Hombre de múltiples facetas creativas, que pasó de ser un adolescente haragán (según sus propias palabras) a un adicto al trabajo, Rob Zombie accedió maduro al arte cinematográfico. Además de su destacada capacidad para resaltar lo sórdido y chocarrero del sustrato lumpen de la sociedad estadounidense con su ópera prima House of 1000 corpses del 2003, y su secuela, The Devil's Rejects del 2005, sus rehechuras de la cintas Halloween en el 2007 y el 2009, mostraron un flanco pertubador y estéticamente impecable: su hiperrealismo cinematográfico. Si bien éste ha sido una tendencia fílmica sostenida desde la secuencia inicial de Saving Private Ryan de Steven Spielberg, ésta llegó a uno de sus puntos culminantes con la versión de Zombie de Halloween II.
En su remake de las cintas del asesino Mike Myers, el director dotó a la historia con dos vetas hiperrealistas contundentes: por una parte, fundió la realidad y la pesadilla por medio de un sustrato narrativo inexistente en las entregas originales de hace treinta años: en las versiones del también roquero existe una puntual genealogía del mal metafísico encarnado por el asesino enmascarado. La historia neurológica y familiar que construye al serial killer es un fresco rutilante de un sustrato social enfermo, irremediable, perdido en las miasmas de la sociedad del hiper consumo. A diferencia de las cintas originales, que bordaron sobre una especie de surrealismo popular, Zombie elaboró una historia causal secuencial y lógica. El acabado fantástico, entonces, queda supeditado a ella y se transforma en una violenta alegoría sobre la maldad incontrolable e irredenta en el mundo.
En el plano estrictamente visual, el realizador se esmeró en generar un universo pesadillesco nauseabundo y descarnado, estrictamente ligado a la ominosidad de lo real: cualquiera que haya visto las fotografías de la nota roja de los periodicos especializados en ello, sabe que la secuencia de Laurie en la ambulancia tras ser brutalmente atacada por Myers, bañada en sangre y en shock nervioso, es lo más apegado a la realidad que se ha visto en el cine en años.
Niklas Luhmann dijo alguna vez (en su obra El arte de la sociedad) que el hiperrealismo de ninguna manera es el quebranto del arte, o la pérdida de su especifidad frente al mundo real, sino que por lo contrario, es la perpetuación más acabada de lo artístico, por la sencilla razón de que en su esmero, demuestra su sustancialidad estética: el hiperrealismo dice "esto es arte y no otra cosa". Rob Zombie ha sabido hacerlo de manera ejemplar por una razón que, en el fondo, es simple: ha sido fiel a sus gustos y a sus principios artísticos. Su trabajo es una muestra fehaciente (en más de un sentido afín a lo que hace Kris Kuksi, ya comentado en este espacio) de que aquello que los exquisitos llaman "el triunfo de la vulgaridad" (donde meten al pop art, al rock, al cómic, etc.) es un territorio inmenso para seguir sacudiendo la consciencia estética de las masas del mundo occidental.
En su remake de las cintas del asesino Mike Myers, el director dotó a la historia con dos vetas hiperrealistas contundentes: por una parte, fundió la realidad y la pesadilla por medio de un sustrato narrativo inexistente en las entregas originales de hace treinta años: en las versiones del también roquero existe una puntual genealogía del mal metafísico encarnado por el asesino enmascarado. La historia neurológica y familiar que construye al serial killer es un fresco rutilante de un sustrato social enfermo, irremediable, perdido en las miasmas de la sociedad del hiper consumo. A diferencia de las cintas originales, que bordaron sobre una especie de surrealismo popular, Zombie elaboró una historia causal secuencial y lógica. El acabado fantástico, entonces, queda supeditado a ella y se transforma en una violenta alegoría sobre la maldad incontrolable e irredenta en el mundo.
En el plano estrictamente visual, el realizador se esmeró en generar un universo pesadillesco nauseabundo y descarnado, estrictamente ligado a la ominosidad de lo real: cualquiera que haya visto las fotografías de la nota roja de los periodicos especializados en ello, sabe que la secuencia de Laurie en la ambulancia tras ser brutalmente atacada por Myers, bañada en sangre y en shock nervioso, es lo más apegado a la realidad que se ha visto en el cine en años.
Niklas Luhmann dijo alguna vez (en su obra El arte de la sociedad) que el hiperrealismo de ninguna manera es el quebranto del arte, o la pérdida de su especifidad frente al mundo real, sino que por lo contrario, es la perpetuación más acabada de lo artístico, por la sencilla razón de que en su esmero, demuestra su sustancialidad estética: el hiperrealismo dice "esto es arte y no otra cosa". Rob Zombie ha sabido hacerlo de manera ejemplar por una razón que, en el fondo, es simple: ha sido fiel a sus gustos y a sus principios artísticos. Su trabajo es una muestra fehaciente (en más de un sentido afín a lo que hace Kris Kuksi, ya comentado en este espacio) de que aquello que los exquisitos llaman "el triunfo de la vulgaridad" (donde meten al pop art, al rock, al cómic, etc.) es un territorio inmenso para seguir sacudiendo la consciencia estética de las masas del mundo occidental.
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