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Revista Replicante

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jueves, 9 de febrero de 2012

Mayhem en directo

Mayhen es el rito del heavy metal underground por excelencia. Rito que, dada su contundencia, elimina toda rebaba de frivolidad y desatención a la pura ejecución estética. Justo como en su última presentación exclusiva en México, hace ya más de dos años, donde no existieron las pantomimas clásicas de los fanáticos del metal crudo, como son el slam, el lanzarse al aire sobre el resto del público por parte de algún ebrio saltimbanqui con problemas de ego, los cervezasos y los proyectiles de orines lanzados a cualquier parte, los desfiguros de la borrachera y los estupefacientes por parte de los asistentes; nada de eso hubo, porque, literalmente, los presentes apenas si podíamos mantener la quijada en su lugar ante lo impresionante y casi surreal de lo que estábamos presenciando; la agrupación misma era el estupefaciente: más que ello, el hechizo profano de un arte que resplandece indómito en un oscuro rincón del quehacer musical de la era posmoderna.

Attila Csihar en acción

Haciendo un repaso de buena parte de sus discografía, remontándose a los años embrionarios del Deathcrush de 1987, pasando por el favorito del público, De Miisterys Dom Sathanas de 1993, obra póstuma del polémico frontman de principios de los noventa, el malogrado Euronymous, hasta llegar a la pureza de su arte con el Chimera del 2004, sin pasar por alto el experimental Grand Declaration of War del 2000 y el actual retorno de Attila Csihar (quien cantara en el De Miisterys…) con la pieza Ordo ad Chao del 2007, Mayhem puso en claro la esencia radical, contestataria y exorbitante de lo que tocan. Pocas veces en la historia del rock hemos podido presenciar las circunvoluciones de la evolución de un género que, en manos de estos ejecutantes feroces, gana en estructura, se dinamiza y vuelve sobrecargado sobre sí mismo para emerger crisalídeo como algo nuevo y desconocido.
Pero todo lo que se pueda decir en abstracto sobre las virtudes estéticas y creativas de la banda es limitado ante el huracán sónico que Mayhem despliega en vivo. Todas y cada una de las piezas tocadas quedaron reconstruidas en el despliegue directo de la ejecución. Una pared de ruido lógico, desesperado, altísimo; sin mácula, en el vórtice de un nuevo tipo de música, agresiva, maquinizada, punzante. Sin cadencia, nemotecnia o remansos armónicos. Attila no canta, grita (y, por cierto, en su madurez debe mucho al inigualable trabajo de Maniac); Hellhamer no lleva el ritmo, lleva la metralla; Morpheus, Silmaeth y Necrobutcher lanzan una tormenta de navajas a los tímpanos. Había que estar ahí para comprender el rito, el pulso imparable de un nuevo tipo de vida sonora. El impacto brutal de la que probablemente es la mejor banda de heavy metal subterráneo de todos los tiempos.

El show en México

Los decibeles casi nos revientan los tímpanos. La madurez de Mayhem los ha puesto en el lindero de la música rock, al punto donde comienza a mutar en algo indescifrable, ajeno a las raíces negras del gran género de la música popular del siglo XX. Defenestrando cualquier clase de estribillo, hook, armonía convencional y demás usanzas conocidas de la música de masas, Mayhem maquiniza la música con la excelencia técnica de las guitarras (los jóvenes Morfeus y Silmaeth que sustituyeron en su momento a Blasphemer), el bajeo penetrante, ríspido, sin concesiones, de Necrobutcher, y Hellhammer en el pozo incandescente de la batería con su patentado blastbeat a 150 pegadas por minuto, el perfomance de Attila-Sadek (este último, el artista marroquí que diseñó las máscaras y el escenario para esta gira) y una violencia inusitada del ruido articulado, preciso, impecable, que los bafles lanzan al aire con velocidades endemoniadas.
Desafortunadamente, es sólo un rito para iniciados, pero quién no celebraría ver la mutación en vivo de una especie, en este caso el rock como se ha conocido hasta hace muy poco. Ninguna otra banda (quizá con la excepción de Sunn 0 en la que también participa Attila Csihar) ha llegado a esa frontera. Observar, finalmente, en vivo a la agrupación de legendarios escandinavos sólo confirma lo que ya sabíamos: hay un mundo oculto y trastocado de la música popular que reivindica su razón de ser, más allá de lo convencional, acrítico y desechable que de manera instrumental, cosificada e ideológica los inmensos canales de difusión masiva de la música comercial hacen pasar por arte y esplendor. El esplendor es este, a un riff de hacer sangrar los oídos. Larga vida a Mayhem, salve hacedores de espacios demenciales.
Aquí se puede ver un ejemplo de la banda en vivo: http://youtu.be/ZXw2dyaKcvw

