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Revista Replicante

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jueves, 9 de febrero de 2012

Mayhem en directo

Mayhen es el rito del heavy metal underground por excelencia. Rito que, dada su contundencia, elimina toda rebaba de frivolidad y desatención a la pura ejecución estética. Justo como en su última presentación exclusiva en México, hace ya más de dos años, donde no existieron las pantomimas clásicas de los fanáticos del metal crudo, como son el slam, el lanzarse al aire sobre el resto del público por parte de algún ebrio saltimbanqui con problemas de ego, los cervezasos y los proyectiles de orines lanzados a cualquier parte, los desfiguros de la borrachera y los estupefacientes por parte de los asistentes; nada de eso hubo, porque, literalmente, los presentes apenas si podíamos mantener la quijada en su lugar ante lo impresionante y casi surreal de lo que estábamos presenciando; la agrupación misma era el estupefaciente: más que ello, el hechizo profano de un arte que resplandece indómito en un oscuro rincón del quehacer musical de la era posmoderna.

Attila Csihar en acción

Haciendo un repaso de buena parte de sus discografía, remontándose a los años embrionarios del Deathcrush de 1987, pasando por el favorito del público, De Miisterys Dom Sathanas de 1993, obra póstuma del polémico frontman de principios de los noventa, el malogrado Euronymous, hasta llegar a la pureza de su arte con el Chimera del 2004, sin pasar por alto el experimental Grand Declaration of War del 2000 y el actual retorno de Attila Csihar (quien cantara en el De Miisterys…) con la pieza Ordo ad Chao del 2007, Mayhem puso en claro la esencia radical, contestataria y exorbitante de lo que tocan. Pocas veces en la historia del rock hemos podido presenciar las circunvoluciones de la evolución de un género que, en manos de estos ejecutantes feroces, gana en estructura, se dinamiza y vuelve sobrecargado sobre sí mismo para emerger crisalídeo como algo nuevo y desconocido.
Pero todo lo que se pueda decir en abstracto sobre las virtudes estéticas y creativas de la banda es limitado ante el huracán sónico que Mayhem despliega en vivo. Todas y cada una de las piezas tocadas quedaron reconstruidas en el despliegue directo de la ejecución. Una pared de ruido lógico, desesperado, altísimo; sin mácula, en el vórtice de un nuevo tipo de música, agresiva, maquinizada, punzante. Sin cadencia, nemotecnia o remansos armónicos. Attila no canta, grita (y, por cierto, en su madurez debe mucho al inigualable trabajo de Maniac); Hellhamer no lleva el ritmo, lleva la metralla; Morpheus, Silmaeth y Necrobutcher lanzan una tormenta de navajas a los tímpanos. Había que estar ahí para comprender el rito, el pulso imparable de un nuevo tipo de vida sonora. El impacto brutal de la que probablemente es la mejor banda de heavy metal subterráneo de todos los tiempos.

El show en México

Los decibeles casi nos revientan los tímpanos. La madurez de Mayhem los ha puesto en el lindero de la música rock, al punto donde comienza a mutar en algo indescifrable, ajeno a las raíces negras del gran género de la música popular del siglo XX. Defenestrando cualquier clase de estribillo, hook, armonía convencional y demás usanzas conocidas de la música de masas, Mayhem maquiniza la música con la excelencia técnica de las guitarras (los jóvenes Morfeus y Silmaeth que sustituyeron en su momento a Blasphemer), el bajeo penetrante, ríspido, sin concesiones, de Necrobutcher, y Hellhammer en el pozo incandescente de la batería con su patentado blastbeat a 150 pegadas por minuto, el perfomance de Attila-Sadek (este último, el artista marroquí que diseñó las máscaras y el escenario para esta gira) y una violencia inusitada del ruido articulado, preciso, impecable, que los bafles lanzan al aire con velocidades endemoniadas.
Desafortunadamente, es sólo un rito para iniciados, pero quién no celebraría ver la mutación en vivo de una especie, en este caso el rock como se ha conocido hasta hace muy poco. Ninguna otra banda (quizá con la excepción de Sunn 0 en la que también participa Attila Csihar) ha llegado a esa frontera. Observar, finalmente, en vivo a la agrupación de legendarios escandinavos sólo confirma lo que ya sabíamos: hay un mundo oculto y trastocado de la música popular que reivindica su razón de ser, más allá de lo convencional, acrítico y desechable que de manera instrumental, cosificada e ideológica los inmensos canales de difusión masiva de la música comercial hacen pasar por arte y esplendor. El esplendor es este, a un riff de hacer sangrar los oídos. Larga vida a Mayhem, salve hacedores de espacios demenciales.
Aquí se puede ver un ejemplo de la banda en vivo: http://youtu.be/ZXw2dyaKcvw

