Uno de los tabúes más extendidos en toda comunidad humana ha sido
la antropofagia. Su práctica es el límite de lo que consideramos modos de
interacción mínimamente humanos. No es casual, entonces, que en tiempos
antiguos dicha práctica haya sido excepcional e invariablemente tamizada por
algún tipo de ritualidad; basta pensar en la elaborada ceremonialidad que
rodeaba la ingesta cardíaca de los más hábiles enemigos del imperio azteca,
capturados en combate y preparados con afán para la magna demostración de poder
teocrático que representaba la ceremonia de extracción de corazones.
En la época moderna, el canibalismo fue vinculado,
inequívocamente, al atraso cultural y al primitivismo social. Así Hegel, en su
magna obra sobre el desarrollo y sentido de la historia (sus Lecciones sobre la filosofía de la historia
universal, circa de 1830), refiere ─de oídas─ que algunas tribus africanas
practican el canibalismo consuetudinario, no significando otra cosa que el
hecho de que aún distan mucho de pertenecer, en tanto que formaciones humanas,
a la historia universal.
Ceremonialidad prehispánica en torno al canibalismo ritual. |
De manera cierta, el espectro de la antropofagia causa estupor y
espanto en la mayoría de seres humanos por una razón contundente: nuestra
filogénesis omnívora. Es decir, que evolucionamos como seres que comen
básicamente de todo y que, en ello, puede incluirse sin más a los propios
humanos. En términos prácticos, daría lo mismo comerse a cualquier otro
mamífero que a otro ser humano. La posibilidad de la autorreferencialidad
devoradora genera entonces la paradoja que sustenta el inveterado tabú: la
posibilidad de extinguir la especie por dientes propios.
Esto ha producido terror a la largo del tiempo y muy especialmente
en la Modernidad. Casos dramáticos en los que la ancestral prohibición se ha
roto, han causado angustia cultural en grados diversos. Del canibalismo masivo
que se llevó a cabo en la Rusia rural durante las grandes hambrunas que se
sucedieron durante la época de consolidación del imperio soviético, más o menos
de 1920 a 1950, a la antropofagia de supervivencia de unos cuantos
sobrevivientes del tristemente célebre accidente del vuelo 571 de la FAU, mejor
conocidos como los “sobrevivientes de los Andes”. En época reciente, se han
difundido informaciones aún por confirmar, pero que tienen todos los visos de
ser verídicas, sobre la práctica del canibalismo criminal ritual, que va de las
bandas de guerrilleros serbios durante la Guerra de los Balcanes, hace 20 años,
a diferentes bandas de narcotraficantes mexicanos, en nuestros días.
El miedo al canibalismo ha sido bien tematizado por la imaginación
ficticia en diversas encarnaciones. La literatura, el cine, el cómic, han
dedicado buenas energías creativas a bordar sobre el tema. Así, desde el género
policiaco, casi pulp, el estadounidense
Thomas Harris forjó, desde hace una generación, uno de los grandes mitos de la
cultura pop globalizada: el asesino serial Hannibal Lecter. Dechado de virtudes
intelectuales, psiquiatra y dibujante, tiene la peculiaridad de ser caníbal; no
de cualquier ralea, sino un auténtico gourmet de la carne humana. La gran
trilogía novelística de Harris, conformada por El dragón rojo (1981), El
silencio de los corderos (1988) y Hannibal
(1999), junto con las versiones cinematográficas que se hicieron de las mismas,
consolidaron en el imaginario social mass-mediático
el horror del canibalismo, erigido en razón de ser ficticia (pero que tiene
correlatos reales, como fue el caso de Jeffrey Dahmer) de una de las figuras
monstruosas de nuestra sociedad: el serial
killer.
Hannibal Lecter (interpretado en el cine por Anthony Hopkins), exquisito y terrorífico serial killer caníbal, producto de la pluma y la imaginación del estadounidense Thomas Harris. |
Un subgénero del cine de horror de cuño estadounidense, cuyas
raíces se remontan al primer tercio del siglo pasado, pero que ha vivido una
explosión creciente en los últimos quince años, son las historias de zombis.
Más allá de las divergencias en el detalle de sus cualidades monstruosas ─si
son lentos o rápidos, si tienen algún grado de racionalidad o son meramente
instintivos, etc.─, la esencia de estos personajes es su insaciable hambre
antropofágica. Entre otras muchas cosas de carácter sociológicamente simbólico,
los zombis encarnan el temor profundo a la posibilidad de que el omnivorismo de
nuestra especie se convierta, tras una modificación biológica inesperada, en
carnivorismo antropofágico desmedido. Si bien la fantasía del zombi resguarda
su definición como proto seres humanos o seres subantrópicos, lo cierto es que,
para existir, tuvo que haber habido, en todos y cada uno de estos monstruos, un
ser humano en plenitud que hizo posible su existencia.
Pero a pesar de lo destacadas que pueden ser estas versiones
fantásticas del canibalismo (la versión cinematográfica de El silencio de los corderos, a cargo de Jonathan Demme, es una joya
de la cinematografía contemporánea, y la historia de zombis de Robert Kirkman,
en novela gráfica y en TV, The Walking
Dead, ha llevado al subgénero al nivel del arte, por ejemplo), es una cinta
hoy prácticamente olvidada, Soylent Green,
la que ha conformado la versión más contundente en torno al horror a la
posibilidad caníbal de la humanidad en la era tecnocientífica.
De 1973, dirigida por Richard Fleischer, y con Charlton Heston y
Leigh Taylor-Young en los papeles principales, la cinta ubica la trama en el años
2022, donde se verifica un futuro distópico, signado por la acelerada
degradación del medio ambiente terrestre, la sobrepoblación mundial y el caos
social a punto de estallar a cada instante. Dejaré de lado los pormenores de la
trama que, en sí mismos, presentan interés sociológico ficcional. El núcleo de
la historia fílmica radica en la escasez creciente de comida para una población
agigantada y hacinada, y el control alimenticio global por parte de la
corporación Soylent en contubernio con diversos gobiernos nacionales y locales.
El alimento que Soylent produce es industrializado y se pregona que tiene altos
valores nutricionales. Se distribuye en raciones controladas por el gobierno y
tiene la apariencia de galletas y panes de colores. El más reciente lanzamiento
ha sido el de color verde, que da nombre a la película. Estas últimas “galletas”
están hechas de seres humanos. Todo cadáver que es recolectado por el servicio
de limpieza de cuerpos de la ciudad de Nueva York ─lugar donde se desarrolla la
trama─, es transferido a una planta de procesamiento donde emerge como soylent green.
Un sistema social distópico en el futuro inminente es plasmado cinematográficamente en Soylent Green. |
El tratamiento que se da en este filme al canibalismo es
escalofriante porque remite a elementos constitutivos de nuestra sociedad que
son enteramente cercanos a nuestra cotidianidad: el ocultamiento de información
corporativa, la degradación medioambiental, la industrialización alimenticia y,
muy especialmente, la posibilidad real de que en un mundo así planteado, (el
inicio de la extinción humana por medios propios), sin más posibilidades de
hacernos de nutrientes en medio de un entorno devastado, no tengamos más remedio
que llegar al límite de nuestro omnivorismo: dar cuenta de nosotros mismos como
un elemento más de usufructo de la naturaleza. Ejecutar el último gran acto de
nuestra implacable dominación de la naturaleza: constituirnos en productos
industriales listos para el propio consumo masivo.
*Este artículo fue originalmente publicado en la revista cultural FORO UIC de la Universidad Intercontinental de México, D.F., disponible en:
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