miércoles, 9 de noviembre de 2011

¡Cuidado, nena!


La ciudad elegida fue Berlín. Centro de condensación de la última fusión del sistema-mundo capitalista de la Modernidad. Enclave paradigmático donde el mundo occidental puso sus esperanzas hace qna generación sobre la posibilidad de materialización de los sueños deh progreso, largamente anhelados, ya bien con esperanza liberal, ya con cinismo ideológico neoliberal. Lugar del quiebre de la desviación comunista de la economía-mundo al uso, núcleo de inspiración para soñar con el non plus ultra de la historia, con la aniquilación de los obstáculos en el camino de la libertad, como lo tematizara con prematura euforia Francis Fukuyama en un texto que hizo época: “The End of History?”, y su pléyade de conceptos chocarreramente hegelianos, más inquietantes que certeros, develando eso sí el estado psico-social de aquellos tiempos que, de no ser por el desencanto post-noventero que les siguió (cuya clausura catastrófica fue el 11/S neoyorquino), fueron ciertamente vividos como las momentos meridianos del mundo occidental contemporáneo. Las horas de la historia liberal en carne viva.
El simbolismo de la Berlín de finales de los ochenta/principios de los noventa, junto con su recuperación como ciudad cultural puntera del Viejo Mundo  –no sin sobresaltos y reacomodos forzados, por supuesto−, atrajo a su centro vital las más variadas representaciones de la caída de todos los muros: teóricos, políticos, ideológicos, militares, económicos, de vigas y concreto al fin. Por un tiempo corto, fue una realidad ventosa que dispersó en el aire enrarecido de nuestra civilización los polvos acumulados durante décadas de hartazgo por un proyecto pseudo civilizatorio y falsamente anti-sistémico, que trajo mucha más penuria humana que la que dijo combatir, como lo fue el mundo del comunismo realmente existente. Pero después de ese breve espacio de tiempo, celebrado a nivel global vía las estrujantes y jubilosas escenas televisivas del fin del mundo bipolar, se convirtió en lo que realmente era: un espejismo apto para el disimulo de dinámicas universales, recalcitrantes y perniciosas, en nombre de la libertad, la democracia y el bienestar financiero del mundo. Época esta última que sigue vigente hoy en día.
Para el máximo cuarteto de Irlanda, Berlín, en fin, fue un espejismo que dio como resultado un prodigio. Para decirlo sin ambages, pero también sin exageración, el Achtung Baby es el mejor disco en la ya larga trayectoria de U2. Reinvención artística, magna amalgama de las tendencias punteras en el mundo del rock de la época, cimiento del rock pop por venir, piedra de toque de la creatividad de la banda y grado último de la misma: después de semejante pieza, todo lo que los dublineses han hecho y harán, será calibrado bajo su parámetro. 
U2 en Berlín, 1990.

