Celtic Frost, banda quintaesencial en la
generación de uno de los movimientos más extraordinarios, radicales y
recalcitrantes de la historia del rock: el heavy metal underground, ejecutó un
regreso monumental en el 2006.
Nombre indeleble del metal, originarios
de la improbable Suiza (que al género sólo había ofrecido a Krokus, cruza del
blues metalizado de AC/DC con los spandex neón de Mötley Crue), en una era que
el rock llegó a su punto de ebullición produciendo una fisura paradigmática con
el mainstream. El inicio de los
ochenta del siglo pasado vio nacer a los pilares del metal más drástico:
Metallica y Slayer en Norteamérica; Sepultura en Sudamérica y Celtic Frost en
Europa.
De acuerdo con sus propias palabras
(entrevista para la revista Metal Maniacs,
agosto del 2006), la intención inicial fue hacer un rock duro, radical y
extremo, completamente diferente a lo que en la época pasaba por tal —el Happy
Metal de Van Halen; el Hard Pop de Def Leppard, o las Power Ballads de
Scorpions—.
La alternativa fue el ruido y la crudeza.
Todavía sin alcanzar la perfección técnica, los demos (asequibles en el Bootleg
Demos ’84 & ’85) que anteceden a
su álbum debut, Morbid Tales,
decantan el espíritu subterráneo de la juventud occidental de entonces;
impregnado por lo que yo llamo el arquetipo de la bestia salvaje, cuyos
instintos primarios puestos al rojo vivo esperan el menor movimiento para
desatarse más allá de las barreras convencionales de la racionalidad
occidental. Rugido feroz contra la reducción al absurdo de dicha forma de vida
y pensamiento: la globalización del lo kitsch.
Porque el grueso de la civilización
occidental llegó a un grado de cursilería omnipresente cuyos reflejos más
destellantes emergieron prístinamente en las grandes manifestaciones mediáticas
populares, como la televisión, los libros, la religión posmoderna y la música.
Era de la banalidad y el acartonamiento televisivo; de la explosión de los
libros de autoayuda y las revistas del corazón; de la metafísica de súper y la
religiosidad utilitaria, y del analfabetismo funcional en la lírica de las
canciones, aderezado con una aberrante ñoñería en los beats del pop radiofónico. Todo ello sustentado en la extrema
hipocresía que trasvasa nuestro lado del mundo.
Un entorno así no pudo más que engendrar
su antípoda. Atosigó a la fiera hasta hartarla y liberarla, llegando a su
máxima expresión en la cristalización del irredento black metal noruego de
principios de los noventa, con sus historias truculentas de adicciones, quemas
de iglesias, golpizas y asesinatos.
Satan I de H. R. Giger |
Celtic Frost estuvo en el centro
generador de todo esto. Trayendo desde lo profundo del alma europea la odisea
simbiótica del bien y del mal, a través de un filoso giro musical —rudo,
pulcro, inteligente—, cimentó la estructura de la mayoría del black y el thrash
metal posterior. Al mismo tiempo, su obra fue exclusiva. Intelectualizada y
experimental, al punto de gozar del obsequio de la obra Satan I, de H.R. Giger para la portada del To Mega Therion (Noise Records, 1985), obra maestra del género, y
llevar el impulso innovador hasta el chispazo avant-garde de Into the
Pandemonium (Noise, 1987), álbum creador de uno de los subgéneros más
socorridos y aclamados de los últimos diez años: el heavy metal sinfónico.
Después, los ochenta los arrollaron. El
pelo atestado de spray, un maquillaje más cercano al travestismo de Poison que
a su patentado, contundente y original proto corpse paint de los años Gigerianos, y un álbum que no fue ni glam,
ni thrash, ni black, ni pop, ni nada más que un duro tropezón en su carrera: Cold Lake (Roadrunner, 1989). Los héroes
también se cansan, y tras una intentona de volver a la forma metálica que les
dio fama y respeto, con el disco Vanity/Nemesis
(Roadrunner, 1990), el proyecto se extinguió durante trece años.
Pero la faz del rock en general, y del
metal en particular, ya había cambiado para siempre. Junto con los “Cuatro
jinetes del Apocalipsis” en Estados Unidos, la banda suiza resignificó y
redimensionó la razón de ser de dicha clase de música. Su ebullición
subterránea en los noventa y la nueva ola global de nuestros días, los toman
como fundadores y pilares sin los cuales no existiría todo lo demás.
Este entorno contemporáneo ve resurgir
con estruendo al metal —que ha vuelto a los escenarios masivos y a la atención
de los mass media especializados del
mundo entero—, propiciando o la consagración, o la consolidación, o el retorno
de los grandes ejecutantes de antaño. Resucitó entonces, hacia la mitad de la
pasada década, el proyecto Celtic Frost. (Portentosa llamarada que ha vuelto a
apagarse de manera indefinida.) Fieles a su estilo pesado, lento, saturado y
preciosista, su vuelta al estudio y a los escenarios fue un prodigio del rock
subterráneo.
Tanto en su regreso de hace un lustro
como en su primer gran momento, mostraron lo que ya Black Sabbath enseñó en su
momento: que el heavy metal puede ser lento; sin duda, con los oriundos de
Birmingham, echan tierra las raíces del doom. Debido a esa lentitud, logran
atmósferas lúgubres y agobiantes; notas de guitarra eléctrica sostenidas que
escurren en largas notas graves acompañadas de una batería profunda y
estruendosa, que lo mismo prodiga una metralla de tambores que efectistas
destiempos.
