Powered By Blogger

Revista Replicante

  • https://revistareplicante.com/

lunes, 12 de diciembre de 2011

La Virgen de Guadalupe y el arquetipo de la madre



La víspera del día de la Virgen de Guadalupe, cientos de miles de fieles llegan a la Basílica de la Villa en el norte de la Ciudad de México. En el transcurso de las horas subsecuentes, las masas aglutinadas en torno al recinto religioso, concebido por el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez en clave modernista, suman millones, saturando la sede de adoración, la explanada en torno suyo, las calles y avenidas aledañas y buena parte de la ciudad al fin. Provenientes de todos los estados de la República, del resto de Latinoamérica, de Estados Unidos, incluso de Europa, los peregrinos muestran un fervor peculiar, profundo, convencido, que en no pocas ocasiones se vuelve exagerado e insensato. Los sangrantes, los arrodillados andantes, los abstraídos en sus plegarias, los extáticos en rituales con fuertes componentes sincréticos, los concentrados en pedir milagros, los llorosos de alegría convencidos de que su milagro ya les ha sido concedido, los que prometen algo en señal de agradecimiento, los pragmáticos que prefieren el “toma  y daca”: “concédeme esto y yo hago aquello”.
Multitudes olorosas colmando la iglesia, confundiendo sus cuerpos, los humores personales, de días de acampada, horas de autobús, en bicicleta o a pie desde pueblos lejanos, mezclándose con los olores de alimentos en la inmensa explanada: tamales, panecillos de leche, “gorditas de nata” les llaman, granos de elote hervidos y sazonados, tortas, tacos de canasta, atole, gaseosas y aguas frescas, pulque y mezcal furtivos. Entre todo esto, las manifestaciones arcaicas de la ritualidad pagana fundiéndose con la dogmática católica: los danzantes con atavíos de tipo prehispánico, los chamanes que imploran en lenguas vernáculas con túnicas y penachos, esparciendo incienso y barriendo el suelo con alijos de yerbas. El festín del sincretismo hispano-indígena que explota festivo el día de Guadalupe.
Todos los asistentes están atados a la imagen. Un remolino iconofílico alrededor de la estampa guía, la centenaria y milagrosa, de la que dice la tradición oficial católica que sus colores flotan sobre el ayate (la pretendida manta de agave sobre la que la mano milagrosa de la madona hizo su sentido autorretrato), que se ha preservado intacta durante más de tres siglos, y que sus ojos reflejan una escena oblicua y en profundidad, tal como lo hacen los ojos humanos: milagro científicamente comprobado, por más que esto sea un oxímoron descomunal.

Lo cierto es que lo que es históricamente más preciso es que fue pintada por un indígena de la primera mitad del siglo XVI, conocido como Marcos, que reproducía motivos virginales que rondaban la iconografía de la época; su trabajo artesanal formó parte de una serie figurativa que tuvo adaptaciones diversas, las cuales al mismo tiempo compartían motivos recurrentes de aquellos tiempos: las manos en oración, el gesto amable, la túnica de estrellas, la corona original (la investigadora polaca Malgorzata Oleszkiewicz detalla esto en su obra The Black Maddona); en este sentido, la imagen de la Virgen de Guadalupe es una versión a la medida de las necesidades estético-fideístas de la Nueva España, que pese a los reparos sobre el sincretismo de la imagen y del lugar de culto, antigua loma de ofrendas a la diosa-madre Coatlicue, hechos por eminencias franciscanas de la época, como Fray Bernardino de Sahagún, las autoridades eclesiásticas virreinales posteriores vieron con astucia la oportunidad de atraer al culto mariano a miles de indígenas atados a sus tradiciones cúlticas de siglos. 


Basílica de Guadalupe de Pedro Ramírez Vázquez.



