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Revista Replicante

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sábado, 16 de febrero de 2013

El cazador de los siete mares


El capitán Ahab es un dragón de los mares luchando contra su propia sombra. Mejor todavía, contra su propio reflejo; uno distorsionado, agrandado y deforme de sí mismo. Es también la encarnación de la maldad (“Yo te bautizo no en el nombre del Padre, sino en el del Diablo”, dice en latín al forjar con sangre de salvajes impíos el hierro del arpón de su última batalla) que necesita afianzar su espíritu salvaje, indómito y guerrero persiguiendo a un doble perverso al que interpreta como el exotismo puro, el mal en sí mismo: su cacería es su expiación.  

Moby Dick, la mítica e imposible ballena blanca, cachalote feroz que alguna vez arrancara de cuajo uno de sus piernas, obligándolo a valerse del marfil de ballena para sustituirla: prótesis hecha de la esencia y las entrañas de la especie enemiga, lleva a Ahab, impeliéndolo a perseguirla por todas las aguas, hasta los cálidos, briosos y salvajes mares del Sudeste terráqueo en los que culminará su lucha y su delirio.
La fiebre ─literalmente, el capitán padece constantes fiebres que sugieren causas de su locura persecutoria─ de venganza del mandamás del ballenero de Nantucket, Pequod, afianza en la extrapolación de su propia violencia. La mole de inteligencia cuasi humana que es la abominable criatura del océano se convierte en el objetivo válido de la ira y la sinrazón del cazador blanco. Protegido ─evadido y exiliado en sí mismo al fin─ en una burbuja de civilización que le proporciona su condición de humano, occidental y capitán, el enloquecido marinero se halla en condición de (auto) justificar su viaje sin retorno, condenando a una variopinta, polifideísta y multirracial tripulación (el Pequod como reflejo microcósmico del melting plot por excelencia) a la muerte segura ante el desigual combate contra la naturaleza y sus engendros; combate del que sólo sobrevivirá la última palabra, la de aquel que como el viejo marinero de Taylor Coleridge sólo ha sobrevivido para dar constancia de los saldos de la demencia: Ismael, nombre y retórica de resonancias bíblicas, justo como la lucha misma entre el terrible mamífero acuático, el Otro in extremis, y el implacable ballenero, el espíritu justiciero occidental. Ahab es la razón, el portento de la Modernidad, la técnica al servicio de la justicia por más que ésta nazca de la pura y simple venganza; Moby Dick es el salvajismo, la aberración de un mundo anacrónico que es necesario o bien conquistar (la práctica misma de la caza de cetáceos), o bien extinguir, hacer desaparecer de la faz de la Tierra, así vaya la vida en ello. No obstante, ambos comparten y constituyen una sola dinámica guerrera: la lógica de la furiosa turbulencia del espíritu guerrero que se subsume en su propia vorágine sangrienta.


Moby Dick en la ilustración del Leviathan de Mastodon


La historia de Ahab es una interpretación posible de la historia de los Estados Unidos. Nación guerrera por excelencia, a lo largo de su joven historia ha esparcido la guerra y su espíritu a lo largo y ancho del planeta. Pero al mismo tiempo ha necesitado negar el elemento guerrero primigenio consustancial a su acelerada transformación imperial. Provocar y perpetuar la guerra en sí misma y para sí misma, dejándose llevar por su lógica metafísica y primordial, es cosa de pueblos salvajes. Escalpar cabezas es la antítesis de la civilización.
Es así que se ha dado resistencias ideológicas: la Unión Americana, esa sociedad de plástico, acero y microcircuitos, del dispendio obsceno, la vanagloria y la arrogancia, es la civilización. Su espíritu guerrero, entonces, no proviene de la sed de sangre primitiva, sino del afán justiciero de la nación donde la autoconciencia de la Razón hegeliana ─¡el fin de la Historia!─ se ha cumplido en el siglo XX. Por supuesto, la historia desmiente a la ideología. Los cielos calcinados del derrotado Japón en el verano de 1945; la furia desbordada del instinto asesino que encontró su contraparte exacta en el sanguinario Vietcong sobre suelo vietnamita durante los sesenta y setenta del siglo pasado; la serie de micro invasiones, conspiraciones y estrangulamientos militares a lo largo y ancho del planeta durante la totalidad de la pasada centuria. Con todo, ellos se asumen como la maravilla, la divinidad encarnada aquí en la Tierra: “La tecnología es nuestro destino, nuestra verdad. Es aquello a lo que nos referimos cuando nos calificamos como la única superpotencia del planeta. Los materiales y los métodos que ideamos nos permiten reivindicar nuestro futuro. No tenemos necesidad de depender de Dios ni de los profetas ni de otros prodigios. Nosotros somos el prodigio”  [DeLillo, p. 37].

