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Revista Replicante

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miércoles, 19 de octubre de 2011

Terrorista de John Updike


A mediados de los noventa, en el marco de un estudio general sobre la perspectiva de la nación estadounidense una vez terminada su hegemonía de bonanza y pax nuclear que, de acuerdo con en el análisis, va del fin de la Segunda Guerra Mundial al inicio de la desintegración del subimperio soviético en 1989, escribió Immanuel Wallerstein su perspicaz interpretación de las consecuencias de la primera Guerra del Golfo:

Estados Unidos demostró al mundo que era efectivamente la mayor potencia militar. Pero por primera vez desde 1945, obsérvese bien, tuvo que salir a demostrarlo, desafiado por un acto deliberado de provocación militar. Ganar en tales circunstancias ya es perder en parte. Porque si uno se atreve a desafiar, es posible que empiece a prepararse un segundo desafiador más cuidadoso. Hasta Joe Louis se cansó. (Después del liberalismo, Siglo XXI, México, p. 192.)

Penetrantes como son sus análisis todos, la afirmación de Wallerstein se materializó, sin asomo de dudas, transmitida en vivo y en directo urbi et orbi, un lustro después de haber sido publicada. A partir de ese momento, de la caída real y simbólica de las Twin Towers en Manhattan a manos de un bien organizado grupo terrorista internacional de cuño musulmán radical, la potencia unipolar ha tenido que vivir con eso. Con la espera angustiante del siguiente ataque, del próximo paso de aquellos que se han planteado la destrucción o, por lo menos, la merma considerable de su auto confianza como país. Desde ese trance humanamente trágico y estratégicamente perfecto, los Estados Unidos de América se han concebido en el umbral de la paradoja: la nación más poderosa de la historia es al mismo tiempo la más frágil. Las mismas redes, sistemas, vínculos, artefactos y leyes que la han hecho una súper potencia social, económica y nuclear, producen los accesos a sus centros vitales en beneficio de los planes destructivos de sus enemigos.

Acuarela representando a un terrorista
Esta realidad, presente en tanto que problema de Estado lo mismo en la dirigencia cupular del país que en la conciencia colectiva de su ciudadanía, se hace patente en las autodescripciones propias del sistema social, que van de los estudios académicos al entretenimiento, pasando, claro está, por la literatura. En este contexto socio-histórico, plenamente desarrollado a una década de los impactantes ataques terroristas a la república imperial, surgió la vigésimo segunda novela de John Updike.

Probado escritor de calidad, oriundo de Pennsylvania y fallecido en enero del 2009, cultivador de una de las más añejas, espesas y bien logradas tradiciones literarias de su país, el realismo costumbrista, ofreció en esta su última entrega una obra que mezcla la crítica naturalista y el puro entretenimiento de buena factura. Cosa que resulta por lo menos irónica, si hemos de recordar su postura frente aquellos escritores que han seguido el camino del crossover en la literatura.

A la vuelta del milenio, con motivo de la reseña del libro A man in full de Tom Wolfe para la New York Review of Books, Updike afirmó que dicha novela no era literatura sino simple entretenimiento. Por supuesto, la afirmación no refería a una descripción objetiva del libro aunque esa era la pretensión, sino a un estado emocional del reseñista con relación al reseñado. A una de tantas rencillas entre intelectuales de renombre.

John Updike
En el 2007, tras la aparición de Terrorista, justo lo mismo pudo decirse de la obra. Cosa que, por cierto, no demerita sus virtudes. Narrada bajo los parámetros del realismo impresionista, la novela es un bien logrado fresco sobre la acuciante actualidad estadounidense. Ésta se halla en un acelerado proceso de transición histórica ampliamente necesitada del esfuerzo imaginativo que la habrá de llevar a buen término, una vez que el declive de la unilateralidad de la nación haya iniciado su fase de cenit sostenido. (Esto no quiere decir, por supuesto, que los Estados Unidos dejen de ser una potencia de primer nivel en el corto plazo, sino sólo que no serán más la única con poder decisorio a nivel global. Sobre esto ha insistido con detalle Wallerstein.)

Hasta este momento, la civilización norteamericana se ha constituido como una manera de ser que, más que haber asimilado la bonanza y la hegemonía indiscutible que ha gozado hasta hace muy poco, se ha volcado sin freno sobre ellas, y ahora no sabe cómo lidiar con los primeros síntomas de la antinómica corrosión que ha comenzado a afectarle:

Mi abuelo pensaba que el capitalismo estaba condenado dice el personaje de Jack Levy, profesor, sherpa y ángel guardián del personaje principal, destinado a ser cada vez más opresor hasta que el proletariado asaltara las barricadas y estableciera el paraíso de los obreros. Pero no ocurrió; o los capitalistas fueron demasiado listos o los proletarios demasiado tontos. Para seguir pisando terreno seguro, cambiaron la etiqueta “capitalismo” por la de “libre empresa”, pero el resultado fue el mismo sálvese quien pueda de siempre. Muchísimos perdedores y los ganadores haciéndose casi con todo. (p. 149.)

La punzante observación refleja el entorno vital que se transforma en una creciente incomodidad emocional del personaje central, Ahmad, un adolescente de último año de preparatoria convertido al Islam desde los once años, quien se hace llamar Ahmad Ashmawy (por más que su apellido legal sea el de su progenitora, Mulloy) en un forzado homenaje a su padre egipcio quien lo abandonara a los tres años, dejándolo al cuidado exclusivo de su madre, una norteamericana total de origen irlandés.

Estructurada como novela de iniciación, con el clásico círculo de vida cotidiana, trastocamiento de la normalidad del héroe, transformación y desenlace, accedemos así a la red de creencias, circunstancias y decisiones que llevarán al joven musulmán al borde de cometer un nuevo acto terrorista de dimensiones colosales en una de las arterias más febriles y pobladas de Manhattan.

La escritura del novelista es puntual, dinámica y efectista. Diestro paisajista, a través de sus descripciones, llenas de plasticidad y en el linde del didactismo, erige un horizonte norteamericano pleno de contrapuntos, contradicciones y desencanto generalizado, producto de la última circunvolución del sistema capitalista global, cuyo resplandor es más fuerte que nunca porque su implosión es ya inminente (por lo menos, de acuerdo con la audaz prospectiva de los sociólogos contemporáneos más arriesgados, a la vanguardia de los cuales se halla el citado Wallerstein). En este sentido, la literatura cumple una vez más con una de sus más celebradas cualidades: ser una penetrante descripción universal del mundo que la nutre y posibilita.

Conocedor tanto de la realidad de su país como de las virtudes y carencias de las enseñanzas islámicas, Updike plantea la tensión que produce el choque entre dos mundos abigarrados y antagónicos. Una cultura milenaria que en sus momentos más recalcitrantes se yergue como poseedora de la verdad absoluta y de la condena plena de todo aquello que le es ajeno, y una cultura relativamente joven que en su momento creyó encarnar las más altas virtudes de la evolución ilustrada del pensamiento occidental. A lo largo del tiempo, este dúo civilizatorio se ha enfrentado numerosas veces sin resolución pacífica para ninguno de los dos extremos. Pero la parte medular del asunto, el núcleo de la tormenta que impide que la visión devenga maniquea, la constituye la simbiosis crítica de uno y otro bando. A querer o no, cada uno es el contrapeso del otro que en un mundo ideal mantendría la balanza en equilibrio. Cada cual a su manera es el mejor y más necesario crítico del otro. Aunque, por supuesto, los ataques llegan a ser tan ácidos y exacerbados que todo el tiempo se encuentran al borde de la ignición y, por supuesto, de la violencia.

Así, como en las fórmulas de la lógica matemática en las que se echa mano de los paréntesis, llaves y corchetes para esclarecer cuáles son las variables libres afectadas por las conectivas y los símbolos de negación, Updike pone entre corchetes narrativamente hablando los pensamientos y apreciaciones de la sociedad estadounidense hechos a lo largo de la historia por la penetrante mente analítica de Ahmad, dando a entender que su contenido es pertinente y lleno de sentido. No así lo que está fuera de las claves críticas de su pensamiento, es decir, la feroz ideología que engloba y determina sus acciones. De esta manera, obtenemos una corrosiva colección de miradas sobre el estado de cosas imperante en la “América” contemporánea (como gustan sus habitantes de llamar a su propio país, excluyendo al resto de decenas de naciones que caen bajo ese mismo título). Dos ejemplos:

[a] Infieles, creen que la seguridad está en la acumulación de objetos mundanos, en las distracciones corruptoras del televisor. Son esclavos de las imágenes, representaciones falsas de felicidad y opulencia. (p. 12.)

[b] Miro  a mi alrededor y veo esclavos: esclavos de las drogas, esclavos de las modas, esclavos de la televisión, esclavos de ídolos deportivos que ni siquiera saben que sus admiradores son seres humanos… (p. 83.)


El tráfico de Nueva Jersey
Esta circunstancia narrativa determina la hechura global de la novela y justifica lo que de otra manera sería un desenlace típico de película hollywoodense con su consabido deus ex machina y un tono moral edificante. Porque entonces nos damos cuenta de que los tintes de intriga y acción que permean la historia toda son sólo el segundo plano, la infratrama que sostiene una intención superior del autor: mostrar a través de la ficcionalización de la dinámica del terror, real y psicológico, que ha hecho presa a la nación norteamericana en lo que va del milenio, que el orden de cosas establecido no puede sino producir las más exacerbadas manifestaciones en su contra. Comprendemos que un imperio es colosal lo mismo en su grandeza que en su miseria. Que cada vez más un creciente grupo de personas  cientos de miles, millones no puede sostener la carga social, económica y cultural que le impone el funcionamiento ciego, impersonal e indefectible de un sistema el capitalismo desbocado cruel como pocos en la historia universal. Que, después de todo, Satanás fue creado en los Cielos y muy cerca del Padre.

*Terrorista de John Updike, Tusquets, México, 2007, 330 pp.
Esta reseña apareció originalmente en el número 40 de Replicante.






viernes, 9 de septiembre de 2011

Las Twin Towers una década después

A diez años de distancia de la caída de las Twin Towers, en la ciudad de Nueva York, ha corrido mucho tinta. Ha habido numerosas conclusiones, emergencias en la investigación y relaciones no contempladas en ese entonces, como la que, al parecer, sostuvieron miembros de la realeza saudí árabe con Bin Laden y sus secuaces (algo que dio a conocer hace unos meses la revista Vanity Fair y que espero poder comentar más adelante en este espacio). También están, por supuesto, las pertinaces teorías conspiratorias, que han machacado sobre la posibilidad de un siniestro trabajo interno por parte de la Administración Bush. Pero a pesar de que este tipo de especulaciones hacen las delicias de muchos, nunca ha quedado claro cuál hubiera sido el beneficio real de ello.
Lo único cierto es que, una década después, el ataque a las Torres Gemelas sigue marcando el signo de nuestros tiempos, pospolíticos, posregulados y decididamente multi polares. De las guerras que los estadounidenses iniciaron con motivo del acto terrorista en su ciudad de ciudades, sólo un round han ganado claramente tantos años después: el asesinato de Bin Laden, autor intelectual del ataque, a manos de las fuerzas especiales de la Marina Nortemericana.
A los pocos meses de haberse verificado el acto terrorista, escribí las siguientes líneas para Casa del Tiempo (número 39, abril del 2002), revista de difusión cultural de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM). Ofrezco ahora a ustedes el texto íntegro para ver si tengo el favor de su lectura (también pueden ver el texto en PDF en mi página de Scribd: http://es.scribd.com/doc/64407961/El-lugar-donde-los-leones-lloran):


El lugar donde los leones lloran
Intro.
Por una vez, Nueva York durmió. Documentada ha quedado ya para la historia la catástrofe. Los medios se encargaron de repetirla cuantas veces fue necesario. Unos, los más, paralizados ante lo ocurrido, temerosos y confundidos, sin más nota que las imágenes de la rápida e inexorable destrucción; inauditas, estremecedoras, espectaculares al fin. Otros, los menos, pero siempre los más profesionales, mantuvieron al mundo entero al tanto de lo ocurrido. Reuters se las llevó casi todas. Del cúmulo de despachos breves pero ilustrativos, hasta el dramático acercamiento, congelado para siempre en una placa, de las personas rogando por sus vidas y saltando desde las ventanas con cara al cielo de los pisos superiores de las Torres Gemelas. Así, poco o nada podría ya decirse en el nivel periodístico. Los medios, bien o mal, cumplieron ya en ese terreno. En cambio, quedan por seguir explorando otros elementos relacionados con la tragedia: el simbólico, el estético y el emotivo.
Humo.
Nueva York no es sólo el enclave social, vital, cotidiano, en el que a diario millones de personas realizan rutinarias y comunes acciones y actividades, propias de las grandes ciudades occidentales. Es el símbolo de la Modernidad. Cosmopolita, rica, democrática, liberal, esplendorosa y grandilocuente. Verdadero centro del imperio estadounidense. Construida con recursos exorbitantes sobre un suelo privilegiado, en especial el de la isla de Manhattan, ajeno y prácticamente inmune a los temblores, se volvió, a la vuelta de un siglo, en el sitio por excelencia de los rascacielos. Y de las oportunidades. Del sueño americano cumplido. De la sociedad multirracial. Del pobre que con base en el esfuerzo personal puede volverse rico; de la cara amable y deseable del capitalismo. La mega urbe es también un espacio estético y cultural; real e imaginario. Es el sitio de los deseos, las esperanzas, los mitos y realidades que corresponden a las aspiraciones sociales contemporáneas de este lado del mundo. Una ciudad mil veces filmada, mil veces narrada, cien veces cantada. Su plásticamente fragmentada familiaridad la ha convertido en un estado mental. Anhelo, fantasía y deseo. Realidad, cotidianeidad y símbolo. Tantas veces nombrada, en el transcurso de un día de mañana clara y nítida apenas se podía susurrar su nombre, como el de Roma, según un diálogo del personaje de Marco Aurelio (Richard Harris) en Gladiador de Ridley Scott.
La parálisis, la sorpresa, la incredulidad, el enmudecimiento, el llanto y la psicosis que alcanzaron repercusión planetaria, fueron subproductos de la estupefacción; el estupor de ver un símbolo sacudido, acaso destruido, disuelto su valor y significado. En sesenta minutos, el significado se quedó sin referente. Cabría incluso preguntarse si este acontecimiento representa el verdadero fin de la Modernidad, tan llevado y traído en las últimas décadas[1]. ¿Pero no fue la espectacularidad de los acontecimientos de ese desdichado día de septiembre el mero anuncio, el grito de Patmos, de un proceso degradante verificado de tiempo atrás?
De tan cotidiano ya no lo percibimos, pero basta detener la mirada aquí y allá en la efervescencia urbana de nuestras descomunales ciudades para constatar el inevitable triunfo de la estética y la sociología cyberpunk. Por todas partes —y esto es especialmente cierto en ciertas zonas de Nueva York— la alta tecnología convive con el tribalismo, la ley de las calles y la economía informal. La suciedad se hacina a unos pasos de áreas pensadas asépticas, islas de supuesta sanidad dentro del embrollo urbano como son los malls, los corporativos, las zonas residenciales. Aglomeraciones, delincuencia, caos vial; vías de acceso y traslado constantemente estropeadas, polución y basura a la vera de los más deslumbrantes automóviles último modelo. Por igual, la sociedad se ordena cada vez más en grupos, grupúsculos y micro comunidades. El color de la piel, la condición social, la actividad, lícita o ilícita, la religión, la afinidad lingüística o el origen étnico se convierten en los pegamentos sociales de hoy. La Nueva York microcósmica, no la de las postales, ni la del centro del comercio internacional, ni la del sueño idílico, sigue y marca la ruta de este estado de cosas en el nivel mundial[2].
¿Qué quedaba entonces? Quedaba el símbolo. La “Urbe de Hierro” era el símbolo de la Unión Americana. Su nombre no refería a esa realidad cotidiana, en pleno proceso de cyberpunkización, si se me permite el neologismo, sino a un bastión ideológico: la bonanza económica del armónico multiculturalismo estadounidense. Acostumbrados a los referentes simbólicos, ese fue el más grande blanco del ataque terrorista del 11 de septiembre. Con las Torres Gemelas se destruyó la ilusión de seguir viviendo al abrigo de las ideologías omniabarcantes del siglo XX. A fuerza de una violencia extrema, cruel y desquiciada, los Estados Unidos vivieron su propia caída del Muro de Berlín. La última gran ideología, la capitalista en su versión imperialista, quedó sacudida, tal vez destruida, aquella terrible mañana limpia y clara de la costa Este norteamericana.
Fuego.
El acto terrorista que cimbró el simbolismo neoyorquino y acabó con el par de rascacielos más altos de la zona sur de Manhattan (los segundos de Estados Unidos y los terceros del mundo), lo mismo que con la vida de miles de personas, fue un acto virtuoso en el sentido aristotélico del término. Es decir, fue ejecutado con la maestría que tal acción requería. El arte de la perversidad realizado por nota. Dentro de una estética completamente hollywoodense —o sea, completamente estadounidense—, decenas de fotos y videos reprodujeron sin cesar la nube de fuego, el humo y los escombros volando al vacío que el segundo impacto contra los rascacielos produjera. Previo a ello, la gracilidad del enorme reactor en línea recta hacia la torre para, momentos antes de estrellarse, hacer un loop y entrar limpia y mortíferamente en los pisos superiores del edificio. Esta no es una serie de afirmaciones inhumanas; tampoco de regocijo o simpatía, sólo es la constatación de la separabilidad del acto en sí mismo respecto de los elementos morales que a él adhieren. En una palabra, si es posible diferenciar una esfera puramente estética de un acontecimiento moralmente condenable, entonces, lo moral no es inherente a dicho acontecimiento.
Esto es así debido a que la lógica del terrorismo es similar a la de la guerra en, por lo menos, un elemento: en ella no existe el punto de vista moral. La muerte masiva o grupal de seres humanos que dichos estados y acciones de violencia implican no está sujeta al escrutinio moral. El código vida/muerte es reducido al extremo de existencia/no existencia y, de ahí, a un mero cálculo pragmático que responde a la pregunta ¿cuál es la ganancia (en términos de ventaja numérica, de estrategia, o de espectacularidad) que me representa (a mi ejército, a mi causa, a mi bandera, etcétera) la muerte de x número de individuos? Las bajas, nombre con el que se designa de manera abstracta la muerte de personas concretas, son entendidas como un mero producto de la lucha calculado de manera utilitaria. Cuando éstas se componen de elementos militares, la ganancia será una menor cantidad de enemigos armados; cuando son civiles, la ganancia es o bien la merma de la población del lugar que se ataca, o bien la ostentación del golpe destructor. Vietnam y el ataque a Nueva York representan uno y otro caso, mientras que el ataque japonés a Pearl Harbor sería una mezcla de ambos.
Aunque difícil, habrá que entender que no existen ataques buenos y ataques malos, destrucción con honor y destrucción sin honor. Terrorismo y guerra son ambos hermanos de la misma lógica perversa de nuestra especie a la hora de despedazarse. Sus resultados, en medio de la pena y espanto que producen a nuestra natural sensibilidad, se inscriben en la fría dinámica que ellos mismos generan; una en la que está fuera de lugar hablar de inocentes o culpables, puesto que dentro de la guerra y el terrorismo no existe ni lo uno ni lo otro, sino simples y llanos números, y el cálculo estimado de pérdidas y ganancias que estos representan. (Por supuesto, esto no es otra cosa de la constatación del tipo aberrante de seres que somos.) Si se quiere hablar con corrección de ello, habrá que hacerlo en dichos términos, a pesar de que la tentación de moralizar su crudeza esté siempre presente. Exentos en sí mismos de la moral, resta la contemplación de la estética que implican. No podemos hacer más que describirla y comprenderla, aunque aquí sí halle pertinencia la pregunta psicológica sobre cómo es posible que podamos encontrar belleza en el horror.
Cenizas.
En su libro Contingencia, ironía, solidaridad, el filósofo estadounidense Richard Rorty afirma que ante la imposibilidad, empíricamente probada, de establecer grandes discursos morales con base en leyes trascendentales (al estilo de Immanuel Kant, por ejemplo) que exigen demasiado para cumplirse, la alternativa para la convivencia es la solidaridad. De acuerdo con esta postura, el cemento social consistirá en buscar la afinidad con los otros, independientemente de las discrepancias de creencias, razas o credos, en por lo menos un elemento básico de nuestra compleja naturaleza: el sufrimiento. Sentir desagrado por la crueldad y compartir el sentir de los que la padecen. El giro que da Rorty a la moral tradicional es preciso porque depende de una característica esencial de la psicología de la especie: la emotividad; la cual es inseparable —esa sí— de lo trágico y lo abyecto.
Ante una tragedia, una catástrofe o alguna otra manifestación de horror que implique el conocimiento del sufrimiento ajeno, nuestra ambigua naturaleza dispara los sentimientos de simpatía y aflicción por los otros. En el extremo opuesto de la razón beligerante, encontramos la emotividad que nos hace reconocernos en los otros; verlos como semejantes, ponernos en su lugar y asumirnos como miembros hermanados de una sola especie.
En este sentido, la tendencia a moralizar un acto de guerra es consecuencia de la emotividad. Por la misma razón, numerosos intelectuales se vieron empantanados en su propia retórica moralizante al caer en ambigüedades del tipo, “Fue un acto malo, pero Estados Unidos se lo buscó (por ser también malo)”; “No hay víctimas culpables (porque todas las víctimas son buenas)”; “Constituyó un acontecimiento de odio y maldad supremos”, etcétera. En realidad, más allá del revestimiento moral que en sus dichos daban a un acto completamente amoral[3], lo que querían expresar eran sus sentimientos de compasión por las víctimas y de desagrado por lo ocurrido a ellas. Quizá un prurito de pose intelectual les impidió expresar sus emociones de manera sencilla y clara. No obstante, en un acontecimiento como el ocurrido, la emoción es el único fundamento para la condena civil —porque la condena militar es la respuesta bélica, claro está—, ya sea subjetiva o colectiva.
Justo de esta manera lo entendió el escritor sureño, Richard Ford. En su escrito del 23 de septiembre del 2001, publicado en The New York Times y titulado “The Attack Took More Than the Victims’ Lives. It Took Their Deaths”, expresa emotivamente su visión de la tragedia. Al comparar la muerte de su padre, casera, en cama, relativamente tranquila, con el horror de la muerte súbita de miles de personas, afirma su congoja e ira por lo ocurrido. El texto es perfecto porque es simplemente emotivo. Sin más rodeos, la condena se valida y fortalece al provenir de una parte central (acaso innata) de nuestra mentalidad: el sentimiento de solidaridad. Lo mismo ocurre al ver los videos y fotografías de las personas saltando al vacío impulsadas por la desesperada resignación. O aquella fotografía de AFP, publicada por Newsweek (edición extra del 12 de septiembre del 2011), en la que un policía devastado no tiene más remedio que llorar desconsolado sobre su patrulla en medio de los escombros. O las últimas palabras de una mujer condenada a morir entre las ruinas, que llama desde su celular para decir “Voy a morir. Adiós. Te amo”, y decenas por el estilo. Testimonios todos que incluso llevan al llanto franco.
Si bien el impulso por dar un carácter moral a cualquier tipo de dinámica social es perenne en nuestra especie, una segunda mirada nos hará comprender que en un caso como el que ahora nos ocupa sólo hay lugar o bien para el pragmatismo (me atacas, ahora contraataco, y que comience la guerra), o bien para la emotividad. Después de todo, nada hay más sentido que saber que la mayoría de los occidentales durante mucho tiempo tuvimos una creencia errónea. Pensamos que las Torres Gemelas, que Nueva York toda, iban a ser eternas. Que, al igual que las catedrales góticas o las moles virreinales españolas, iban a ser el vestigio de una época y de un imperio. Que, como en Inteligencia artificial de Spielberg/Kubrick, dentro de unos siglos, con el planeta en medio del caos climático y los polos derretidos, iban a ser el lugar donde los leones de bronce lloran la desbordada agua marina de nuestra inconsciencia. No fue así y, a querer o no, eso es motivo de duelo y de nostalgia.

[1] No obstante, habrá que irse con cuidado en esta apreciación y no olvidar que estamos en el puro terreno de la simbología y no de la historia efectiva. Perder de vista esto puede dar lugar a visiones tremendistas carentes de sustento empírico.
[2] A pesar de que se ha utilizado el término “proceso de degradación”, que puede ser equívoco, el estado de cosas mencionado no debe ser interpretado en términos de esplendor/decadencia, sino simplemente como la tendencia actual hacia la atomización social (exacerbada por las profundas desigualdades económicas al interior de las sociedades y el curioso fenómeno de la accesibilidad popular a la alta tecnología) como un recurso de supervivencia ante la complejidad de las ciudades masificadas. Entonces, “degradación” aquí referiría al término, al fin de una época y nada más, sin pronunciarse moralmente (es decir, en términos de bueno/malo) sobre este hecho.
[3] Incluso en el caso de que, como ha decretado el Estado Mayor estadounidense, el ataque terrorista haya sido perpetrado por grupos de raíz musulmana y estos apelen, entre otras cosas, a sus convicciones religiosas, ocurre aquí lo mismo que ya se ha establecido: podrán invocar a Alá todo lo que quieran, pero la hechura del acto fue programada y ejecutada como un puro y simple cálculo utilitario guerrero.