miércoles, 12 de octubre de 2011

Monoteísta


Celtic Frost, banda quintaesencial en la generación de uno de los movimientos más extraordinarios, radicales y recalcitrantes de la historia del rock: el heavy metal underground, ejecutó un regreso monumental en el 2006.
Nombre indeleble del metal, originarios de la improbable Suiza (que al género sólo había ofrecido a Krokus, cruza del blues metalizado de AC/DC con los spandex neón de Mötley Crue), en una era que el rock llegó a su punto de ebullición produciendo una fisura paradigmática con el mainstream. El inicio de los ochenta del siglo pasado vio nacer a los pilares del metal más drástico: Metallica y Slayer en Norteamérica; Sepultura en Sudamérica y Celtic Frost en Europa.
De acuerdo con sus propias palabras (entrevista para la revista Metal Maniacs, agosto del 2006), la intención inicial fue hacer un rock duro, radical y extremo, completamente diferente a lo que en la época pasaba por tal —el Happy Metal de Van Halen; el Hard Pop de Def Leppard, o las Power Ballads de Scorpions—.
La alternativa fue el ruido y la crudeza. Todavía sin alcanzar la perfección técnica, los demos (asequibles en el Bootleg Demos ’84 & ’85) que anteceden a su álbum debut, Morbid Tales, decantan el espíritu subterráneo de la juventud occidental de entonces; impregnado por lo que yo llamo el arquetipo de la bestia salvaje, cuyos instintos primarios puestos al rojo vivo esperan el menor movimiento para desatarse más allá de las barreras convencionales de la racionalidad occidental. Rugido feroz contra la reducción al absurdo de dicha forma de vida y pensamiento: la globalización del lo kitsch.
Porque el grueso de la civilización occidental llegó a un grado de cursilería omnipresente cuyos reflejos más destellantes emergieron prístinamente en las grandes manifestaciones mediáticas populares, como la televisión, los libros, la religión posmoderna y la música. Era de la banalidad y el acartonamiento televisivo; de la explosión de los libros de autoayuda y las revistas del corazón; de la metafísica de súper y la religiosidad utilitaria, y del analfabetismo funcional en la lírica de las canciones, aderezado con una aberrante ñoñería en los beats del pop radiofónico. Todo ello sustentado en la extrema hipocresía que trasvasa nuestro lado del mundo.
Un entorno así no pudo más que engendrar su antípoda. Atosigó a la fiera hasta hartarla y liberarla, llegando a su máxima expresión en la cristalización del irredento black metal noruego de principios de los noventa, con sus historias truculentas de adicciones, quemas de iglesias, golpizas y asesinatos.
Satan I de H. R. Giger
Celtic Frost estuvo en el centro generador de todo esto. Trayendo desde lo profundo del alma europea la odisea simbiótica del bien y del mal, a través de un filoso giro musical —rudo, pulcro, inteligente—, cimentó la estructura de la mayoría del black y el thrash metal posterior. Al mismo tiempo, su obra fue exclusiva. Intelectualizada y experimental, al punto de gozar del obsequio de la obra Satan I, de H.R. Giger para la portada del To Mega Therion (Noise Records, 1985), obra maestra del género, y llevar el impulso innovador hasta el chispazo avant-garde de Into the Pandemonium (Noise, 1987), álbum creador de uno de los subgéneros más socorridos y aclamados de los últimos diez años: el heavy metal sinfónico.
Después, los ochenta los arrollaron. El pelo atestado de spray, un maquillaje más cercano al travestismo de Poison que a su patentado, contundente y original proto corpse paint de los años Gigerianos, y un álbum que no fue ni glam, ni thrash, ni black, ni pop, ni nada más que un duro tropezón en su carrera: Cold Lake (Roadrunner, 1989). Los héroes también se cansan, y tras una intentona de volver a la forma metálica que les dio fama y respeto, con el disco Vanity/Nemesis (Roadrunner, 1990), el proyecto se extinguió durante trece años.