De nuevo, la burbuja protectora de Ahab; sólo que ahora en lugar del hierro forjado, la madera y las velas de navegación son los circuitos integrados, los sistemas funcionales, la energía atómica y las telecomunicaciones que todo lo nombran, lo dicen, lo acechan. Ellos, como dice con acidez DeLillo, son el vértice, el referente primordial por grandioso, ineludible, omniabarcante. En tanto que allá, en los mares milenarios e ignominiosos, vive el mal; lo salvaje irredento, prístino en su blancura de odio ─como la mítica ballena─, vigilante de los movimientos del prodigio de Occidente, que en su patrullaje de las aguas que por derecho divino le corresponden, espera el menor descuido para eliminarlo o, por lo menos, destrozarle una pierna: “El detonante de su furia es Norteamérica. Es el deslumbrante resplandor de nuestra modernidad. Es el embate de nuestra tecnología. Es esa carencia de Dios que transmitimos. Es la capacidad de la cultura norteamericana para traspasar todos los muros y penetrar en cada hogar, cada vida y cada mente” [Ibid, p., 8].

Encontrado entre la espada y la pared [between a rock and a hard place], el extraordinario novelista que es Don DeLillo vacila en este ensayo (originalmente publicado en Harper’s Magazine en diciembre del 2001 y después mañosamente editado como libro por Circe para venderlo a precio de oro en su traducción española) entre su condición de lúcido intelectual que brinda pasajes de pulcra ironía autocrítica como los citados y el ineludible sentimiento nacionalista que opone axiológicamente el perenne choque entre Oriente y Occidente: “Dos fuerzas en el mundo, el pasado y el futuro… Pero ahora existe un estado teocrático global, flotante y desprovisto de fronteras, y es tan obsoleto que ha de depender del fervor suicida para lograr sus objetivos” [Ibid, pp., 53-54]. Por supuesto, es posible ver en esta afirmación algo verdadero. No existen santos en la batalla. Sería infantil interpretar como válidos y justos los métodos del terror y la guerra de raíz islámica. No obstante, el punto esencial aquí es que en la lógica guerrera no cabe la valoración moral. La lucha en sí misma es su propia realidad y objetivo. Si ellos, los otros, han elegido el “fervor suicida” para el aniquilamiento; los Estados Unidos, con el fin de hacer valer su sed de venganza y dar rienda suelta al instinto guerrero, se han decantado por la high tech bélica y la violenta usurpación de cualquier otra consideración legal o moral que pudiese regir en el mundo. Eso es todo lo que no debe olvidarse. 

Neoyorquino como es, DeLillo ha vacilado en este punto. Por momentos, ante la nostalgia y el duelo que nuestro natural sentimiento de compasión disparan, pierde de vista la lógica profunda del ataque a las Torres Gemelas: La maravilla civilizatoria occidental se hermana en la sed de sangre de sus bárbaros atacantes. Justo como el primer timonel del Pequod respecto al cachalote blanco. La lucha entre ellos no es la del bien y el mal; ni siquiera la de la revancha guerrera, aunque se le acerca. Es en cambio, la de la supremacía de la violencia. La aparatosa, enloquecida y extenuante persecución que Ahab realiza por todas las aguas de la Tierra es la búsqueda de sí mismo; el deseo de ver su reflejo diabólico en toda su blonda pureza. El mal, la sustancia de la guerra, persiguiendo su propio llamado; su eco infinito y abismal. El cazador de los siete mares y su abominable cetáceo sólo son dos demonios de un mismo infierno en busca de la supremacía del reino de las llamas; hoguera de la historia y todas sus almas.


El insigne escritor neoyorquino Don DeLillo.


