Es la gira
latinoamericana de apoyo al sexto disco de la banda. Es1992. Campo de futbol de
la
Universidad Intercontinental, al sur de la Ciudad de México. La media
tarde citadina es caliente y la espera afuera del lugar, sobre la acera y el
asfalto de la Avenida
de los Insurgentes, parece no tener término. Los presentes matan el tiempo fumando y bebiendo
sodas; conversando, hurgando entre la vendimia de camisetas y souvenirs que es más bien escasa; viendo
pasar los automóviles o detectando quiénes son las más atractivas de sus
contrapartes de género. Hasta que finalmente dan acceso a la multitud. Una vez
reunidos los asistentes sobre el césped de la cancha, el grupo nacional Rostros
ocultos sale a escena como banda telonera.
Su actuación es infame, coronada por un exhibicionismo pacheco que hace que tanto el vocalista (el “Cala”) como el bajista
se queden en calzones hacia el final de la tocada. Cierran con la conocida e
infantil “Es el final” que parte del público tiene a bien corear entre estrofas
“Qué poca madre” y “Es el finaaaal…”. La presentación del grupo jalisciense es
una triste muestra del estado de cosas que ya imperaba en el rock mexicano en
aquella naciente década, tras la chispa ochentera que únicamente alcanzó para
prender la pólvora de Caifanes, por más que Saúl Hernández se empeñara en
apagar con Jaguares.
Las nubes se
desplazan y de blancas y grises se vuelven cobrizas y luego rojas, y luego una
vez más blancas, contrastadas sobre el fondo índigo del cielo de la noche
naciente. Cae la penumbra y cae una manta blanca que cubre el escenario. Tras
un ínterin que parece infinito, sin aviso alguno potentes reflectores chocan
sus haces luminosos contra la pálida manta, dándole una cualidad de pantalla
cinematográfica. Detrás de ella se distinguen las siluetas de tres músicos
generando una sinergia que sólo ocurre cuando el tiempo, la geografía y las
circunstancias, además de la voluntad, engendran una banda clásica; tirando
notas, letras y ritmos que penetran debajo de la epidermis y surfean por las
neuronas vía el sistema auditivo de los mortales. Comienzan los primeros
acordes de “En remolinos”, track tres
del Dynamo, máxima entrega de estudio
del mejor grupo del rock concebido en nuestra lengua: Soda Stereo.
Mencionar que entre
ambas presentaciones mediaba un océano diferencial de calidad y profesionalismo
sería necio: eso fue prístinamente evidente. En cambio, sí es relevante que con
base en el desempeño escénico, de ejecución y construcción visual de la puesta,
quedaba establecido el estratosférico nivel artístico de la banda. Como
comenzara a ocurrir desde el ’87 con la aparición de Signos y terminara por solidificar con esa pieza perfecta del
flamante sonido de los noventa que fue Canción
animal (1990), el trío había madurado un estilo y una intencionalidad
musical que los colocaba en el nivel de los mejores ejecutantes del rock
internacional.
La concepción
musical del Dynamo (CBS Argentina,
1992/Sony Music, 1995 y ss.) que
viera luz la primera mitad de 1992, es un exuberante muestrario lo mismo de
historia propia que de innovación estilística, a la luz de las rotundas
influencias de aquella década especialmente propositiva dentro del mundo del
rock a nivel global. El álbum marca tanto la herencia que ellos mismos se
habían forjado en los nueve años de carrera que les precedían, como el punto
referencial y determinante para otros grupos latinoamericanos de menor
envergadura –privilegio exclusivo de los clásicos de cada género–.
Siguiendo la pauta que marcara toda su
carrera, consistente en hacer cada disco diferente de su antecesor sin nunca
perder el estilo propio y característico, la sexta entrega de estudio es, sin
la menor duda, su producción más experimental y visionaria. En ella se tejen y
adivinan los principales ritmos que marcarían la década de los noventa del
siglo pasado, roqueramente hablando.