Pero la faz del rock en general, y del metal en particular, ya había cambiado para siempre. Junto con los “Cuatro jinetes del Apocalipsis” en Estados Unidos, la banda suiza resignificó y redimensionó la razón de ser de dicha clase de música. Su ebullición subterránea en los noventa y la nueva ola global de nuestros días, los toman como fundadores y pilares sin los cuales no existiría todo lo demás.
Este entorno contemporáneo ve resurgir con estruendo al metal —que ha vuelto a los escenarios masivos y a la atención de los mass media especializados del mundo entero—, propiciando o la consagración, o la consolidación, o el retorno de los grandes ejecutantes de antaño. Resucitó entonces, hacia la mitad de la pasada década, el proyecto Celtic Frost. (Portentosa llamarada que ha vuelto a apagarse de manera indefinida.) Fieles a su estilo pesado, lento, saturado y preciosista, su vuelta al estudio y a los escenarios fue un prodigio del rock subterráneo.
Tanto en su regreso de hace un lustro como en su primer gran momento, mostraron lo que ya Black Sabbath enseñó en su momento: que el heavy metal puede ser lento; sin duda, con los oriundos de Birmingham, echan tierra las raíces del doom. Debido a esa lentitud, logran atmósferas lúgubres y agobiantes; notas de guitarra eléctrica sostenidas que escurren en largas notas graves acompañadas de una batería profunda y estruendosa, que lo mismo prodiga una metralla de tambores que efectistas destiempos.
En Monotheist, la ejecución no da concesiones. Es una pared de ruido apuntalada con los distorsionadores de guitarra y la voz de Martin Eric Ain potente y agresiva. Contra tempos de marcación y efectos en off que subrayan la semántica de la lírica.
En los momentos clave del disco, la interpretación es el sentido y el sentido se hace uno con la música. La base rítmica salvaje y las pinceladas atonales en el guitarreo se funden con la vocalización para crear una masa de pesadez que trasmite pulcramente las contundentes reflexiones de la dupla creativa de Celtic Frost.
Asimismo, repasan y construyen sobre un elemento que les diera fama y renombre hace veinte años: el avant garde. Desde la precisa utilización del distorsionador de voz para generar efectos de siseo, encierro y desesperación, hasta la incorporación de cuadros corales femeninos de corte operístico, al más puro estilo del hoy tan celebrado metal sinfónico, así como la integración, para lograr ciertos matices, del clásico sonido nü metal que ha dominado la escena comercial en los últimos quince años.
Gira 2006
 La publicidad que precedió al lanzamiento del disco prometía una nueva pieza de teosofía. Llevando a uno de los puntos más elevados una de las preocupaciones y obsesiones perennes del heavy metal de verdad, Tom Gabriel Fisher y Martin Eric Ain dedican la entrega a explorar la relación del hombre (en sus palabras, “la criatura más maligna del universo”, entrevista para Metal Maniacs, Agosto del 2006) con Dios.
Dice Cormac McCarthy en En la frontera (Debate, 1999) que somos lo que creemos de Dios. Nos opongamos a él en sus propios términos (satanismo), neguemos su existencia (ateísmo), intentemos demostrar la imposibilidad de concebirlo (cientificismo), o nos entreguemos sin más a su leyenda (religiosidad en todas sus formas), es nuestro horizonte y nuestra demarcación. Su presencia es inevitable e inagotable. Explorarlo es conocer nuestra propia esencia.