Como siempre ha ocurrido en la dinámica religiosa católica, la metafísica necesita ser institucionalizada para perdurar, prodigios burocratizados para el consumo de la grey; así, los milagros, para serlo, primero se narran y se fetichizan y luego se lanzan a la consciencia colectiva de la masa de fieles. La reunión directiva eclesiástica de mediados del siglo XVII, postuló entonces que el fin de año de 1531 sería el anclaje pretérito preciso para la erección de la historia sagrada de Nuestra Señora de Guadalupe. La historia se contó entonces por retrotracción: con el eco mortuorio de la conquista resonando rutilante, con la figura central del arzobispo de la Nueva España, Juan de Zumárraga (impulsor de la primera estructura de sistematización del pensamiento europeo en la terra nova americana, por medio de centros de estudio colegiados), aconteció el milagro del Tepeyac por decreto de la élite administradora de cultos de 1647.
Sólo bastó describir una circunstancia creíble (un indio paseando por el monte solitario), estructurarla con la lógica del milagro: lo extraordinario sin explicación plausible, pero rotundo en su materialidad, e incrustar dicho evento prodigioso sobre una fe cebada por siglos de pensamiento mágico. ¿De qué otra manera, si no esta, pudo cohesionar multitudes la iglesia católica al narrar un hecho tan simple y, en el fondo pueril, como un ingenuo autorretrato virginal? En este orden de ideas, el agrio debate al interior del historicismo católico sobre la existencia de Juan Diego, es en verdad baladí: para los fines de la instauración de la leyenda milagrosa, cualquiera pudo haber sido Juan Diego (tal fue el sentido del aserto a la vez realista y cínico del abad Schulenburg: “Juan Diego no es una persona, sino un símbolo”).
Pero al final, estas disquisiciones sobre la confección del precepto de los milagros guadalupanos, quedan en segundo plano ante la dinámica social desatada por el culto a Guadalupe. El evento metafísico o ficticio de la pintura aparecida ex nihilo en una manta indígena de burda hechura, no explica en sí mismo las riadas de personas excitadas, ensimismadas y concentradas en una relación íntima con la Virgen y su fetiche iconográfico. Los miles y miles de peregrinos que arriban a la capital del país para solventar el éxtasis de su euforia devota. Algunos de ellos viajando en condiciones extraordinariamente precarias e, incluso, arriesgando la vida por caminos depauperados en vehículos desvencijados, en bicicletas por autopistas o en largas caminatas de enfermos terminales que buscan no tanto la purificación pre mortis de su alma, sino la sanación efectiva de sus dolencias físicas por medio de la intervención de la señora celestial.

Peregrinos de rodillas












Lo que ahí se desencadena es el arquetipo de la madre. La estructura profunda de la psique humana que afirma la dualidad ancestral, dadora de vida, de cobijo, de mundo: el embrión y su portadora; el útero primigenio, el sollozo del océano interior que se fija para siempre en el subconsciente de todos y cada uno de nosotros, porque en el principio no fue el Dios orfebre, arcillero metafísico (“metaorfebre”, en palabras de Sloterdijk), sino la madre, la contenedora del espacio nutritivo sin el cual, simplemente, ninguna existencia humana es posible. Por eso en el mito del milagro, en la historia canónica de las apariciones marianas al indígena humilde, la parte central de la historia no pasa por las rosas improbables, ni por la pintura prodigiosa, ni por la estupefacción del arzobispo, sino por la rotunda frase matriarcal: “¿No estoy aquí que soy tu madre?”.
En su ensayo fundamental sobre el particular, “El arquetipo de la madre”, Carl Gustav Jung asentó que este arquetipo tiene las siguientes características: “la autoridad mágica de lo femenino, la sabiduría y la altura espiritual que está más allá del entendimiento; lo bondadoso, protector, sustentador, dispensador de crecimiento, fertilidad y alimento; los sitios de la transformación mágica, del renacimiento; el impulso o instinto benéficos; lo secreto, lo oculto, lo sombrío, el abismo, el mundo de los muertos, lo que devora, seduce y envenena, lo que provoca miedo y no permite evasión”. En la medida que los arquetipos, tal y como los planteó de manera prolija el eminente psiquiatra suizo, son pautas de comprensión innatas y generales, que se revisten con motivos, escenas e historias culturales específicas, es posible ver en el culto a la Virgen de Guadalupe, la actualización de dicha pauta profunda de la psique humana en una multiplicidad de manifestaciones sociales.


