Cuando Ridley Scott
filmó Blade-Runner, en 1982, la
imaginería postmoderna nos había dado ya alcance de manera plena. La ciencia
ficción clásica había muerto y con ella el discurso que la nutrió, vigorizándola
hasta la aporía. Es decir, la firme creencia en la posibilidad de un futuro
mejor, la convicción de que la humanidad observa un tránsito lineal y
acumulativo hacia el progreso, la fe en la capacidad de aprendizaje de la
especie. Todos estas actitudes colapsaron en el último cuarto del siglo veinte
sobre los goznes chirriantes de sus endebles contenidos conceptuales.
Exactamente lo contrario parecía ser lo verdadero. Degradación social
inexorable, acumulación de males biológicos y tecnológicos, saltos cualitativos
azarosos en la marcha temporal de la humanidad. El imperio del caos. La
herrumbre y la corrupción. El triunfo de la estética cyberpunk.
La ciudad de Los Ángeles en el año 2019 es un zoológico
urbano. En ese espacio vital de la decadencia y la explosión social se hacinan
en sus calles multitudes poliétnicas, animales biomanufacturados y seres
robóticos cuasi humanos. Al mismo tiempo, como un claro aviso de que el sistema
social ha llegado a una etapa crepuscular, la megalópolis se halla bajo la
lluvia pertinaz y las eternas brumas que sólo ocasionalmente dan paso a un sol
poniente. En tanto que chimeneas de fuego en lo alto de numerosos edificios
indican desde la deslumbrante toma inicial que la urbe es una bienvenida a los
infiernos.
Llegada a la ciudad. |
En efecto, el anuncio y el reclamo inaugural que tendrá el teniente Rick Deckard (Harrison Ford) para reincorporarse a sus actividades de detective y matón policiaco es que los demonios se han rebelado y han vuelto a su lugar de origen –la Tierra–. Cinco androides, conocidos como “replicantes”, se encuentran en la ciudad con fines aviesos. Sólo un ángel caído conocedor del terreno y el oficio habrá de poder encargarse de ellos; “retirarlos”, para usar el término oficial. Es entonces que comenzará a desarrollarse la trama de estructura de novela y cine noir, reelaborada en un entorno futurista y decadente.
Al despliegue
inicial de la serie de los terrores propios del cyberpunk que la cotidianidad mundial parece ir cubriendo puntual e
inevitablemente como son la hiperpolución, la completa perversión del
ecosistema y el advenimiento probable de los ciber-fascismos, en su
personalísima versión de Do the Androids
Sleep with Electric Sheep?, quintaesencial novela del subgénero que el ya
clásico autor Phillip K. Dick escribiera en 1968, Scott retomó como vértice de
su cinta el tema de la usurpación divina en manos del hombre. La creación
emulando al creador. Sin embargo, la parábola scottiana carece de discurso
moralizante o grandilocuente –en el sentido teológico del término–. En cambio,
remite al acontecimiento de la pérdida ilustrada de la divinidad y sus
inquietantes consecuencias mundanas en un espacio estético postmoderno lleno de
posibilidades biotecnológicas, como el representado en la trama.
La ciudad de Los Ángeles en Blade Runner. |
De esta manera, los hijos rebeldes de la Corporación Tyrell, emporio de la creación ciber biológica mundial, vuelven a la Tierra desde su estadio de esclavitud en las colonias espaciales con el fin de exigir a su dador de vida más tiempo de supervivencia. Desencadenados en las acuosas y humeantes calles angelinas (la imperturbable niebla resalta el caracter a un tiempo de contenedor zoológico y de gruta infernal de la ciudad: vaho y humo: aliento y piedras ardientes), su sola presencia no es suficiente para perturbar el caótico y abigarrado orden social citadino, plenamente acostumbrado a la excentricidad. De manera que lo único que perturban es la tranquilidad del teniente Deckard, cuya misión cazadora comienza a revertírsele por etapas.
La lucha entre las
criaturas –las unas clandestinas; la otra, representante de la ley y el orden–
halla su primer momento bélicamente virtuoso cuando el agente blade-runner despedaza de dos disparos
de su pistola de doble cañón la espalda y el sistema vital de Zora (Joanna
Cassidy) a mitad del aparador de un centro comercial, tras una vertiginosa
persecución por el aglomerado centro urbano. Scott subraya el dramatismo del
momento con la secuencia de la caída de la androide en cámara lenta y los
teclados y el saxo de Vangelis saturando la atmósfera. La muerte violenta de la
humanoide es prácticamente igual de desoladora que la de cualquier humano en
plenitud. Aquí cabe pensar que la utilización de la transparencia –ella lleva
una chaqueta translúcida y muere a mitad de una caja de vidrio–, que contrasta
sin equívocos con el escarlata de la sangre, remite a la pulcra naturaleza del
acto: la lógica inevitable de la vida, y el pertinaz instinto asesino de
nuestra especie, así sea contra sus propios engendros.