Una aglomeración
sónica en la que casi percibimos los movimientos de los músicos sobre sus
instrumentos; la física de los cuerpos fundiendo con una masa refulgente de
sonido. Doble bombo, mímesis del bajeo con los teclados, la escala ascendente
de la guitarra distorsionada bajo el mandato de la plumilla y los pedales.
Platillos centelleando sobre el amasijo armónico de notas del grunge versión Cerati en las tres
primeras piezas de la producción: “Secuencia inicial”, “La ruta” y “En
remolinos” que golpean certero y sin conmiseración a la barbilla auditiva de
cualquiera que deje caer el láser sobre el quintaesencial plástico.
Ruidosa, comercial,
movediza: “Primavera 0”.
Cinco tracks después, la exhuberancia
lírico musical de “Claroscuro”. Incorporación de capas instrumentales hasta
consolidar la saturación del sonido. Ritmos de dimensiones profundas, en
sentido casi literal: manejo de reverberaciones y efectos vocales en off; hipertensión provocada por el
unísono de la base rítmica y la omnipresencia de las cuerdas, la voz absorbida
por la rítmica hasta formar una aleación mono plano que despliega la precisión
verbal del compositor bonoaerense: ‘Alma fugitiva: ¡libérame!’. Conjunto de
canciones representativas y placénticas de lo que se ha llamado rock sónico,
cumpliendo la exacta descripción de Héctor “Zeta” Bosio al respecto: “Hicimos
un disco concebido con capas y más capas de música”.
“Camaleón”, “Ameba”
y “Texturas”, conjunto festivo que engarza con la transitoriedad intra décadas
del grupo; ecos de 1987 y Signos;
resonancias del también magistral Canción
animal, recontextualizados para ser lanzados al océano creativo de una
década de los noventa rica en tendencias innovadoras como pocas.
Mezcla de
experimentación y pertenencia indiscutible al núcleo conceptual de la banda,
con destellos preciosistas, en ocasiones melancólicos y, en momentos, punzantes; en casi todas, mixtura de las dos cosas. De los
instrumentos hindúes, acuáticos y derretidos, de “Sweet Sahumerio” (por cierto,
exquisitamente reconstruida en una versión larga tocada durante el concierto
sinfónico de Cerati del 2001 en tierra azteca, recogida en un bootleg del mismo) a las evocaciones
zeppelianas de “Luna roja” y “Fue”; esta última además con invocaciones
jazzísticas en la forma; única balada oscura de la banda –también recogida en su versión sinfónica en
la antedicha grabación alternativa– a las programaciones y sampleos de “Nuestra
Fe”, que virtualmente la convierten en la primera rola del Sueño Stereo (BMG, 1995);
selvática y sensual, rítmica y sincopada.
El Power Trío ejecutando la inmaculada "En remolinos", durante la gira de reunión del 2007. |
El micro universo
del trío realizó una expansión cósmica que dejó galaxias sónicas que brillan en
la posteridad de los vertiginosos tiempos del rock. Dynamo confirmó y estableció de una vez para siempre lo que ya es
historia conocida: Soda Stereo ha sido el único grupo hispanoamericano a la
altura del rock (quizá parcialmente acompañados, durante su primera época, por
los españoles de Radio futura, y acaso seguidos en el segundo sitio por sus
compatriotas Los Fabulosos Cadillacs).
Desafortunadamente,
el disco no hizo escuela y resplandece como joya única para el deleite de
quienes se acercan a él. Situación debida a todas luces a la falta de técnica y
concepción musical que ha sumido en años de penuria al rock en español, así
como al retiro de los escenarios de Charly Alberti y Héctor Bosio (con la efímera excepción del destacado grupo MOLE del baterista: http://youtu.be/KkAF45dq8O8), junto con la
desaceleración creativa que sufrió Cerati como solista hasta su trágico final de hace
un par de años. No obstante lo cual, la trayectoria entera de la banda y esta
gema musical en particular, siguen resplandeciendo con potencia, hoy como hace
dos décadas, en el agreste territorio del rock concebido en nuestro idioma.
*Soda Stereo, Dynamo,
CBS, 1992. Producido por Gustavo Cerati y Zeta Bosio.
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