En medio del fragor de la batalla final, de la confrontación total con el Otro que no es sino la más pura manifestación de sí mismo, el barco zozobra y se hunde en un remolino apocalíptico que lo sepultará en las aguas eternas de un paraje exótico: “The ship! The hearse! ─the second hearse! cried Ahab from the boat; “its wood could only be American!” Los Estados Unidos lo saben, lo han conocido por lo menos desde la Guerra de Secesión, haca ciento sesenta años. Lo vivieron con toda su crudeza tras una década de lujuria bélica en Vietnam y siguen negándolo; empecinados en una ceguera histórica irrisoria, pretenden conservar una pureza por principio inexistente: la metafísica de la guerra es un huracán que estruja atacantes y atacados. En efecto, la madera de la carroza fúnebre ha de ser americana. Así ha sido y será mientras esta especie pueble y domine la Tierra. El sino de los imperios es la generación de su propia gloria y su propio ocaso. No hay tierra inmaculada. Carente de pathos guerrero y sentido de la tragedia, el joven y colosal imperio republicano quiere, necesita, anhela, saberse inerme, pulcro, redimido de su ansia bélica No es que sus enemigos sean inexistentes, mucho menos justos o buenos (aquí no encuentra lugar el código moral bueno/malo) es, en cambio, que sólo existen porque ellos son su fiel espejo; prisma y súmmum de sus odios y querencias. Tras la fachada de modernidad, democracia y liberalismo yace un dragón marino que no conoce cansancio ni demora para perpetuar el instinto del combate, la esencia al fin de este cúmulo de primates superiores con fino lenguaje y pulgares prensiles en lugar de garras.
Han sido maestros de ello. Décadas de vanagloria de poseer el armamento más letal que haya conocido este planeta; usurpación de la palabra por el canto de las armas; encumbramiento universal con base en el poder de la más depurada funcionalidad guerrera que la Modernidad tecno-científica haya podido producir; esparcimiento salvaje de una forma de vida sobre el aullido de los caídos en combate, exóticos y propios. Sería prematuro, tremendista y carente de sustento empírico afirmar que el ataque del 11 de septiembre del 2001 fue el cierre del círculo conflagratorio estadounidense, aunque sí hay visos de ello en tal acontecimiento. América, como ellos se autonombran en una mezcla de arrogancia e ignorancia, ha cosechado un fruto más de la lógica que pusieron en marcha el día que su bandera ondeó por primera vez sobre un suelo soberano (el Palacio Nacional de México, ni más ni menos). La historia los ha alcanzado una vez más:


Ahora un grupo de hombres han alterado literalmente la silueta de nuestro firmamento. Hemos retrocedido en el tiempo y en el espacio. Es su tecnología la que gobierna nuestros momentos: los pequeños artefactos letales, los detonadores por control remoto que fabrican sirviéndose de transistores, o esa tecnología más ambiciosa que toman prestada de nosotros, reactores de pasajeros que se convierten en misiles tripulados. Tal vez sea éste el lúgubre mensaje implícito en la empresa que han acometido. Esos hombres ven algo inminentemente destructivo en la naturaleza de la tecnología. La tecnología lleva la muerte a sus costumbres y a sus creencias. Utilicémosla como lo que es: algo que mata [DeLillo, p. 42].


Irremediablemente guerrera, la nación más poderosa del planeta ha cancelado quizá para siempre la distancia reflexiva y el acto de contrición. Como el desquiciado marinero que persiguiera por todos los mares a la ballena blanca, en el momento final, cuando la conflagración es un tobogán en espiral hacia el abismo, sólo han podido y podrán entonar una salmodia de destrucción, orgullo y muerte total; la llama donde fenece y renace su temida y acallada esencia infinita: 



Oh, now I feel my topmost greatness lies in my topmost grief… Towards thee I roll, thou all-destroying but unconquering whale; to the last I grapple with thee; from hell’s heart I stab at thee; for hate’s sake I spit my last breath at thee. Sink all coffins and all hearses to one common pool! and since neither can be mine, let me then tow to pieces, while still clashing thee, though tied to thee, thou dammed whale! Thus, I give up the spear![1]







• Herman Melville, Moby Dick or the whale, Penguin Books, New York, 2001, 624 pp. 150th Anniversary Edition. Introducción de Nathaniel Philbrice.
• Don DeLillo, En las ruinas del futuro, Circe, Barcelona, 2002, 61 pp. Traducción de Gian Castelli.
*Este texto fue originalmente publicado en la revista Casa del Tiempo en octubre del 2002; lo republico aquí con ligeras modificaciones.