El rascacielos de la estación de policía. |
En medio del fragor
de su misión, Deckard da con Rachel (Sean Young), bella replicante que cree
creer que es humana. Tras un primer encuentro que termina con la ruda
advertencia que él le hace sobre su naturaleza pseudo humana, afirmando que los
supuestos recuerdos que posee son meros implantes némicos de la sobrina del
dueño de Tyrrell Corp., el encuentro erótico entre ellos sigue a un momentum determinante que la humaniza:
Salva la vida del teniente cuando Leon (Brion James), amante de la recién
retirada Zora, está a punto de, literalmente, sacarle los ojos en un sucio
callejón a unos metros de los cristales rotos del mall. La dinámica del encuentro romántico entre ellos (en el
departamento de un piso 92, a
media luz, entre ocres y con la testaruda sombra giratoria de los molinos de
energía de las azoteas circunvecinas) destaca el código y la paradoja de eso
que llamamos amor. Por una parte, él le enseña a decir ‘te deseo’, ‘te amo’: el
imperativo de la semántica amorosa perfectamente determinada y establecida por
el código del amor pasional[1]. Por otra, y en
esto Scott teje fino, el amor, para ser, deberá surgir de una inalcanzable
pureza esencial; una virginidad que no es física, sino conceptual: desde un
cerebro que no conoce dicho síndrome –biológico, químico, lingüístico–. La
paradoja, por supuesto, es que ello habrá de verificarse exclusivamente en un
ente que no sea humano; en la hermosa, fría e inquietante androide Rachel.
Cuando Roy (Rutger
Hauer), el líder del grupo fugitivo, logra accceder al dormitorio mismo de
Tyrell (Joseph Turkel), le reprocha su falta de voluntad y de pericia para
otorgarle más vida y, con ella, posibilidades de ser en el mundo. Acto seguido,
con la ambivalencia de la pena y la ira, lo mata con sus propias manos,
hundiéndole los bulbos oculares y fracturando su cráneo. La creación da cuenta
de su creador. Es decir, primero reafirma su ceguera –de hecho, Tyrell es
miope; un dios miope– que no lo dejó
ver la perfección de sus engendros. Después, le destroza la cabeza, eliminando
materialmente su capacidad de razonar. Ahora sólo habrá lugar para un nuevo
cerebro, si bien fatalmente condenado a una rápida extinción. El hijo ha matado
al padre en un desesperado arrebato que en nada cambia su destino fatal; los
dados fueron echados de antemano: matar a dios no vuelve inmortales a sus
engendros.
Deckard quebrará con
sus mini proyectiles el torso de una replicante más, Pris (Darryl Hannah);
modelo de seducción o puta del espacio, amante de Roy, y enfrentará su destino
dentro de un abandonado, herrumbroso y dañado edificio del centro de la ciudad
que se cae a pedazos. El recinto es la sinécdoque de la urbe y la humanidad
toda. Representación de la soledad, la decadencia y el olvido, coronado por el
inexorable paso del tiempo simbolizado por la perenne rotación de las aspas de
los molinos de energía de la azotea. Espacio arquitectónico, es decir vital,
donde lo humano y lo humanoide medirán fuerzas para descubrir no quién
conquistará ese espacio vacío, sino quién logrará malamente sobrevivir bajo la
lluvia y la polución perpetuas; a la sombra del desencanto y la pérdida de
sentido social.
Antihéroe por
excelencia, el blade-runner es
vencido de manera contundente por su adversario. Escenas en picado, medios
planos, el agua incontenible, close-ups
de los riachuelos que serpentean sobre las mohosas paredes de la construcción;
aullidos y ululaciones de Roy, rebotando como el eco espeluznante de animales
al acecho, énfasis en la velocidad de la lucha y la persecución, primeros
planos del rostro de Deckard, la inevitable máscara del miedo. Al final, cuando
el tiempo ha colapsado y Roy ya sólo tiene unos segundos en su programación
vital, perdona la vida a Deckard, lanzando una última y enigmática salmodia
sobre el sentido de la vida: no hay vida inútil, lo mismo humana, animal o
artificial. Una paloma alza el vuelo en medio de la tormenta tras zafarse del
puño inerte del androide. La vida abriéndose paso entre el caos y la
desolación.
En el epílogo,
Deckard va por Rachel quien se halla escondida en su departamento, puesto que
sabe que otros blade-runners irán por
ella. Se cierran las puertas del elevador y acaba el filme con un final abierto
que aporta un retorcimiento más: El sargento Gaff (Edward James Olmos),
chaperón y sombra imperceptible de Deckard, es quien al final decide que éste
haga la jugada de “salvar” a su androide amante. Aficionado a la papiroflexia,
deja al pie del elevador por el que la pareja comenzará su huida la figurilla
de un unicornio. Deckard sueña con un unicornio al galope de manera recurrente.
¿Cómo sabe su chaperón el contenido de sus sueños? ¿Quizá porque conoce la programación mental del replicante
Deckard?[2]
Ridley Scott filmó
hace veinticinco años la primera película del siglo XXI. En ella plasmó las
visiones de nuestra decadencia. Los temores fundados acerca de los caminos no
virtuosos del desarrollo científico. La posibilidad de convertirnos en dioses
salvajes. La incapacidad para diferenciar entre vida y pragma. La implosión del código amoroso. La certeza de que lo único
que nos une es el desencanto. La probabilidad de que no podamos más
resguardarnos de nosotros mismos en la inmensidad social. La profecía de un futuro
posible, inevitable y devastado. Hoy, incluso más que hace dos décadas y media,
su esmeralda cinematográfica es lenguaje vivo y significativo. Es decir, es un
clásico en toda la extensión de la palabra.*
*Publiqué una versión ligeramente modificada de este texto en el
suplemento Arena del diario Excélsior (México), en julio del 2002, con
motivo de los primeros veinte años de Blade-Runner.
[1] Desarrollo esto con más detalle, siguiendo de
cerca la sociología de Niklas Luhmann y tomando como punto de partida
precisamente estos caracteres de Blade
Runner, en “El amor a fin de siglo”, aparecido en Origina, número 72, febrero de 1999.
[2] Para más sobre el asunto, puede verse el artículo
“Blade Runner riddle solved” del 9 de julio del 2000 en BBC On line (www.news.bbc.com.uk).
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