“Progeny”, el primer track del álbum, establece la premisa central. Si los seres humanos estamos hechos a su imagen y semejanza, entonces ese dios es una maldición: “If I am you, no life is sacred in my hands/If I am you, I am the faith to end all faith/I am a throne made of dust”.
“Ground” machaca la frase que representa el que seguramente es el momento más vibrante y avasallador del Nuevo Testamento: cuando Cristo, con toda su humanidad expuesta, herida, sangrante y en agonía, se da cuenta de que Dios no existe: Justo antes de que el cielo de Jerusalén se cerrara y retumbaran cien relámpagos, antes de morir para siempre, grita al cielo vasto y vacío: “¡Oh Dios, por qué me has desamparado!” (Mateo 46:5). Trepidate conclusión a la que igualmente llegará, tarde o temprano, la humanidad toda. La demostración le será dada por su propia naturaleza: al final del camino sólo la nada muestra sus fauces.
Aunque quizá sí exista una chispa de divinidad en la humanidad: aquella de un dios moribundo que en lugar de pudrirse en el tiempo se convierte en hombre (“A dying God Coming into Human Flesh”): “And I am dying in this living human shell/I am a dying God/Frozen my Heart/Frozen my soul/I am a dying God, coming into human flesh”.
La obra toda construye líricamente un mundo de desesperanza. Producto, como somos, de una matriz pedestre, forjada en miles de milenios de azar cósmico, hemos intentado erigir una realidad fantasiosa y fantasmagórica en la que nuestro ser adquiere sentido y forma. Pero nuestra metafísica sólo revela nuestro reflejo. Sepultado bajo sedimentos milenarios de mitos, ritos y leyendas, nos aferramos al pensamiento de que éste no nos duplica, sino que nos sublima. Doble distorsión: ni nos sublima ni nos duplica: nos pone de revés.
Monotheist de Celtic Frost
Así, la elaborada fantasía de mundos y seres ultramundanos irremediablemente acaba trasvasada por nuestra consustancial sed de sangre que ha encarnado, encarna y encarnará en las más diversas fes de todo cuño y calaña: no hay dios (“Ain Elohim”), sólo sus emisarios: “Dejad caer mi mano sobre el cuello de mis enemigos/Devorad su carne con mi espada/Esparcid la matanza entre mis adversarios/Deberán caer para no levantarse más/Tetragramatón/Mi ira inflama mi pasión/Contra toda la carne pecadora/Dejad que mi ira consuma a todos mis enemigos”.
Ese dios, plagado de sangre y fuego, se funde al final con su opuesto, volviéndose indistinguibles. La unión de los supuestos opuestos verá su síntesis verdadera: Satanás y Dios son un solo ser; uno solo, grandilocuente, mezquino y mortal. Señor de la Tierra, condenado a desaparecer alguna vez en un parpadeo para heredarla a nuevos semidioses. Miope y decadente, creyéndose divino pero irremediablemente condenado a la putrefacción, el polvo y los gusanos: El hombre: “Tryptich: Tottengott”: “I have never heard his voice nor have I ever seen his form/ Yet still he casts his dark shadow on the Light of my beign/Wraith of inner sanctum/Apparition of amorphousness/Solemnity of my disembodiment/Death-Decay/Creator of corpses/Principle of annihilation/Secret of negativity/Unspeakable silence/Despairing monologue”.
Monólogo desesperado. Eso y no otra cosa han sido los miles de tratados, prácticas y plegarias en busca de la Divinidad desde que la humanidad ha existido. Porque en el fondo de nuestra alma sabemos que no hay más dios que nosotros mismos, y el atisbo de su rostro es la faz de una bestia al mismo tiempo sangrienta y sublime; chispa cósmica tan luminosa como fútil, predestinada a su propia destrucción.
•Celtic Frost, Monotheist, Century Media, 2006. Producido por Tom Gabriel Fisher y Peter Tägtgren.
*Reseña publicada en Replicante 12, Verano del 2007.