[1] O: “Oh, ahora me doy cuenta que mi mayor grandeza es mi mayor pena… Hacia ti me dirijo, ballena todo destructora e inconquistable; hasta el final lucho contigo; desde el centro del infierno, te alanceo; en el nombre del odio te escupo mi último aliento. ¡Hundidos todos los ataúdes y todas las carrozas fúnebres en una fosa común, y ya que ninguno pudo ser el mío, déjame ser remolcado en pedazos, mientras sigo persiguiéndote, aunque me halle atado a ti, ballena maldita! ¡Así, aquí te entrego mi arpón!”.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

Nota sobre La silla del águila

El asunto de la imposibilidad civilizatoria nacional (eco de la imposibilidad civilizatoria moderna occidental) es retomado con acidez quince años después de Cristóbal Nonato (1987) en La silla del águila (2002). Escrita de manera convencional, al estilo de las novelas epistolares del siglo XIX, accedemos en ella a un estado de cosas donde el subsistema político se ha mimetizado con el sistema social mismo. Todo aquello que conforma la vasta realidad de la nación, es subsumido al trajín de la mecánica perversa del poder político. Ésta integra a la patria a su imagen y semejanza y llega a un punto de saturación en el que su existencia es la existencia misma del país. Un país «cíclicamente devastado por una confabulación de excesos y de carencias: miserias y corrupción, igualmente arraigadas…».[1]

Carlos Fuentes

En La silla del águila, el talante cyberpunkiano es latente en el futurismo catastrófico que envuelve la realidad nacional. Funciona como el atisbo de un futuro desesperanzador a la vista en el horizonte de tormentas de la realidad socio-política mexicana. La nación entera ha sido retrotraída al siglo XIX por una de tantas balandronadas populistas y egocéntricas de los “reyes de México”, los presidentes y su inagotable cantera de dislates:


El Presidente decidió, quizá como regalo de Año Nuevo 2020 a una población ansiosa, más que de buenas noticias, de satisfacciones morales, que pediría en su Mensaje al Congreso el abandono de Colombia por las fuerzas de ocupación norteamericanas y, de pilón, prohibir la exportación de petróleo mexicano a los Estados Unidos, a menos que Washington nos pague el precio demandado por la OPEP. Para colmo, anunciamos estas decisiones en el seno del Consejo de Seguridad de la ONU. La respuesta, ya lo viste, no se hizo esperar. Amanecimos el 2 de enero con nuestro petróleo, nuestro gas, nuestros principios, pero incomunicados del mundo. Los Estados Unidos, alegando una falla del satélite de comunicaciones que amablemente nos conceden, nos han dejado sin fax, sin e-mail, sin red y hasta sin teléfonos. Estamos reducidos al mensaje oral o al género epistolar…[2]

La elección del carteo como fundamento estructural de la novela, resalta el carácter retroactivo de la circunstancia nacional para el inicio del año 2020. La vuelta a las usanzas de épocas pretéritas en un mundo futuro interconstruido por el sistema tecnocientífico de impronta estadounidense, pone de relieve la fragilidad del pretendido progreso mexicano, puesto que sus cimientos son endebles, ajenos y provisionales. La implosión tecnológico-comunicacional nacional opera en la trama como una muestra y un vistazo dentro de la realidad viciada del país, ya que sólo dura unos cuantos meses, siendo al final restituida la normalidad tecnológica al momento en que un nuevo gobierno cede a los requerimientos de Washington.
La ojeada al futuro desolador determinado por el quebranto comunicativo a gran escala, saca a flote la degenerada construcción del sentido social en su totalidad por parte del poder político. En un país exiliado del mundo al haber sido bajado el switch intercomunicacional de conexiones globales, lo que se preserva con inusitada virulencia son los modos, las intenciones y las acciones deleznables de la política á la mexicana.
El intenso carteo entre los más destacados operadores políticos del país, nos sumerge en las cavernas de la hechura de ese universo de cinismo, ambición desmedida y total desprecio por la civilidad, la dignidad humana y los valores abstractos, racionales e iluministas, de la sana convivencia en sociedad, por parte de una pandilla de rufianes exquisitos que desde siempre se han hecho del mando de los designios de México. Tono apocalíptico sin reservas: cuando el mundo ha sido despojado de sus adelantos tecnológicos, lo que emerge es la vuelta al tribalismo, a la lógica de la horda y de la selva, a la sobrevivencia del más fuerte, del más salvaje, del que se siente en casa con el regreso de la barbarie.*
*Este fragmento pertenece a mi ensayo "El arco literario crepuscular de Carlos Fuentes". Lo pueden ver aquí mismo en la barra de la derecha o en su edición original en Replicante: http://revistareplicante.com/literatura/ensayo/la-sobrevivencia-literaria/



