En su rapsódica y vehemente ópera prima, El nacimiento de la tragedia, el joven
Nietzsche estableció de manera contundente una de las líneas de batalla de la
totalidad de su discurso híper crítico: lamentar y condenar el tesón socrático
para encumbrar a la razón como la característica no sólo sine qua non, sino la primordial y omniabarcadora de la raza
humana. De acuerdo con Nietzsche, la impronta socrática cerró para siempre la
posibilidad de pensar de manera diversa al hombre; como un ser paradójico,
vinculado inextricablemente a sus pasiones, tendiente a dejarse llevar por los
instintos, siempre en el límite de la sinrazón como parte constitutiva de su
naturaleza.
Esta visión holística y aporética del ser humano, sólo
ocurrió en la Grecia arcaica, en los inicios de la tragedia, que codificaba
esta comprensión esférica del ser humano; la tragedia original poseía un fuerte
elemento dionisiaco. Por medio de la intervención coral, en la que se
transmitían las consecuencias pasionales expuestas de manera dramática, la
tragedia primordial representaba la aceptación que la Grecia presocrática hacía
del componente desenfrenado del hombre. Razón y sinrazón coexistían como componentes
irreductibles de la mente y la conducta humanas. Asimismo ocurría en las
fiestas dionisiacas, en las que la sensualidad abierta y ritual, con su
afirmación del desenfreno pasional, del olvido de la razón, confirmaba y
apreciaba al otro lado de la razón, inherente a nuestra especie. Pero la
tragedia griega pereció de golpe, sin resolución natural de su ciclo vital: “Con la muerte de la
tragedia griega surgió un vacío enorme, que por todas partes fue sentido profundamente...”, afirmó el filósofo alemán.
La tragedia antigua terminó con el encumbramiento de
la filosofía de Sócrates, primero debido a su propia influencia sobre el último
gran escritor de tragedias, Eurípides, con el que el género penó hasta su
propia reducción al absurdo; y después, ya como legado a la posteridad, a
través de la magna obra de su discípulo Platón, “el divino Platón”, como
siempre lo llamó con sarcasmo Friedrich Nietzsche. Ello significó, de acuerdo
con el pensador alemán, el inicio de la desgracia de la civilización
occidental. La crítica socrática a la tragedia antigua desembocó en “expulsar
de la tragedia aquel elemento dionisiaco originario y omnipotente y
reconstruirla puramente sobre un arte, una moral y una consideración del mundo
no dionisiacos”. La cancelación de lo dionisiaco generó, a través de los siglos
del desarrollo civilizatorio europeo, un profundo desconocimiento de la vida y
la latencia de los desenfrenos irracionales. Dicha ignorancia se agudizó con el
advenimiento del cristianismo y su rechazo sustancial de lo corporal. Desembocó
al cabo en condena y represión. Podría incluso decirse que la historia del
mundo occidental cristiano (es decir, de las primeras comunidades cristianas a
la actualidad), es la historia de los mecanismos de control, sometimiento y
castigo de los elementos dionisiacos de la humanidad. Algo que el insigne
seguidor de Nietzsche en la segunda mitad del siglo XX, Michel Foucault,
trabajó amplio y extenso a lo largo de su obra filosófica.
Con estas disquisiciones sobre el modo de ser de la
civilización occidental como trasfondo, quiero ahora tomar la nefanda figura
del asesino y velocista sudafricano, Oscar Pistorius, como una sinécdoque
viviente de los resultados anómalos del modo de ser de nuestra civilización. No
me concentraré en él como individuo. En los fuertes indicios de una
personalidad atroz, a todas luces deformada por los avatares de una infancia
marcada por la dureza de su discapacidad física, las pérdidas familiares, la
consciencia de ser bello a medias en un mundo que exige serlo al ciento por
cien, etcétera. En el desenfreno percibido como ilimitado debido al estrellato
instantáneo, a la fabricación de un símbolo nacional con bases reales (su
capacidad atlética) e irreales (la machacona repetición de ídolos de papel del telenacionalismo
mundial, en este caso sudafricano); y la fantasía concomitante a eso: creer que
se está por encima de la república y sus habitantes.
