo de Pennsylvania y fallecido en enero del 2009,
cultivador de una de las más añejas, espesas y bien logradas tradiciones
literarias de su país, el realismo costumbrista, ofreció en esta su última entrega una
obra que mezcla la crítica naturalista y el puro entretenimiento de buena
factura. Cosa que resulta por lo menos irónica, si hemos de recordar su postura
frente aquellos escritores que han seguido el camino del crossover en la literatura.
A la vuelta del milenio, con motivo de la reseña del
libro A man in full de Tom Wolfe para
la New York Review of Books, Updike afirmó que
dicha novela no era literatura sino simple entretenimiento. Por supuesto, la
afirmación no refería a una descripción objetiva del libro —aunque esa era la pretensión—, sino a un estado emocional del reseñista con
relación al reseñado. A una de tantas rencillas entre intelectuales de
renombre.
John Updike |
En el 2007, tras la aparición de Terrorista, justo lo mismo pudo decirse de la obra. Cosa que, por
cierto, no demerita sus virtudes. Narrada bajo los parámetros del realismo
impresionista, la novela es un bien logrado fresco sobre la acuciante
actualidad estadounidense. Ésta se halla en un acelerado proceso de transición
histórica ampliamente necesitada del esfuerzo imaginativo que la habrá de
llevar a buen término, una vez que el declive de la unilateralidad de la nación
haya iniciado su fase de cenit sostenido. (Esto no quiere decir, por supuesto,
que los Estados Unidos dejen de ser una potencia de primer nivel en el corto
plazo, sino sólo que no serán más la única con poder decisorio a nivel global.
Sobre esto ha insistido con detalle Wallerstein.)
Hasta este momento, la civilización norteamericana
se ha constituido como una manera de ser que, más que haber asimilado la bonanza
y la hegemonía indiscutible que ha gozado hasta hace muy poco, se ha volcado
sin freno sobre ellas, y ahora no sabe cómo lidiar con los primeros síntomas de
la antinómica corrosión que ha comenzado a afectarle:
Mi abuelo pensaba que el capitalismo estaba condenado —dice el personaje de Jack Levy, profesor, sherpa y ángel guardián del personaje principal—, destinado a ser cada vez más opresor hasta que el proletariado asaltara las barricadas y estableciera el paraíso de los obreros. Pero no ocurrió; o los capitalistas fueron demasiado listos o los proletarios demasiado tontos. Para seguir pisando terreno seguro, cambiaron la etiqueta “capitalismo” por la de “libre empresa”, pero el resultado fue el mismo sálvese quien pueda de siempre. Muchísimos perdedores y los ganadores haciéndose casi con todo. (p. 149.)
La punzante observación refleja el entorno vital que
se transforma en una creciente incomodidad emocional del personaje central,
Ahmad, un adolescente de último año de preparatoria convertido al Islam desde
los once años, quien se hace llamar Ahmad Ashmawy (por más que su apellido
legal sea el de su progenitora, Mulloy) en un forzado homenaje a su padre
egipcio quien lo abandonara a los tres años, dejándolo al cuidado exclusivo de
su madre, una norteamericana total de origen irlandés.
Estructurada como novela de iniciación, con el
clásico círculo de vida cotidiana, trastocamiento de la normalidad del héroe,
transformación y desenlace, accedemos así a la red de creencias, circunstancias
y decisiones que llevarán al joven musulmán al borde de cometer un nuevo acto
terrorista de dimensiones colosales en una de las arterias más febriles y pobladas
de Manhattan.
La escritura del novelista es puntual, dinámica y
efectista. Diestro paisajista, a través de sus descripciones, llenas de
plasticidad y en el linde del didactismo, erige un horizonte norteamericano
pleno de contrapuntos, contradicciones y desencanto generalizado, producto de
la última circunvolución del sistema capitalista global, cuyo resplandor es más
fuerte que nunca porque su implosión es ya inminente (por lo menos, de acuerdo con la audaz prospectiva de los
sociólogos contemporáneos más arriesgados, a la vanguardia de los cuales se
halla el citado Wallerstein). En este sentido, la literatura cumple una vez más
con una de sus más celebradas cualidades: ser una penetrante descripción
universal del mundo que la nutre y posibilita.