[1] Cfr., Fuentes, Carlos, La silla del águila, México, Alfaguara, 2002, p. 360.
[2] Ídem, p. 26, capítulo 2, (carta de) “Xavier Zaragoza “Séneca” a María del Romero Galván”.


miércoles, 19 de octubre de 2011

Terrorista de John Updike


A mediados de los noventa, en el marco de un estudio general sobre la perspectiva de la nación estadounidense una vez terminada su hegemonía de bonanza y pax nuclear que, de acuerdo con en el análisis, va del fin de la Segunda Guerra Mundial al inicio de la desintegración del subimperio soviético en 1989, escribió Immanuel Wallerstein su perspicaz interpretación de las consecuencias de la primera Guerra del Golfo:

Estados Unidos demostró al mundo que era efectivamente la mayor potencia militar. Pero por primera vez desde 1945, obsérvese bien, tuvo que salir a demostrarlo, desafiado por un acto deliberado de provocación militar. Ganar en tales circunstancias ya es perder en parte. Porque si uno se atreve a desafiar, es posible que empiece a prepararse un segundo desafiador más cuidadoso. Hasta Joe Louis se cansó. (Después del liberalismo, Siglo XXI, México, p. 192.)

Penetrantes como son sus análisis todos, la afirmación de Wallerstein se materializó, sin asomo de dudas, transmitida en vivo y en directo urbi et orbi, un lustro después de haber sido publicada. A partir de ese momento, de la caída real y simbólica de las Twin Towers en Manhattan a manos de un bien organizado grupo terrorista internacional de cuño musulmán radical, la potencia unipolar ha tenido que vivir con eso. Con la espera angustiante del siguiente ataque, del próximo paso de aquellos que se han planteado la destrucción o, por lo menos, la merma considerable de su auto confianza como país. Desde ese trance humanamente trágico y estratégicamente perfecto, los Estados Unidos de América se han concebido en el umbral de la paradoja: la nación más poderosa de la historia es al mismo tiempo la más frágil. Las mismas redes, sistemas, vínculos, artefactos y leyes que la han hecho una súper potencia social, económica y nuclear, producen los accesos a sus centros vitales en beneficio de los planes destructivos de sus enemigos.

Acuarela representando a un terrorista
Esta realidad, presente en tanto que problema de Estado lo mismo en la dirigencia cupular del país que en la conciencia colectiva de su ciudadanía, se hace patente en las autodescripciones propias del sistema social, que van de los estudios académicos al entretenimiento, pasando, claro está, por la literatura. En este contexto socio-histórico, plenamente desarrollado a una década de los impactantes ataques terroristas a la república imperial, surgió la vigésimo segunda novela de John Updike.

Probado escritor de calidad, oriundo de Pennsylvania y fallecido en enero del 2009, cultivador de una de las más añejas, espesas y bien logradas tradiciones literarias de su país, el realismo costumbrista, ofreció en esta su última entrega una obra que mezcla la crítica naturalista y el puro entretenimiento de buena factura. Cosa que resulta por lo menos irónica, si hemos de recordar su postura frente aquellos escritores que han seguido el camino del crossover en la literatura.

A la vuelta del milenio, con motivo de la reseña del libro A man in full de Tom Wolfe para la New York Review of Books, Updike afirmó que dicha novela no era literatura sino simple entretenimiento. Por supuesto, la afirmación no refería a una descripción objetiva del libro aunque esa era la pretensión, sino a un estado emocional del reseñista con relación al reseñado. A una de tantas rencillas entre intelectuales de renombre.

John Updike
En el 2007, tras la aparición de Terrorista, justo lo mismo pudo decirse de la obra. Cosa que, por cierto, no demerita sus virtudes. Narrada bajo los parámetros del realismo impresionista, la novela es un bien logrado fresco sobre la acuciante actualidad estadounidense. Ésta se halla en un acelerado proceso de transición histórica ampliamente necesitada del esfuerzo imaginativo que la habrá de llevar a buen término, una vez que el declive de la unilateralidad de la nación haya iniciado su fase de cenit sostenido. (Esto no quiere decir, por supuesto, que los Estados Unidos dejen de ser una potencia de primer nivel en el corto plazo, sino sólo que no serán más la única con poder decisorio a nivel global. Sobre esto ha insistido con detalle Wallerstein.)