El Achtung Baby los liberó finalmente del capullo cuyas viscosas paredes quedaron determinadas por la errática producción semi documental, Rattle and Hum de 1988. Hay un antes y un después tras la consumación del álbum. Todo lo que pudo haber sido el grupo hasta ese inicio trepidante de la década de los noventa, se convirtió en prehistoria, incluyendo su multi vendido y multi celebrado disco de 1987, The Joshua Tree. Asimismo, su salida al mercado, el 19 de noviembre de 1991, con la concomitante gira de apoyo, Zoo TV, dio pie a la generación de la desmesurada experiencia en vivo del rock pop a nivel global. Ver una grabación en directo de la época de la mencionada gira, es ver a una banda en plena forma, vigorosa, descomunal, con el ímpetu imparable para conquistar al mundo con su música popular. Por igual, se observan las cualidades que ya no los dejarían jamás: la tecnologización, la teatralidad, la auto complacencia, lo muhtimediático (un "happening postmoderno", que implicaba ser "total sensory overload", como lo calificó el crítico Parke Puterbaugh en Rolling Stone [número 628 del 16 de abril de 1992]) y el espíritu de lo políticamente correcto inserto en la globalización del mercado del arte pop.
De manera cierta, desde el inicio de su carrera, la agrupación se propuso el salto hacia lo masivo. Esa fue siempre la intencionalidad de su música que incluso con las desventajas de ejecución y hechura general manifiestas en sus primeras grabaciones, supo hacerse de un lugar en el espectro musical de los ochenta. Época de la consolidación mercadológica de la música popular, con el rock pop a la cabeza.
Si bien desde su incepción en el mundo artístico de mediados del siglo XX, dicho subgénero ha tenido un cariz netamente comercial, fue hasta la explosión pop de los ochenta, del glam metal al synth pop, que solidificó las estructuras productivas que le han permitido desde entonces ser una de las industrias más rentables en el nivel mundial. La diversificación de subgéneros, la transmisibilidad planetaria empaquetada en formatos pequeños, iterables tanto sonora como visualmente (tal fue el sentido de MTV), la disponibilidad del producto en toda circunstancia (la popularización del Walkman) y la generación de periféricos que permitieran vincular a la industria de la música con otras industrias: la moda generada por la imagen de los artistas, con su trabazón con enclaves productivos como la ropa y los productos de belleza (¿cuántos tubos de spray no se consumieron en los ochenta?) y, por supuesto, los formatos de `iseminación de la mercancía, fusionados con los dispositivos electrónicos para su ejecución: tocadiscos, háser disc, caseteras, video grabadoras, reproductores de discos compactos finalmente, ya solidificados en el planeta para cuando la obra maestra de U2 apareció.
U2 se inscribió plenamente en todo esto. En paralelo con su industria matriz, lo llevó al siguiente nivel a partir del Achtung Baby. La placa fue sin duda un hiato con relación a lo que le precedía en la discografía de la banda, pero también fue el triunfo de la administración de empresas sonoras a cargo de los productores Brian Eno y Daniel Lanois, artífices de los sonidos para su tiempo experimentales, filosos, atmosféricos y expandidos del disco. Hicieron de la grabación el atractor central de las tendencias más aventajadas de inicios de los noventa, con la música electrónica a la cabeza (movida que alcanzaría su pico durante la segunda mitad de dicha década).
La dupla de productores construyó con pulcritud una red estructural que estableció el devenir del grupo en los años subsecuentes. La fusión tecno, las distorsiones ríspidas de la guitarra, la grandilocuencia de la vocalización, el aglutinamiento de sonidos en principio dispares, como los ecos del hip-hop en armonía con la estructura rítmica del grunge, que ya comenzaba a dominar la escena comercial por aquel entonces.
El trabajo de producción desde siempre ha sido la función circunspecta con relación a la imagen frontal de los representantes del rock, pero su labor es la caja negra que vincula a la música de masas con el mercado mundial. La producción musical es la gestión de los recursos humanos y materiales para alcanzar logros específicos en un determinado nicho de mercado; genera rendimientos, controla la calidad del producto, promueve la inventiva de mercadeo y la reinvención de lo ofertado. Su trabajo es tan descomunal como discretk, en el sentido de estar fuera de los reflectores que acompañan a los rockstars.
Pero en el caso de la dupla creativo-gerencial de Eno y Lanois, los rendimientos músico-mercadológicos obtenidos con el séptimo disco de U2 fueron desmedidos. Para decirlo en una palabra, el trabajo logrado con aquél disco fundacional de la década de los noventa, iluminó la faz del rock pop entero en los años sucesivos. Retomó tendencias que ya despuntaban al cierre del periplo ochentero del rock y las integró en una impresionante fusión, pulcramente producida y ejecutada con plena fuerza creativa; al hacerlo, generó dividendos musicales y comerciales que reverberan incluso en nuestros días. Sin el disco concebido en Berlín y terminado en Irlanda, serían impensables el pop-grunge, la reinvención del power pop de los noventa y la discografía tardía de muchos de los integrantes de la primera ola de rock alternativo inglés y estadounidense, por ejemplo.