Conocedor tanto de la realidad de su país como de
las virtudes y carencias de las enseñanzas islámicas, Updike plantea la tensión
que produce el choque entre dos mundos abigarrados y antagónicos. Una cultura
milenaria que en sus momentos más recalcitrantes se yergue como poseedora de la
verdad absoluta y de la condena plena de todo aquello que le es ajeno, y una
cultura relativamente joven que en su momento creyó encarnar las más altas
virtudes de la evolución ilustrada del pensamiento occidental. A lo largo del
tiempo, este dúo civilizatorio se ha enfrentado numerosas veces sin resolución
pacífica para ninguno de los dos extremos. Pero la parte medular del asunto, el
núcleo de la tormenta que impide que la visión devenga maniquea, la constituye
la simbiosis crítica de uno y otro bando. A querer o no, cada uno es el
contrapeso del otro que en un mundo ideal mantendría la balanza en equilibrio. Cada
cual a su manera es el mejor y más necesario crítico del otro. Aunque, por
supuesto, los ataques llegan a ser tan ácidos y exacerbados que todo el tiempo
se encuentran al borde de la ignición y, por supuesto, de la violencia.
Así, como en las fórmulas de la lógica matemática en
las que se echa mano de los paréntesis, llaves y corchetes para esclarecer
cuáles son las variables libres afectadas por las conectivas y los símbolos de
negación, Updike pone entre corchetes —narrativamente hablando— los pensamientos
y apreciaciones de la sociedad estadounidense hechos a lo largo de la historia
por la penetrante mente analítica de Ahmad, dando a entender que su contenido es
pertinente y lleno de sentido. No así lo que está fuera de las claves críticas
de su pensamiento, es decir, la feroz ideología que engloba y determina sus
acciones. De esta manera, obtenemos una corrosiva colección de miradas sobre el
estado de cosas imperante en la “América” contemporánea (como gustan sus
habitantes de llamar a su propio país, excluyendo al resto de decenas de
naciones que caen bajo ese mismo título). Dos ejemplos:
[a] Infieles, creen que la seguridad está en la acumulación de objetos mundanos, en las distracciones corruptoras del televisor. Son esclavos de las imágenes, representaciones falsas de felicidad y opulencia. (p. 12.)[b] Miro a mi alrededor y veo esclavos: esclavos de las drogas, esclavos de las modas, esclavos de la televisión, esclavos de ídolos deportivos que ni siquiera saben que sus admiradores son seres humanos… (p. 83.)
El tráfico de Nueva Jersey |
Esta circunstancia narrativa determina la hechura
global de la novela y justifica lo que de otra manera sería un desenlace típico
de película hollywoodense con su consabido deus
ex machina y un tono moral edificante. Porque entonces nos damos cuenta de que
los tintes de intriga y acción que permean la historia toda son sólo el segundo
plano, la infratrama que sostiene una intención superior del autor: mostrar a
través de la ficcionalización de la dinámica del terror, real y psicológico,
que ha hecho presa a la nación norteamericana en lo que va del milenio, que el
orden de cosas establecido no puede sino producir las más exacerbadas
manifestaciones en su contra. Comprendemos que un imperio es colosal lo mismo
en su grandeza que en su miseria. Que cada vez más un creciente grupo de
personas —cientos de miles, millones— no puede sostener
la carga social, económica y cultural que le impone el funcionamiento ciego,
impersonal e indefectible de un sistema —el capitalismo desbocado— cruel como pocos en la historia universal. Que,
después de todo, Satanás fue creado en los Cielos y muy cerca del Padre.
*Terrorista de John Updike, Tusquets,
México, 2007, 330 pp.
Esta reseña apareció originalmente en el número 40 de Replicante.
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