Hasta este momento, la civilización norteamericana se ha constituido como una manera de ser que, más que haber asimilado la bonanza y la hegemonía indiscutible que ha gozado hasta hace muy poco, se ha volcado sin freno sobre ellas, y ahora no sabe cómo lidiar con los primeros síntomas de la antinómica corrosión que ha comenzado a afectarle:

Mi abuelo pensaba que el capitalismo estaba condenado dice el personaje de Jack Levy, profesor, sherpa y ángel guardián del personaje principal, destinado a ser cada vez más opresor hasta que el proletariado asaltara las barricadas y estableciera el paraíso de los obreros. Pero no ocurrió; o los capitalistas fueron demasiado listos o los proletarios demasiado tontos. Para seguir pisando terreno seguro, cambiaron la etiqueta “capitalismo” por la de “libre empresa”, pero el resultado fue el mismo sálvese quien pueda de siempre. Muchísimos perdedores y los ganadores haciéndose casi con todo. (p. 149.)

La punzante observación refleja el entorno vital que se transforma en una creciente incomodidad emocional del personaje central, Ahmad, un adolescente de último año de preparatoria convertido al Islam desde los once años, quien se hace llamar Ahmad Ashmawy (por más que su apellido legal sea el de su progenitora, Mulloy) en un forzado homenaje a su padre egipcio quien lo abandonara a los tres años, dejándolo al cuidado exclusivo de su madre, una norteamericana total de origen irlandés.

Estructurada como novela de iniciación, con el clásico círculo de vida cotidiana, trastocamiento de la normalidad del héroe, transformación y desenlace, accedemos así a la red de creencias, circunstancias y decisiones que llevarán al joven musulmán al borde de cometer un nuevo acto terrorista de dimensiones colosales en una de las arterias más febriles y pobladas de Manhattan.

La escritura del novelista es puntual, dinámica y efectista. Diestro paisajista, a través de sus descripciones, llenas de plasticidad y en el linde del didactismo, erige un horizonte norteamericano pleno de contrapuntos, contradicciones y desencanto generalizado, producto de la última circunvolución del sistema capitalista global, cuyo resplandor es más fuerte que nunca porque su implosión es ya inminente (por lo menos, de acuerdo con la audaz prospectiva de los sociólogos contemporáneos más arriesgados, a la vanguardia de los cuales se halla el citado Wallerstein). En este sentido, la literatura cumple una vez más con una de sus más celebradas cualidades: ser una penetrante descripción universal del mundo que la nutre y posibilita.

Conocedor tanto de la realidad de su país como de las virtudes y carencias de las enseñanzas islámicas, Updike plantea la tensión que produce el choque entre dos mundos abigarrados y antagónicos. Una cultura milenaria que en sus momentos más recalcitrantes se yergue como poseedora de la verdad absoluta y de la condena plena de todo aquello que le es ajeno, y una cultura relativamente joven que en su momento creyó encarnar las más altas virtudes de la evolución ilustrada del pensamiento occidental. A lo largo del tiempo, este dúo civilizatorio se ha enfrentado numerosas veces sin resolución pacífica para ninguno de los dos extremos. Pero la parte medular del asunto, el núcleo de la tormenta que impide que la visión devenga maniquea, la constituye la simbiosis crítica de uno y otro bando. A querer o no, cada uno es el contrapeso del otro que en un mundo ideal mantendría la balanza en equilibrio. Cada cual a su manera es el mejor y más necesario crítico del otro. Aunque, por supuesto, los ataques llegan a ser tan ácidos y exacerbados que todo el tiempo se encuentran al borde de la ignición y, por supuesto, de la violencia.