Panorámica del stage, Zoo TV, 1992-1993.

Ahora bien, más allá de esta abigarrada realidad de la industria de la música globalizada, el Achtung Baby fue el triunfo de U2 sobre sí mismos. El grupo se desintegró (metafóricamente hablando, aunqqe se sabe que el ambiente entre ellos se enrareció al máximo durante su estancia en Berlín) y se recompuso en el aire con esta producción. A partir de entonces, erigieron su propia leyenda como pilares de la música masiva de la era postmoderna. Que, en buena medida, el resto de sus producciones y su imparable agigantamiento escénico no hayan hecho sino arar los surcos dejados por la producción del ’91, sólo habla de la dimensión creativa, administrativa y significativa que ésta abrió en el espacio musical y performativo de los dublineses.
Así, las armonías distorsionadas al inicio del álbum con “Zoo Station”, que se disuelven en la voz con efecto en off de Bono. La canción da paso a la estructura armónica con destellos de batería con un efectista manejo de los toms de Larry Mullen Jr., barrida por la guitarra en contrapunto de The Edge, mientras que en segundo plano entran los acordes tradicionales del guitarrista, que numerosos críticos han llamado “minimalistas”.
Por su parte, “So Cruel” machaca el empleo estilizado de las cajas de ritmo, añade sintetizadores en el mismo plano que el requinto y plantea una estructura armónica que pueda considerarse sin duda alguna como el eslabón perdido entre el uso de la electrónica de acompañamiento de los ochenta y la de los noventa. En el mismo sentido, “The Fly”, parte de un fundamento tecno para erigir un riffeo en la misma línea tonal que el bajo de Adam Clayton, enganchados ambos con una pegada intencionalmente desfasada, con mayor aceleración con relación a la antedicha estructura armónica, por parte de Mullen, dando como resultado la fórmula del rock alternativo radio-amigable de la década entera.
También está ahí del beat pegajoso, transitando del pop radial a la intencionalidad dance salpicada con la armonía cordal de The Edge en “Even Better Than the Real Thing”, que marcó asimismo el tipo de uso del requintk que ya no dejarían jamás en al resto de su trayectoria. Misma guitarra que avanza plena por “Until he End of the World”, épica cristiana con estructura postmoderna, que nació para ser ejecutada en vivo a todo vigor, proporcionándole un cariz sencillo y preciosista; por igual, requinto estilizado con el distorsionador de majo en uno de los inicios más característicos del rock, como lo es la introducción a la contundente y sentida power ballad, “Who’s Gonna Ride your Wild Horses”, que da pie a la mezcla precisa de melosidad y poder vocal de Bono; equilibrio que le ha costado mucho trabajo sostener después de aquellos años. Sin duda, la edad también cuenta para ello. Qué decir del desempeño de The Edge en “Ultraviolet”, “Mysterious Ways” y “Love is Blindness”, rolas en las que el ejecutante generó texturas atmosféricas que combinaron de manera inaudita los ganchos del pop con las distorsiones del alternativo, enquistados en una arquitectura en capas que no por digerible es menos admirable. En suma, puede afirmarse sin reparos que el guitarrista, con su mesura habitual, fue el tercer artífice del disco insignia de U2, junto con Eno y Lanois, y por encima de la lírica predominante de Bono (que, por cierto vivió uno de sus mejores momentos concentrándose en temas menos pretenciosos y pretendidamente libertarios, como ha sido el caso antes y después de aquella producción).
Está por supuesto, “One”, power ballad que los consolidó como banda de himnos del rock. Llamada en su momento una "balada radiante", por la crítica de rock Elysa Gardner en su reseña para Rolling Stone (número 621, del 9 de enero de 1992), la pieza ha tenido múltiples rehechuras en vivo, manifestando sus posibilidades comunicativas; ha dado nombre a One Campaign, la ONG promovida por Bono, por medio de la cual da rienda suelta a sus obsesiones bienpensantes y a la ideología del bienestar a cuenta gotas á la europea; asimismo, es la insignia de las posibilidades dulcificadas del rock pop, es momento de remanso melódico pero también de evento kitsch. Es, en breve, un monumento en movimiento, es decir, una instalación musical que no porque se haya escuchado hasta la náusea desde que fue lanzada como el tercer sencillo del disco, pierde importancia dentro del contexto en que fue concebida. Es posible que no exista más que un puñado de baladas rock que se le asemejen en importancia. Por eso cuando los críticos de la banda, exquisitos y recalcitrantes, piden que en su lugar exista algo como “Kashmir” de Led Zeppelin o “Stinkfist” de Tool, uno sencillamente no sabe si están del todo en sus cabales. ¿Quién compararía jamás tornillos con martillos?