En Monotheist,
la ejecución no da concesiones. Es una pared de ruido apuntalada con los
distorsionadores de guitarra y la voz de Martin Eric Ain potente y agresiva. Contra
tempos de marcación y efectos en off que subrayan la semántica de la lírica.
En los momentos clave del disco, la
interpretación es el sentido y el sentido se hace uno con la música. La base
rítmica salvaje y las pinceladas atonales en el guitarreo se funden con la
vocalización para crear una masa de pesadez que trasmite pulcramente las
contundentes reflexiones de la dupla creativa de Celtic Frost.
Asimismo, repasan y construyen sobre un
elemento que les diera fama y renombre hace veinte años: el avant garde. Desde la precisa
utilización del distorsionador de voz para generar efectos de siseo, encierro y
desesperación, hasta la incorporación de cuadros corales femeninos de corte
operístico, al más puro estilo del hoy tan celebrado metal sinfónico, así como
la integración, para lograr ciertos matices, del clásico sonido nü metal que ha
dominado la escena comercial en los últimos quince años.
Gira 2006 |
La
publicidad que precedió al lanzamiento del disco prometía una nueva pieza de
teosofía. Llevando a uno de los puntos más elevados una de las preocupaciones y
obsesiones perennes del heavy metal de verdad, Tom Gabriel Fisher y Martin Eric
Ain dedican la entrega a explorar la relación del hombre (en sus palabras, “la
criatura más maligna del universo”, entrevista para Metal Maniacs, Agosto del 2006) con Dios.
Dice Cormac McCarthy en En la frontera (Debate, 1999) que somos
lo que creemos de Dios. Nos opongamos a él en sus propios términos (satanismo),
neguemos su existencia (ateísmo), intentemos demostrar la imposibilidad de
concebirlo (cientificismo), o nos entreguemos sin más a su leyenda
(religiosidad en todas sus formas), es nuestro horizonte y nuestra demarcación.
Su presencia es inevitable e inagotable. Explorarlo es conocer nuestra propia
esencia.
“Progeny”, el primer track del álbum,
establece la premisa central. Si los seres humanos estamos hechos a su imagen y
semejanza, entonces ese dios es una maldición: “If I am you, no life is sacred
in my hands/If I am you, I am the faith to end all faith/I am a throne made of
dust”.
“Ground” machaca la frase que representa
el que seguramente es el momento más vibrante y avasallador del Nuevo
Testamento: cuando Cristo, con toda su humanidad expuesta, herida, sangrante y
en agonía, se da cuenta de que Dios no existe: Justo antes de que el cielo de
Jerusalén se cerrara y retumbaran cien relámpagos, antes de morir para siempre,
grita al cielo vasto y vacío: “¡Oh Dios, por qué me has desamparado!” (Mateo
46:5). Trepidate conclusión a la que igualmente llegará, tarde o temprano, la
humanidad toda. La demostración le será dada por su propia naturaleza: al final
del camino sólo la nada muestra sus fauces.
Aunque quizá sí exista una chispa de
divinidad en la humanidad: aquella de un dios moribundo que en lugar de
pudrirse en el tiempo se convierte en hombre (“A dying God Coming into Human
Flesh”): “And I am dying in this living human shell/I am a dying God/Frozen my
Heart/Frozen my soul/I am a dying God, coming into human flesh”.
La obra toda construye líricamente un
mundo de desesperanza. Producto, como somos, de una matriz pedestre, forjada en
miles de milenios de azar cósmico, hemos intentado erigir una realidad
fantasiosa y fantasmagórica en la que nuestro ser adquiere sentido y forma.
Pero nuestra metafísica sólo revela nuestro reflejo. Sepultado bajo sedimentos
milenarios de mitos, ritos y leyendas, nos aferramos al pensamiento de que éste
no nos duplica, sino que nos sublima. Doble distorsión: ni nos sublima ni nos
duplica: nos pone de revés.
Monotheist de Celtic Frost |
Ese dios, plagado de sangre y fuego, se
funde al final con su opuesto, volviéndose indistinguibles. La unión de los
supuestos opuestos verá su síntesis verdadera: Satanás y Dios son un solo ser;
uno solo, grandilocuente, mezquino y mortal. Señor de la Tierra, condenado a
desaparecer alguna vez en un parpadeo para heredarla a nuevos semidioses. Miope
y decadente, creyéndose divino pero irremediablemente condenado a la
putrefacción, el polvo y los gusanos: El hombre: “Tryptich: Tottengott”: “I
have never heard his voice nor have I ever seen his form/ Yet still he casts
his dark shadow on the Light of my beign/Wraith of inner sanctum/Apparition of
amorphousness/Solemnity of my disembodiment/Death-Decay/Creator of
corpses/Principle of annihilation/Secret of negativity/Unspeakable
silence/Despairing monologue”.
Monólogo desesperado. Eso y no otra cosa
han sido los miles de tratados, prácticas y plegarias en busca de la Divinidad
desde que la humanidad ha existido. Porque en el fondo de nuestra alma sabemos
que no hay más dios que nosotros mismos, y el atisbo de su rostro es la faz de
una bestia al mismo tiempo sangrienta y sublime; chispa cósmica tan luminosa
como fútil, predestinada a su propia destrucción.
•Celtic Frost, Monotheist,
Century Media, 2006. Producido por Tom Gabriel Fisher y Peter
Tägtgren.
*Reseña
publicada en Replicante 12, Verano
del 2007.
1 comentario:
Brillante texto sobre Celtic Frost, Manuel. Me hace pensar que en mi ensayo sobre El mal en el rock y el metal, éste es uno de los grandes ausentes. Será la próxima. Un saludazo.
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