Así, como en las fórmulas de la lógica matemática en las que se echa mano de los paréntesis, llaves y corchetes para esclarecer cuáles son las variables libres afectadas por las conectivas y los símbolos de negación, Updike pone entre corchetes narrativamente hablando los pensamientos y apreciaciones de la sociedad estadounidense hechos a lo largo de la historia por la penetrante mente analítica de Ahmad, dando a entender que su contenido es pertinente y lleno de sentido. No así lo que está fuera de las claves críticas de su pensamiento, es decir, la feroz ideología que engloba y determina sus acciones. De esta manera, obtenemos una corrosiva colección de miradas sobre el estado de cosas imperante en la “América” contemporánea (como gustan sus habitantes de llamar a su propio país, excluyendo al resto de decenas de naciones que caen bajo ese mismo título). Dos ejemplos:

[a] Infieles, creen que la seguridad está en la acumulación de objetos mundanos, en las distracciones corruptoras del televisor. Son esclavos de las imágenes, representaciones falsas de felicidad y opulencia. (p. 12.)

[b] Miro  a mi alrededor y veo esclavos: esclavos de las drogas, esclavos de las modas, esclavos de la televisión, esclavos de ídolos deportivos que ni siquiera saben que sus admiradores son seres humanos… (p. 83.)


El tráfico de Nueva Jersey
Esta circunstancia narrativa determina la hechura global de la novela y justifica lo que de otra manera sería un desenlace típico de película hollywoodense con su consabido deus ex machina y un tono moral edificante. Porque entonces nos damos cuenta de que los tintes de intriga y acción que permean la historia toda son sólo el segundo plano, la infratrama que sostiene una intención superior del autor: mostrar a través de la ficcionalización de la dinámica del terror, real y psicológico, que ha hecho presa a la nación norteamericana en lo que va del milenio, que el orden de cosas establecido no puede sino producir las más exacerbadas manifestaciones en su contra. Comprendemos que un imperio es colosal lo mismo en su grandeza que en su miseria. Que cada vez más un creciente grupo de personas  cientos de miles, millones no puede sostener la carga social, económica y cultural que le impone el funcionamiento ciego, impersonal e indefectible de un sistema el capitalismo desbocado cruel como pocos en la historia universal. Que, después de todo, Satanás fue creado en los Cielos y muy cerca del Padre.

*Terrorista de John Updike, Tusquets, México, 2007, 330 pp.
Esta reseña apareció originalmente en el número 40 de Replicante.






lunes, 8 de agosto de 2011

El declive financiero imperial

La actual crisis del techo de la deuda pública estadounidense pone al descubierto una realidad largamente aplazada: a los Estados Unidos de América, en tanto que potencia mundial, pronto le quedarán sólo sus armas. En todos los demás terrenos de la productividad capitalista ha sido rebasado desde hace años por una serie de competidores mundiales, a la cabeza de los cuales se encuentra China, que ya perfila su moneda, el Yuan, como la nueva divisa de referencia internacional. En el inmimente número de Replicante de agosto, realizo un breve análisis de esta circunstancia, y he aquí un avance de mi artículo (se puede ver completo en la liga http://revistareplicante.com/politica-y-sociedad/el-ocaso-del-imperio-financiero-estadounidense/):

"El endeudamiento desaforado de Estados Unidos tenía como fundamento su prestigio internacional. ¿Quién no querría prestarle a la unipotencia mundial? El pago estaba garantizado y además con intereses de por medio. Para el Estado norteamericano la deuda tenía pleno sentido, dadas las circunstancias de su estancamiento productivo real. Su moneda es todavía la referencia financiera global y su intervención pone en marcha la productividad de un amplio conjunto de conglomerados transnacionales que inciden de manera decisiva en la economía mundializada, la mayoría de ellos ya no en los sectores económicos duros, sino en los especulativos: consorcios de manejo, producción y reproducción de capitales electrónicos con base en la usura financiera. No importando la viabilidad a largo plazo de estas supuestas fortalezas económicas, el Estado norteamericano promovió una laxa política económica que acicateó la desmesura de este tipo de empresas. En su papel de promotor y mediador económico, aprovechó durante casi una década (del inicio al final de la Administración Bush) el espaldarazo ficticio de la economía mundial fundamentada en la especulación financiera. Muchos han criticado (ciertamente con pertinencia) la demencia administrativa de los particulares implicados en la gran quiebra del 2008, pero pocos han enfatizado la irresponsabilidad del Estado norteamericano en la promoción de la misma, ya que después de todo, quien pone en circulación la dinámica financiera y productiva de un país es el Estado...".

Espero que les sea de interés y nos vemos ya en unos días en la nueva www.revistareplicante.com