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Revista Replicante

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domingo, 23 de octubre de 2011

El nuevo Prometeo


I
Al consolidarse la ciencia y la tecnología de la alta Modernidad, se sentaron las bases de lo que en el siglo XX, tras un acelerado ciclo evolutivo en los siglos XVIII y XIX, será conocido como el “mundo tecnológico”, que a decir del profesor e investigador mexicano Jorge Linares, posee las siguientes características: “el entorno en el que vivimos ahora es, por primera vez, un mundo tecnológico; ya no vivimos en definitiva dentro de la naturaleza, sino en una tecnoesfera rodeada de la biosfera. Este factum histórico es el resultado de la expansión del poder tecnológico y de los alcances extraordinarios del ser humano de acción”.[1]
Ese poder tecnológico que la Modernidad desencadenó ha sido motivo de diversos debates, horrores metafísicos, reflexiones intelectuales y preocupaciones filosóficas de la más variada especie; todas con el elemento común de ponernos en alerta sobre las insospechadas posibilidades que nuestras jóvenes habilidades científicas y tecnológicas pueden engendrar (jóvenes en el marco del tiempo de vida del hombre en la Tierra, se entiende). Dicha cualidad ha reavivado en la mente moderna y postmoderna las claves centrales del Mito de Prometeo.
El monstruo de Frankenstein, versión de 1931.
Platón, en su personalísima versión del Mito lo narra así: En los albores de los tiempos, los dioses decidieron hacer la naturaleza y todo lo que en ella se aloja. Zeus, el dios mayor, encargó a Epimeteo, dios menor, esta labor; y así se puso Epimeteo a dotar a todo cuanto existe en la naturaleza con sus cualidades conocidas: “Ahora bien, como Epimeteo no era del todo sabio, se le escapó que había acabado con todas las capacidades en los seres carentes de razón; pero le quedaba aún sin preparar la especie humana, y estaba en un apuro de qué hacer. Estando en apuros llega a él Prometeo para examinar el reparto, y ve a todos los demás seres vivos cuidadosamente provistos de todo, pero al hombre desnudo, sin zapatos, al descubierto y sin armas… Así pues, sin saber qué salvación podía encontrar para el hombre, Prometeo roba a Hefesto y a Atenea la sabiduría artesanal junto con el fuego, pues era imposible que sin el fuego esa sabiduría pudiera adquirirse o ser útil a alguien, y de tal suerte la regala al hombre. De ese modo, el hombre obtuvo la sabiduría para sobrevivir… y obtiene el bienestar de la vida, pero a Prometeo, lo alcanzó más tarde el castigo por el robo”[2].
En la tradición occidental, que ha interpretado el mito desde épocas remotas, se ha establecido que el fuego robado por Prometeo y devuelto a los hombres significa la sabiduría divina que llega a manos de los mortales; una esencia de vida y protección que estaba bajo el resguardo del gran dios y que es sustraída, en un acto de rebeldía, para ser otorgada a las más imperfecta de sus creaturas. La Modernidad vio prontamente el paralelismo entre el mito prometeico y las posibilidades que la ciencia y la tecnológica postcartesianas y postgalileanas traían consigo. 

Cryiocan, artilugio de la versión cinematográfica de Jurassic Park, 1993.

Así, en el cruce entre siglos de finales del XVIII y principios del XIX, las posibilidades de la ciencia y la tecnología comenzaron a resultar inquietantes. Había pasado sólo un cuarto de siglo del inicio de la Revolución Industrial en Inglaterra y su rápida expansión por el resto de Europa se había comprendido ya como irreversible. El sistema social experimentó modificaciones en cascada, muchas de las cuales no eran nada halagüeñas, como en su momento lo tematizó Karl Marx.
Al mismo tiempo, el entorno científico vivía una creciente fascinación por la vida; vida que, por cierto, comenzó a ser pensada más allá de un entramado caracterológico visible y taxonómico para dar paso a un concepto de organización biológica que enfatizaría no sólo las características visibles de los seres vivos, sino sus potencias ocultas, invisibles en primera instancia. El análisis de las “invisibilidades” de la vida dio pie a la imaginería que buscaba penetrar en sus secretos hasta llegar al acto de creación vital misma, por medio de estas fuerzas en principio ocultas al ojo no científico. En consecuencia, numerosos investigadores se sumergieron en las variaciones energéticas de la entonces recién descubierta fuerza eléctrica y no tardaron en descubrir que buena parte de la energía biológica era energía eléctrica. Lo que a nuestros ojos postmodernos puede parecernos incomprensión de la verdadera manera de actuar de la realidad natural, en aquel tiempo era considerada una posibilidad de lo más real: generar vida orgánica por medio de la electricidad. O, por lo menos, reavivar lo orgánico fenecido por medio de ondas eléctricas. Parte del pensamiento teórico-experimental de finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, se halló inmiscuido en este oscuro, profundo y añejo anhelo del hombre: ocupar el lugar del meta-alfarero del Génesis (Sloterdijk). Se pensó que los elementos para lograrlo ya estaban presentes y que sólo cabría ponerlos en el orden correcto para echar a andar el máximo mecanismo que el ser humano puede concebir: dar vida por medios extra naturales, es decir, tecnológicos...
O bien, en mi página de ISSU:
El nuevo Prometeo ISSU


[1] Véase su obra, Ética y mundo tecnológico, México, UNAM-FCE, 2008, p. 366.
[2] Confróntese, Protágoras, México, UNAM, 1994, 321c-d.

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