Hacia el final de su vida, Niklas Luhmann, el más importante teórico de lo social de la segunda mitad del siglo XX, con vigencia hasta nuestros días, publicó su obra El arte de la sociedad. En ella expresó el sentido profundo del arte contemporáneo, su devenir auto contenido, auto regulado y, en suma, autológico. Allí afirmó:
Al operar de manera diferenciada y exclusiva, el arte actual (que podríamos situar, no sin cierta arbitrariedad, de mediados del siglo XX a la fecha) genera una paradójica manera de ser: al mismo tiempo es el ejercicio de la plena libertad, ajena a los vaivenes de la ideología y la política (aunque no, ciertamente, de los del mercado), pero también es el enclave último de sentido para una época caótica y convulsa. Como afirma Luhmann, el arte es la generación del orden en medio de la disolución de los principios básicos de una sociedad estable y jerarquizada. Es la ejecución perfecta de un conjunto peculiar de reglas: los códigos de la música, la pintura, el lenguaje, etcétera. En su ímpetu contestatario y provocador (que puede ser de maneras tan diversas como el kitsch socarrón de David LaChapelle o la provocación religiosa frontal de Andrés Serrano; aquí ofrezco, respectivamente, sus obras Pigs in a Poke y Piss Christ), el arte contemporáneo resuelve la urgencia disolutoria de nuestros tiempos, correctamente llamados postmodernos: sublima la totalidad de lo humano en un diluvio de formas que no dejan escapar nada. Lo violento, lo grotesco, lo nauseabundo; tanto como lo epifánico, lo bello y lo edificante, convergen en el arte. Es el espacio al que el ser humano aspira. Es la reconversión de nuestra irredenta naturaleza salvaje en algo que de manera definitiva le pone un dique; la elevación última de nuestras capacidades emotivas y racionales. Que siga siendo reservado para unos pocos creadores y unos cuantos espectadores aventajados es, al mismo tiempo, desgracia y reto de los tiempos por venir. A pesar de sí mismo, Nietzsche lo sugirió hace más de cien años: lo único que se opone al nihilismo es la estética.
"En el arte se evidencia tan sólo el carácter inevitable del orden en cuanto tal. Que en el arte se recurra a estructuras transjerárquicas, círculos autorreferenciales, lógicas transclásicas y, en resumidas cuentas, a mayores grados de libertad, es algo correspondiente a las condiciones sociales de la modernidad, y sirve para señalar que una sociedad diferenciada en sistemas funcionales debe renunciar a la autoridad y a la representación. El arte pone de manifiesto que esto no culmina -como lo podrían temer los tradicionalistas- en una renuncia al orden" (p., 249).
Al operar de manera diferenciada y exclusiva, el arte actual (que podríamos situar, no sin cierta arbitrariedad, de mediados del siglo XX a la fecha) genera una paradójica manera de ser: al mismo tiempo es el ejercicio de la plena libertad, ajena a los vaivenes de la ideología y la política (aunque no, ciertamente, de los del mercado), pero también es el enclave último de sentido para una época caótica y convulsa. Como afirma Luhmann, el arte es la generación del orden en medio de la disolución de los principios básicos de una sociedad estable y jerarquizada. Es la ejecución perfecta de un conjunto peculiar de reglas: los códigos de la música, la pintura, el lenguaje, etcétera. En su ímpetu contestatario y provocador (que puede ser de maneras tan diversas como el kitsch socarrón de David LaChapelle o la provocación religiosa frontal de Andrés Serrano; aquí ofrezco, respectivamente, sus obras Pigs in a Poke y Piss Christ), el arte contemporáneo resuelve la urgencia disolutoria de nuestros tiempos, correctamente llamados postmodernos: sublima la totalidad de lo humano en un diluvio de formas que no dejan escapar nada. Lo violento, lo grotesco, lo nauseabundo; tanto como lo epifánico, lo bello y lo edificante, convergen en el arte. Es el espacio al que el ser humano aspira. Es la reconversión de nuestra irredenta naturaleza salvaje en algo que de manera definitiva le pone un dique; la elevación última de nuestras capacidades emotivas y racionales. Que siga siendo reservado para unos pocos creadores y unos cuantos espectadores aventajados es, al mismo tiempo, desgracia y reto de los tiempos por venir. A pesar de sí mismo, Nietzsche lo sugirió hace más de cien años: lo único que se opone al nihilismo es la estética.