Reeva Steenkamp (1983-2013). |
Tampoco revisaré los detalles que se han hecho
públicos sobre el asesinato en sí. La probabilísima pelea por celos, la huida
de la víctima al baño de la residencia del velocista, la intentona de este para
echar abajo la puerta con un bate de cricket, la balacera a mansalva, a
bocajarro, con alevosía, a sangre fría al cabo. En palabras de Hilton Botha, el
detective que tomó la escena del crimen aquella madrugada de San Valentín,
entrevistado por Mark Seal para su reportaje sobre el caso en Vanity Fair, “The shooting star and the
model” (junio del 2013): “There is no way anything else could happened. It
was just them in the house. There was not forced entry. The only place there
could have been entrance was the open bathroom window, and we did everything we
could if anyone went throught it, and it was impossible. So I thought it was an
open and close case. He shot her —that's it. I was convinced that it was a
murder...”. Y sobre la absurda historia
de que Pistorius confundió a su novia, Reeva Steenkamp, con un ladrón nocturno,
propia del criminal que a toda costa intenta salirse con la suya, el detective
es rotundo: “It can't be. It's imposible”.
En cambio, quiero utilizar a Pistorius como un
símbolo, como la unión esencial de una serie de motivos de la Modernidad que
convergen en su persona. El primero y más evidente es el encumbramiento de la
tecnología como parte indisociable de la vida de las personas. La
artefactualidad de los seres humanos sigue una ruta abierta que, por momentos,
parece incluso interminable. Si ya desde la primera vacuna que recibimos al
poco de haber visto la luz, somos parcialmente artefactuales, cuanto más una
persona que no sólo solventó una discapacidad de origen médico, sino que la
superó hasta convertirla en una ventaja competitiva biomecánica. Todos los que
lo vimos competir en los Juegos Olímpicos y Paralímpicos, fuimos conscientes de
que representaba el incipiente esplendor de una nueva era del mundo, en la que
el advenimiento del cyborg está a muy
poco de cumplirse.
Pistorius representa, entonces, la era tecnológica del
actual momento de nuestra civilización, que hemos dado en llamar postmoderno.
Extravagante y desregulado, es un periodo anómalo en el que, básicamente, la
Modernidad ha cesado de perpetuar los valores humanistas con los que sustituyó al
antiguo cristianismo para dedicarse a ahondar en dos de sus más acabados
desarrollos: el armamentismo y la tecnología. Ambos impregnan la vida,
constituyéndose, incluso, en la vida misma. Pero por más que la tecnología
dispense una vida plena de antinaturalidad y confort (el uso filosófico de
ambos términos es de Sloterdijk), nada ha podido hacer contra nuestro natural
estado de violencia, tanto individual como colectiva. De ahí el desarrollo
masivo, demencial, de la industria de las armas. Las armas son el recordatorio permanente de una parte sustancial
de nuestra naturaleza: la disposición a aniquilar a los otros seres vivos, y a
nosotros mismos en primera instancia.
Pistorius: gloria efímera. |
Si la Modernidad clásica soñó con que la tecnología
haría del mundo un lugar pleno de bondades dirigidas a las mayorías y
administradas con sabiduría, la realidad histórica demostró que justo lo
contrario era lo verdadero: los usos tecnológicos siguen el devenir
estratificado del acceso a los bienes de consumo, y la administración de los más
destacados desarrollos de la inventiva tecnocientífica está en pocas y, en
ocasiones, dudosas manos, como ha sido el caso con el armamento nuclear y el
armamento convencional (aunque no sólo eso, sino también, por ejemplo, los
medicamentos de punta, la experimentación genética, la artefactualidad
industrial, la exploración espacial, etcétera). El mundo tecnológico (que los
estudiosos contemporáneos llaman tecnocientífico, por la indisociabilidad de la
ciencia al servicio de la tecnología), con su miríada de productos, cadenas de
productos y redes de funcionalidad, es una malla que se superpone a la vida
práctica del ser humano, pero que ha dejado intactos los vicios de nuestra inacabada
evolución animal; contra ellos, nada han podido las armas de fisión nuclear y las
telecomunicaciones instantáneas.
Por eso, la imagen del acaudalado velocista en
prótesis, atractivo de las rodillas para arriba, armado y encarnizándose contra
una bella e indefensa mujer, es la imagen viva de la época moderna y
postmoderna: la producción incesante de valor económico y tecnología
sobrepuesta a nuestra connatural sinrazón. Porque todavía no hay prótesis
intracraneales (y sólo contamos con una pléyade de drogas adormecedoras), el
proto cyborg y el cyborg contemporáneos, sólo serán lo que
siempre hemos sido: violentos primates con lenguaje y manos prensiles.
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