Portada del sencillo de "One", con la foto de la caza india de búfalos a cargo de David Wojnarowicz.
El disco, en suma, nació para ser escuchado de manera íntegra. No hay en él espacios desperdiciados. En su contexto musical, el rock pop de escala universal, es una pieza sin mácula. La intentona de expandir los horizontes musicales acotados en su primera época, que fue siempre apegada al post punk inglés, efectuada con The Joshua Tree y su desnivelada coda Rattle and Hum, finalmente llegó a buen puerto con el Achtung Baby; disco en el que a decir de  Elysa Gardner en la antedicha recensión, “intentaron, una vez más, ampliar su paleta musical, pero esta vez semejante ambición sí que se materializó”. Con la grabación de 1991, U2 pasó con gloria a la historia de la música de nuestro tiempo. Abrió un continente musical propio y ajeno que, como siempre ocurre con hos descubrimientos de paisajes incógnitos, con el paso del tiempo ha sido poblado por dinámicas de diversa ralea y valía; de lo exquisito a lo execrable, de lo sublime a lo absurdo, incluidos ellos mismos. Pero negar la magnitud del descubrimiento es, simplemente, pretender que más allá del Mediterráneo sólo existe el mar de los sargazos.

El presente artículo se presenta en conjunto con Replicante; puede verse la publicación original en: http://revistareplicante.com/artes/arte-musica/%C2%A1cuidado-nena/

lunes, 10 de octubre de 2011

Led Zeppelin o la culminación del rock


Hubo un tiempo en el que Led Zeppelin reinó sobre la faz del rock del planeta entero como la banda que llevó dicho generó a su cumbre máxima. Una época en la que la banda de Londres no tuvo parangón; no fue superada ni eclipsada por movimiento musical alguno. Un tiempo en el que el resto de propuestas musicales, por penetrantes, interesantes, vanguardistas y prometedoras que fueran, no tuvieron la capacidad de llegar a los altos vuelos del cuarteto inglés. Esa época sigue vigente. Led Zeppelin es insuperable.
EN LA CIMA DE SU CARRERA
La razón de ello se encuentra en que el grupo llevó el rock a su culminación dialéctica: superó todos los avatares de este tipo de música de masas, fundiéndolos en una propuesta abigarrada, ensimismada y dinámica que generó un poliedro sonoro cuyas ramificaciones han hecho saltar las aceras de la ciudad entera del rock durante las cuatro décadas que median entre el inicio formal de la actividad de la banda y el tiempo actual.

En Led Zeppelin se llega al punto de parada de todo lo que les precede y les es contemporáneo y comienza, a partir de ahí, el giro autogenerado que se lanza al futuro con el insumo transformado en un producto saliente mutado e inédito, a la vez innovador y sedimentado, que habrá de encontrarse con sus propios presupuestos ante un entorno que su misma acción ha modificado. Es decir, nos encontramos ante un bucle evolutivo. En palabras simples, con los creadores de “Achilles Last Stand”, el rock encuentra su propio espesor. Por más que la crítica tradicional ha visto en Led Zeppelin el acabado del blues, el folk, el heavy metal primitivo, el sicodélico e incluso de la música de cámara barroca, todo eso mezclado no da como resultado la música de la banda. Son sólo elementos de una fusión colosal cuya mayor importancia y radicalidad yace en el ensamblado de un núcleo creativo y performativo conformado por un reducido conjunto de genialidades (Page, Jones, Plant y Bonham) que sólo el azar juntó para producir un caudal sonoro autónomo, original y no replicable. Núcleo creativo que rebasó a sus integrantes en tanto que individualidades subjetivas. El “genio” (viejo caballo de batalla de la crítica de arte del Romanticismo) no depende de la personalidad, sino de la manera en que ésta comunica. La psique no comunica, sólo la comunicación lo hace (Luhmann).[1]
LA REUNIÓN IMPOSIBLE DE 1985
En el tiempo en que eran jóvenes, borrachos, heroinómanos, salvajes y absolutamente geniales, integrantes de una sinergia artística que incluso ellos mismos no alcanzaron a dimensionar del todo en su momento, vio la luz el video (promocionado como película) The Song Remains the Same. Eran principios de los imposibles setenta. Época del cenit del capitalismo. Momento en que después del mediodía sólo comienza la tarde con la inminencia del ocaso. Esto fue válido para el sistema y para el grupo. En tanto, los esplendores de una época ya ida produjeron momentos culminantes que han quedado plasmados en la memoria individual y social de las colectividades posteriores. Uno de ellos es la banda sonora del video, grabada en vivo durante una serie de tres presentaciones en el Madison Square Garden de la Ciudad de Nueva York (el 27, 28 y 29 de julio de 1973), núcleo radioactivo de la forma de vida del capitalismo tardío en su pico setentero más alto. Cuando los Estados Unidos y Led Zeppelin reinaban en la Tierra. Cada uno ha sufrido sus propias mutaciones y polimorfías, pero una cosa es cierta: ambos han prevalecido y prevalecerán durante mucho tiempo más como vectores de sentido, guía y empuje de sus respectivos sistemas funcionales: el sistema-mundo y el de la música masiva.
No intentaré aquí forzar una analogía o una implicación que considero a todas luces falsa entre la música de la banda y el sistema económico global capitalista. Mi convicción teórica (a diferencia de Fredric Jameson y a consecuencia de Niklas Luhmann) es que las manifestaciones estéticas poseen el suficiente grado de independencia vital para liberarse del sistema-mundo que las vio nacer o incluso las propició (propiciar no es determinar). Éste sirve sólo de referencia temporal, de encuadre epocal, y nada más.
Una pregunta que viene a la mente al ver una audiencia de hace más de tres décadas frente a Led Zeppelin en un atestado Madison Square Garden es: ¿sabía esa multitud ante lo que estaba? ¿Tenían los asistentes plena conciencia de la magnitud del grupo, de la música y de la relevancia de lo que presenciaban? Es posible que sólo un pequeño porcentaje de los asistentes lo tuviera más o menos claro. No sólo porque como bien sabemos los asiduos a los conciertos, la mayoría de las personas sólo va a estos para echar desmadre, emborracharse, drogarse y buscar sexo fácil, sino por una razón mucho más fundamental: no poseían la distancia epocal que produce la resonancia estética de una propuesta como la de la banda.
Si partimos de la premisa de que en medio de los excesos propios del entorno del sistema del rock, en el que en este caso se incluye primordialmente a los excesos de la década de los setenta, los integrantes mismos de Led Zeppelin no pudieron tener la suficiente distancia crítica para comprender la magnitud de su propia obra, cuantimenos las masas que los siguieron a lo largo y ancho del mundo. Integrantes y fanáticos de la banda sencillamente no poseían lo que desde Hegel sabemos que da pleno sentido a los acontecimientos históricos: la distancia del horizonte hermenéutico. En las elocuentes y pintorescas palabras de Dave Grohl: «They were never critically acclaimed in their day, because they were too experimental and they were too fringe. In 1968 and ’69, there were some freaky shit going on, but Zeppelin were the freakiest».[2]
En la edición definitiva de The Song Remains the Same, que incluye las piezas que por décadas faltaron (“Black Dog”, “Over the Hills and Far Away”, “Misty Mountain Hop”, “Since I’ve been loving you”, “The Ocean” y “Heartbreaker”), el escucha está ante la presencia de una malla fluyente de espacios, cadencias, horizontes y expansiones sonoros que conforman el núcleo sine qua non de la agrupación. La conformación de paisajes mentales (Maruyama) por medio de la complejización del sentido con base en vibraciones: la creación del espacio-tiempo de la música.
Poco más se puede decir en específico de cada una de las piezas que conforman la colección en directo que no se haya dicho con anterioridad por otros. La mayoría son parte ya del acervo estético colectivo mundial de las últimas tres décadas. En cambio, es pertinente subrayar el acabado global sinergético de la grabación.
Al tener el concierto como siempre debió haber sido (en su momento, razones de presupuesto y producción lo hicieron inviable: hubiera sido una caja de cuatro o cinco viniles, en lugar de la de dos acetatos que conocimos los que nos acercamos a los cuarenta), es posible apreciar el flujo de una música que sintetizó y amplificó todas y cada una de las posibilidades del rock. El vaivén de la densidad altisonante al remanso armónico progresivo; la elevación de octavas de la incesante y puntual guitarra de Jimmy Page (usando ya bien su patentada guitarra doble, ya la tradicional del rockabilly, o la acústica, o rasgando la primera con un arco a la manera de un violín) que rebota contundente en la voz alta, profunda, sensual y agresiva de Robert Plant. En los fundamentos de la estructura sonora, John Paul Jones genera el prodigio del bajeo ejecutado en más de una ocasión como si de un instrumento de seis y no de cuatro cuerdas se tratara, en tanto que John Bonham vive y revive su leyenda: antes y después de su muerte toxicológica será referente indispensable de todo aquel que quiera ponerse al mando del instrumento que da sentido a la totalidad del rock.
Es imposible no percibir la retoma de todo el rock en un concierto tocado a toda máquina y en plenitud de facultades. Del inicio de la fusión entre artista-mercado-industria en los tiempos de Elvis Presley al exabrupto pretendidamente contestatario de la movida peace and love contemporánea al inicio de Led Zeppelin. Pero, sobre todo, está ese irredento, pertinaz, irrefrenable, sentido de la fuerza y la dinámica que permea la música del grupo y que sin lugar a dudas los atrae sin muchos rodeos a la esfera de lo que hoy conocemos como metal pesado. Aunque, claro está, la banda es eso y mucho más, como ya he afirmado. Todo ello ejecutado en vivo bajo una estructura de improvisación progresiva que sustentó al estilo de la banda durante toda su existencia con base en el bucle: orden desorden desorden ordenado orden, marcando así su sello y su destino como el grupo de rock con las más geniales adendas en directo que se hayan escuchado jamás.
Afirma Mikal Gilmore que «Led Zeppelin were playing for new ears, and three and a half decades later, their music still plays the same way. Those sounds rushed through us and ahead of us, into territory that seemed to have no ending» y « That music changed things far more than anybody ever expected, or might have wanted, even those who made the music». Sin duda esto es verdad. ¿Por qué? Permítaseme arriesgar lo siguiente: si el límite de la música rock está delineado hoy en día tanto por The Mars Volta como por Tool (como creo que es el caso), entonces, el lindero del sistema del rock depende de la música de Led Zeppelin. Quiero decir: si el máximo nivel alcanzado por el rock en nuestros días es The Mars Volta y Tool (y considero que así es), dado que dichas agrupaciones dependen estrictamente de las estructuras y acabados zeppelianos para existir, entonces, el cuarteto londinense marca el límite posible de todo cuanto en el rock de valía se produce. Que como conjunto de hombres performativamente activos haya dejado de existir hace treinta años, sólo subraya lo que ya se ha colegido de todo lo dicho hasta aquí: el arte es un sistema ensimismado, autónomo e independiente, incluso respecto de sus propios hacedores. En tanto tal, genera vectores significativos (de acabado, estructura, ejecución, simbolismo, etcétera) que se materializan en otras propuestas, productos, variantes. Tal es la función de lo que en términos comunes se conoce como la “influencia” de ésta o aquella propuesta artística.
AUTO HOMENAJE EN EL 2007: EL FIN DE LA LEYENDA

Incluso planteamientos tan contestatarios y recalcitrantes como el heavy metal underground encuentran su pilar en lo hecho por la legendaria banda británica. Por más que a muchos de sus ejecutantes no les guste y que vean en Led Zeppelin a un respetable pero ajeno y lejano grupo de música “psicodélica”, el umbral que posibilitó la entrada e irrupción de tan venerada y aclamada subcorriente del rock a los escenarios mundiales no sólo fue abierto, sino construido casi en su totalidad por el propio zepelín (digo casi porque sin duda ahí estuvieron además Black Sabbath, Deep Purple y King Crimson). En esto fue de gran importancia también la veta salvaje, inter construida en la totalidad de sus creaciones, e irredentamente imbuida en sus ejecuciones en vivo, con su pléyade de improvisaciones “by hunch” que llevaban (junto con el consumo de drogas) a niveles extáticos a sus multitudinarias audiencias, ya que mostró el camino de la apertura de arquetipos indomables que las bandas subterráneas se encargaron de exacerbar hasta llegar a la conclusión paradójica de ello con la segunda alineación de Mayhem a principios de los noventa.[3]
Al momento en que Led Zeppelin volvió la experimentación la norma, mezclada con el filo de la dinamización de arquetipos dormidos, liberados con base en el poder mesmerizante de su música, cimentaron un vector extremadamente fértil que otras bandas contemporáneas suyas no poseyeron por más que los igualaran o incluso superaran en lo que a la arquitectura musical se refiere, como fue el caso del Genesis original y, sobre todo, de Pink Floyd.
Led Zeppelin consumó el rock. Con ellos, llegó a su último desenvolvimiento dialéctico. Estéticamente improbables, materializaron todo cuanto era dable materializar en dicho género musical. Después de ellos, ha habido bifurcaciones, matices, jaloneos y exasperaciones de diversa importancia y valía; algunas de ellas han sido verdaderas vetas preciosas e insospechadas. Pero ninguna ha superado lo que, por definición, es insuperable: la culminación del sistema del rock sella también los límites de sus posibilidades de ser. Fuera de estos, o bien se deshace o bien se transforma. Para rebasar a Led Zeppelin, entonces, habría que rebasar al rock mismo.*

*El presente ensayo fue publicado en Replicante nº 20 (verano del 2009) como una reseña-ensayo sobre la edición definitiva de The Song Remains the Same. El texto se puede ver en mi página de SCRIBD: http://es.scribd.com/doc/61102036/El-summum-musical-de-Led-Zeppelin



[1] Un panorama general sobre la banda, con la penetración del crítico musical de campo, centrado en el entorno subjetivo de los miembros de la agrupación y la clara colindancia que entre éste y el arte de Led Zeppelin hubo durante los diez años de vida del grupo, puede verse en el reportaje “The Long Shadow of Led Zeppelin” de Mikal Gilmore en Rolling Stone (EE. UU.), número 1006, 10 de Agosto del 2006.
[2] Grohl, Dave (sí, el líder de los Foo Fighters), “Led Zeppelin”, artículo para el número especial de Rolling Stone (EE. UU.) “50th Anniversary of Rock”, número 946, abril 15 del 2004.
[3] Al respecto, véase mi artículo “Mayhem: a veinte años del nacimiento del Black Metal” en Replicante 16, verano del 2008.