La imagen con el vidrio antibalas.


Esto ya lo sabían de manera intuitiva las autoridades eclesiásticas coloniales y por ello erigieron el mito del milagro, el templo y el centro de culto en la región del Tepeyac que hasta la fecha continúa vigente: sobre la estela de la actualización india del arquetipo de la madre en Coatlicue, se transfiguro éste en el de la madre María. Desde los tiempos de la Nueva España, entonces, hubo consciencia de que en torno a la adoración a María Guadalupe había laxitud; un espacio simbólico y cognitivo que no podía ser plenamente regulado por la cardinalidad teológica novohispana. La estrategia de atracción de las masas indias al culto a  la virgen, dejó un claro psicosocial que fue cubierto con las creencias autóctonas tradicionales. El culto a Guadalupe nació híbrido y abierto; en ese espacio se instalarían a través del tiempo las más diversas necesidades colectivas de protección maternal y, por tanto, uterina: de la reforma del Estado criollo iniciada en 1810 a la reacción conservadora a la penetración del laicismo en el asalto burgués a la cúpula de la nación, como fue la guerrilla cristera en los años subsecuentes a la revolución mexicana.
Asimismo, la instauración del canon de los milagros guadalupanos se entrelazó con el asentamiento de un quebranto civilizatorio mayor: la disolución definitiva del mundo de la vida prehispánico. Por supuesto, dicha pérdida dio lugar posteriormente a una cultura nueva y paradójica, pero en el ínterin, como toda transición civilizatoria, provocó en las personas entrelazadas en grandes conjuntos poblacionales, la imperiosa necesidad de buscar arropamientos cósmicos ante el desplazamiento incierto de antiguas seguridades. Por ello, el icono de la virgen mexicana tuvo reverberaciones inmensas; por ejemplo, el manto estelar que la recubre, variación de vírgenes marinas tardo renacentistas, evoca un cobijo cóncavo universal, un hiper útero dispuesto a incluir en su seno a todo aquel que elija penetrar en su calidez metafísica. O qué decir de su representación morena cuya contundencia fue más poderosa que su fisonomía de corte europeo, haciendo pensar a los colectivos nacionales que en su mágica aparición había mimetizado su color con el de las mayorías dejadas a la deriva espiritual por el avasallamiento de la conquista; desde entonces fue afirmada como una verdadera advocación mexicana de la madre de Dios.
No es casual, en consecuencia, que más allá de la grey estable de fieles católicos, en los momentos de transiciones socio-históricas mayores, una pléyade de tipologías sociales converjan en torno a estos símbolos de abrigo cósmico. En la actualidad vivimos justamente una de esas transiciones civilizatorias a nivel global, cuyo periodo “puente” se ha llamado de manera consensuada, “postmodernidad”. En éste, ha habido un recrudecimiento del culto guadalupano (no es fortuito que en el 2009 se haya implantado el récord de 6.5 millones de peregrinos a la basílica) con una diversidad de elementos nuevos. En la medida que el arquetipo de la madre abarca lo mismo la madre personal que la tierra; la madre sustituta distante que las catástrofes naturales devastadoras, caben en la adoración guadalupana lo mismo el kitsch mediático de “Las mañanitas” televisivas que su cruda complementación con la figura de la Santa Muerte, entre un creciente conjunto poblacional con fundamento vital delincuencial. Porque la Virgen de Guadalupe no está en los pretendidos milagros que hizo y que supuestamente continúa haciendo, ni en una pintura antigua numerosas veces retocada que pende envuelta en cristal anti balas en la edificación de Ramírez Vázquez, sino en la esencia psíquica de nuestra especie, en la irrefrenable consciencia profunda de que fuimos arrojados del máximo cobijo de los mamíferos, pleno de seguridad y vida, y a él quisiéramos regresar siempre al sentir la inclemencia de la vida a la intemperie.*
*Este ensayo fue originalmente publicado en Milenio Semanal nº 736, del 12 de diciembre del 2011: http://www.msemanal.com/node/5043

No hay comentarios: