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Revista Replicante

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viernes, 9 de septiembre de 2011

Las Twin Towers una década después

A diez años de distancia de la caída de las Twin Towers, en la ciudad de Nueva York, ha corrido mucho tinta. Ha habido numerosas conclusiones, emergencias en la investigación y relaciones no contempladas en ese entonces, como la que, al parecer, sostuvieron miembros de la realeza saudí árabe con Bin Laden y sus secuaces (algo que dio a conocer hace unos meses la revista Vanity Fair y que espero poder comentar más adelante en este espacio). También están, por supuesto, las pertinaces teorías conspiratorias, que han machacado sobre la posibilidad de un siniestro trabajo interno por parte de la Administración Bush. Pero a pesar de que este tipo de especulaciones hacen las delicias de muchos, nunca ha quedado claro cuál hubiera sido el beneficio real de ello.
Lo único cierto es que, una década después, el ataque a las Torres Gemelas sigue marcando el signo de nuestros tiempos, pospolíticos, posregulados y decididamente multi polares. De las guerras que los estadounidenses iniciaron con motivo del acto terrorista en su ciudad de ciudades, sólo un round han ganado claramente tantos años después: el asesinato de Bin Laden, autor intelectual del ataque, a manos de las fuerzas especiales de la Marina Nortemericana.
A los pocos meses de haberse verificado el acto terrorista, escribí las siguientes líneas para Casa del Tiempo (número 39, abril del 2002), revista de difusión cultural de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM). Ofrezco ahora a ustedes el texto íntegro para ver si tengo el favor de su lectura (también pueden ver el texto en PDF en mi página de Scribd: http://es.scribd.com/doc/64407961/El-lugar-donde-los-leones-lloran):


El lugar donde los leones lloran
Intro.
Por una vez, Nueva York durmió. Documentada ha quedado ya para la historia la catástrofe. Los medios se encargaron de repetirla cuantas veces fue necesario. Unos, los más, paralizados ante lo ocurrido, temerosos y confundidos, sin más nota que las imágenes de la rápida e inexorable destrucción; inauditas, estremecedoras, espectaculares al fin. Otros, los menos, pero siempre los más profesionales, mantuvieron al mundo entero al tanto de lo ocurrido. Reuters se las llevó casi todas. Del cúmulo de despachos breves pero ilustrativos, hasta el dramático acercamiento, congelado para siempre en una placa, de las personas rogando por sus vidas y saltando desde las ventanas con cara al cielo de los pisos superiores de las Torres Gemelas. Así, poco o nada podría ya decirse en el nivel periodístico. Los medios, bien o mal, cumplieron ya en ese terreno. En cambio, quedan por seguir explorando otros elementos relacionados con la tragedia: el simbólico, el estético y el emotivo.
Humo.
Nueva York no es sólo el enclave social, vital, cotidiano, en el que a diario millones de personas realizan rutinarias y comunes acciones y actividades, propias de las grandes ciudades occidentales. Es el símbolo de la Modernidad. Cosmopolita, rica, democrática, liberal, esplendorosa y grandilocuente. Verdadero centro del imperio estadounidense. Construida con recursos exorbitantes sobre un suelo privilegiado, en especial el de la isla de Manhattan, ajeno y prácticamente inmune a los temblores, se volvió, a la vuelta de un siglo, en el sitio por excelencia de los rascacielos. Y de las oportunidades. Del sueño americano cumplido. De la sociedad multirracial. Del pobre que con base en el esfuerzo personal puede volverse rico; de la cara amable y deseable del capitalismo. La mega urbe es también un espacio estético y cultural; real e imaginario. Es el sitio de los deseos, las esperanzas, los mitos y realidades que corresponden a las aspiraciones sociales contemporáneas de este lado del mundo. Una ciudad mil veces filmada, mil veces narrada, cien veces cantada. Su plásticamente fragmentada familiaridad la ha convertido en un estado mental. Anhelo, fantasía y deseo. Realidad, cotidianeidad y símbolo. Tantas veces nombrada, en el transcurso de un día de mañana clara y nítida apenas se podía susurrar su nombre, como el de Roma, según un diálogo del personaje de Marco Aurelio (Richard Harris) en Gladiador de Ridley Scott.
La parálisis, la sorpresa, la incredulidad, el enmudecimiento, el llanto y la psicosis que alcanzaron repercusión planetaria, fueron subproductos de la estupefacción; el estupor de ver un símbolo sacudido, acaso destruido, disuelto su valor y significado. En sesenta minutos, el significado se quedó sin referente. Cabría incluso preguntarse si este acontecimiento representa el verdadero fin de la Modernidad, tan llevado y traído en las últimas décadas[1]. ¿Pero no fue la espectacularidad de los acontecimientos de ese desdichado día de septiembre el mero anuncio, el grito de Patmos, de un proceso degradante verificado de tiempo atrás?
De tan cotidiano ya no lo percibimos, pero basta detener la mirada aquí y allá en la efervescencia urbana de nuestras descomunales ciudades para constatar el inevitable triunfo de la estética y la sociología cyberpunk. Por todas partes —y esto es especialmente cierto en ciertas zonas de Nueva York— la alta tecnología convive con el tribalismo, la ley de las calles y la economía informal. La suciedad se hacina a unos pasos de áreas pensadas asépticas, islas de supuesta sanidad dentro del embrollo urbano como son los malls, los corporativos, las zonas residenciales. Aglomeraciones, delincuencia, caos vial; vías de acceso y traslado constantemente estropeadas, polución y basura a la vera de los más deslumbrantes automóviles último modelo. Por igual, la sociedad se ordena cada vez más en grupos, grupúsculos y micro comunidades. El color de la piel, la condición social, la actividad, lícita o ilícita, la religión, la afinidad lingüística o el origen étnico se convierten en los pegamentos sociales de hoy. La Nueva York microcósmica, no la de las postales, ni la del centro del comercio internacional, ni la del sueño idílico, sigue y marca la ruta de este estado de cosas en el nivel mundial[2].
¿Qué quedaba entonces? Quedaba el símbolo. La “Urbe de Hierro” era el símbolo de la Unión Americana. Su nombre no refería a esa realidad cotidiana, en pleno proceso de cyberpunkización, si se me permite el neologismo, sino a un bastión ideológico: la bonanza económica del armónico multiculturalismo estadounidense. Acostumbrados a los referentes simbólicos, ese fue el más grande blanco del ataque terrorista del 11 de septiembre. Con las Torres Gemelas se destruyó la ilusión de seguir viviendo al abrigo de las ideologías omniabarcantes del siglo XX. A fuerza de una violencia extrema, cruel y desquiciada, los Estados Unidos vivieron su propia caída del Muro de Berlín. La última gran ideología, la capitalista en su versión imperialista, quedó sacudida, tal vez destruida, aquella terrible mañana limpia y clara de la costa Este norteamericana.
Fuego.
El acto terrorista que cimbró el simbolismo neoyorquino y acabó con el par de rascacielos más altos de la zona sur de Manhattan (los segundos de Estados Unidos y los terceros del mundo), lo mismo que con la vida de miles de personas, fue un acto virtuoso en el sentido aristotélico del término. Es decir, fue ejecutado con la maestría que tal acción requería. El arte de la perversidad realizado por nota. Dentro de una estética completamente hollywoodense —o sea, completamente estadounidense—, decenas de fotos y videos reprodujeron sin cesar la nube de fuego, el humo y los escombros volando al vacío que el segundo impacto contra los rascacielos produjera. Previo a ello, la gracilidad del enorme reactor en línea recta hacia la torre para, momentos antes de estrellarse, hacer un loop y entrar limpia y mortíferamente en los pisos superiores del edificio. Esta no es una serie de afirmaciones inhumanas; tampoco de regocijo o simpatía, sólo es la constatación de la separabilidad del acto en sí mismo respecto de los elementos morales que a él adhieren. En una palabra, si es posible diferenciar una esfera puramente estética de un acontecimiento moralmente condenable, entonces, lo moral no es inherente a dicho acontecimiento.
Esto es así debido a que la lógica del terrorismo es similar a la de la guerra en, por lo menos, un elemento: en ella no existe el punto de vista moral. La muerte masiva o grupal de seres humanos que dichos estados y acciones de violencia implican no está sujeta al escrutinio moral. El código vida/muerte es reducido al extremo de existencia/no existencia y, de ahí, a un mero cálculo pragmático que responde a la pregunta ¿cuál es la ganancia (en términos de ventaja numérica, de estrategia, o de espectacularidad) que me representa (a mi ejército, a mi causa, a mi bandera, etcétera) la muerte de x número de individuos? Las bajas, nombre con el que se designa de manera abstracta la muerte de personas concretas, son entendidas como un mero producto de la lucha calculado de manera utilitaria. Cuando éstas se componen de elementos militares, la ganancia será una menor cantidad de enemigos armados; cuando son civiles, la ganancia es o bien la merma de la población del lugar que se ataca, o bien la ostentación del golpe destructor. Vietnam y el ataque a Nueva York representan uno y otro caso, mientras que el ataque japonés a Pearl Harbor sería una mezcla de ambos.
Aunque difícil, habrá que entender que no existen ataques buenos y ataques malos, destrucción con honor y destrucción sin honor. Terrorismo y guerra son ambos hermanos de la misma lógica perversa de nuestra especie a la hora de despedazarse. Sus resultados, en medio de la pena y espanto que producen a nuestra natural sensibilidad, se inscriben en la fría dinámica que ellos mismos generan; una en la que está fuera de lugar hablar de inocentes o culpables, puesto que dentro de la guerra y el terrorismo no existe ni lo uno ni lo otro, sino simples y llanos números, y el cálculo estimado de pérdidas y ganancias que estos representan. (Por supuesto, esto no es otra cosa de la constatación del tipo aberrante de seres que somos.) Si se quiere hablar con corrección de ello, habrá que hacerlo en dichos términos, a pesar de que la tentación de moralizar su crudeza esté siempre presente. Exentos en sí mismos de la moral, resta la contemplación de la estética que implican. No podemos hacer más que describirla y comprenderla, aunque aquí sí halle pertinencia la pregunta psicológica sobre cómo es posible que podamos encontrar belleza en el horror.
Cenizas.
En su libro Contingencia, ironía, solidaridad, el filósofo estadounidense Richard Rorty afirma que ante la imposibilidad, empíricamente probada, de establecer grandes discursos morales con base en leyes trascendentales (al estilo de Immanuel Kant, por ejemplo) que exigen demasiado para cumplirse, la alternativa para la convivencia es la solidaridad. De acuerdo con esta postura, el cemento social consistirá en buscar la afinidad con los otros, independientemente de las discrepancias de creencias, razas o credos, en por lo menos un elemento básico de nuestra compleja naturaleza: el sufrimiento. Sentir desagrado por la crueldad y compartir el sentir de los que la padecen. El giro que da Rorty a la moral tradicional es preciso porque depende de una característica esencial de la psicología de la especie: la emotividad; la cual es inseparable —esa sí— de lo trágico y lo abyecto.
Ante una tragedia, una catástrofe o alguna otra manifestación de horror que implique el conocimiento del sufrimiento ajeno, nuestra ambigua naturaleza dispara los sentimientos de simpatía y aflicción por los otros. En el extremo opuesto de la razón beligerante, encontramos la emotividad que nos hace reconocernos en los otros; verlos como semejantes, ponernos en su lugar y asumirnos como miembros hermanados de una sola especie.
En este sentido, la tendencia a moralizar un acto de guerra es consecuencia de la emotividad. Por la misma razón, numerosos intelectuales se vieron empantanados en su propia retórica moralizante al caer en ambigüedades del tipo, “Fue un acto malo, pero Estados Unidos se lo buscó (por ser también malo)”; “No hay víctimas culpables (porque todas las víctimas son buenas)”; “Constituyó un acontecimiento de odio y maldad supremos”, etcétera. En realidad, más allá del revestimiento moral que en sus dichos daban a un acto completamente amoral[3], lo que querían expresar eran sus sentimientos de compasión por las víctimas y de desagrado por lo ocurrido a ellas. Quizá un prurito de pose intelectual les impidió expresar sus emociones de manera sencilla y clara. No obstante, en un acontecimiento como el ocurrido, la emoción es el único fundamento para la condena civil —porque la condena militar es la respuesta bélica, claro está—, ya sea subjetiva o colectiva.
Justo de esta manera lo entendió el escritor sureño, Richard Ford. En su escrito del 23 de septiembre del 2001, publicado en The New York Times y titulado “The Attack Took More Than the Victims’ Lives. It Took Their Deaths”, expresa emotivamente su visión de la tragedia. Al comparar la muerte de su padre, casera, en cama, relativamente tranquila, con el horror de la muerte súbita de miles de personas, afirma su congoja e ira por lo ocurrido. El texto es perfecto porque es simplemente emotivo. Sin más rodeos, la condena se valida y fortalece al provenir de una parte central (acaso innata) de nuestra mentalidad: el sentimiento de solidaridad. Lo mismo ocurre al ver los videos y fotografías de las personas saltando al vacío impulsadas por la desesperada resignación. O aquella fotografía de AFP, publicada por Newsweek (edición extra del 12 de septiembre del 2011), en la que un policía devastado no tiene más remedio que llorar desconsolado sobre su patrulla en medio de los escombros. O las últimas palabras de una mujer condenada a morir entre las ruinas, que llama desde su celular para decir “Voy a morir. Adiós. Te amo”, y decenas por el estilo. Testimonios todos que incluso llevan al llanto franco.
Si bien el impulso por dar un carácter moral a cualquier tipo de dinámica social es perenne en nuestra especie, una segunda mirada nos hará comprender que en un caso como el que ahora nos ocupa sólo hay lugar o bien para el pragmatismo (me atacas, ahora contraataco, y que comience la guerra), o bien para la emotividad. Después de todo, nada hay más sentido que saber que la mayoría de los occidentales durante mucho tiempo tuvimos una creencia errónea. Pensamos que las Torres Gemelas, que Nueva York toda, iban a ser eternas. Que, al igual que las catedrales góticas o las moles virreinales españolas, iban a ser el vestigio de una época y de un imperio. Que, como en Inteligencia artificial de Spielberg/Kubrick, dentro de unos siglos, con el planeta en medio del caos climático y los polos derretidos, iban a ser el lugar donde los leones de bronce lloran la desbordada agua marina de nuestra inconsciencia. No fue así y, a querer o no, eso es motivo de duelo y de nostalgia.

[1] No obstante, habrá que irse con cuidado en esta apreciación y no olvidar que estamos en el puro terreno de la simbología y no de la historia efectiva. Perder de vista esto puede dar lugar a visiones tremendistas carentes de sustento empírico.
[2] A pesar de que se ha utilizado el término “proceso de degradación”, que puede ser equívoco, el estado de cosas mencionado no debe ser interpretado en términos de esplendor/decadencia, sino simplemente como la tendencia actual hacia la atomización social (exacerbada por las profundas desigualdades económicas al interior de las sociedades y el curioso fenómeno de la accesibilidad popular a la alta tecnología) como un recurso de supervivencia ante la complejidad de las ciudades masificadas. Entonces, “degradación” aquí referiría al término, al fin de una época y nada más, sin pronunciarse moralmente (es decir, en términos de bueno/malo) sobre este hecho.
[3] Incluso en el caso de que, como ha decretado el Estado Mayor estadounidense, el ataque terrorista haya sido perpetrado por grupos de raíz musulmana y estos apelen, entre otras cosas, a sus convicciones religiosas, ocurre aquí lo mismo que ya se ha establecido: podrán invocar a Alá todo lo que quieran, pero la hechura del acto fue programada y ejecutada como un puro y simple cálculo utilitario guerrero.

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