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Revista Replicante

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miércoles, 21 de mayo de 2014

La antropofagia y los límites del omnivorismo humano


Uno de los tabúes más extendidos en toda comunidad humana ha sido la antropofagia. Su práctica es el límite de lo que consideramos modos de interacción mínimamente humanos. No es casual, entonces, que en tiempos antiguos dicha práctica haya sido excepcional e invariablemente tamizada por algún tipo de ritualidad; basta pensar en la elaborada ceremonialidad que rodeaba la ingesta cardíaca de los más hábiles enemigos del imperio azteca, capturados en combate y preparados con afán para la magna demostración de poder teocrático que representaba la ceremonia de extracción de corazones.
En la época moderna, el canibalismo fue vinculado, inequívocamente, al atraso cultural y al primitivismo social. Así Hegel, en su magna obra sobre el desarrollo y sentido de la historia (sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, circa de 1830), refiere  ─de oídas─ que algunas tribus africanas practican el canibalismo consuetudinario, no significando otra cosa que el hecho de que aún distan mucho de pertenecer, en tanto que formaciones humanas, a la historia universal.



Ceremonialidad prehispánica en torno al canibalismo ritual.


De manera cierta, el espectro de la antropofagia causa estupor y espanto en la mayoría de seres humanos por una razón contundente: nuestra filogénesis omnívora. Es decir, que evolucionamos como seres que comen básicamente de todo y que, en ello, puede incluirse sin más a los propios humanos. En términos prácticos, daría lo mismo comerse a cualquier otro mamífero que a otro ser humano. La posibilidad de la autorreferencialidad devoradora genera entonces la paradoja que sustenta el inveterado tabú: la posibilidad de extinguir la especie por dientes propios.
Esto ha producido terror a la largo del tiempo y muy especialmente en la Modernidad. Casos dramáticos en los que la ancestral prohibición se ha roto, han causado angustia cultural en grados diversos. Del canibalismo masivo que se llevó a cabo en la Rusia rural durante las grandes hambrunas que se sucedieron durante la época de consolidación del imperio soviético, más o menos de 1920 a 1950, a la antropofagia de supervivencia de unos cuantos sobrevivientes del tristemente célebre accidente del vuelo 571 de la FAU, mejor conocidos como los “sobrevivientes de los Andes”. En época reciente, se han difundido informaciones aún por confirmar, pero que tienen todos los visos de ser verídicas, sobre la práctica del canibalismo criminal ritual, que va de las bandas de guerrilleros serbios durante la Guerra de los Balcanes, hace 20 años, a diferentes bandas de narcotraficantes mexicanos, en nuestros días.
El miedo al canibalismo ha sido bien tematizado por la imaginación ficticia en diversas encarnaciones. La literatura, el cine, el cómic, han dedicado buenas energías creativas a bordar sobre el tema. Así, desde el género policiaco, casi pulp, el estadounidense Thomas Harris forjó, desde hace una generación, uno de los grandes mitos de la cultura pop globalizada: el asesino serial Hannibal Lecter. Dechado de virtudes intelectuales, psiquiatra y dibujante, tiene la peculiaridad de ser caníbal; no de cualquier ralea, sino un auténtico gourmet de la carne humana. La gran trilogía novelística de Harris, conformada por El dragón rojo (1981), El silencio de los corderos (1988) y Hannibal (1999), junto con las versiones cinematográficas que se hicieron de las mismas, consolidaron en el imaginario social mass-mediático el horror del canibalismo, erigido en razón de ser ficticia (pero que tiene correlatos reales, como fue el caso de Jeffrey Dahmer) de una de las figuras monstruosas de nuestra sociedad: el serial killer.


Hannibal Lecter (interpretado en el cine por Anthony Hopkins), exquisito y terrorífico serial killer caníbal, producto de la pluma y la imaginación del estadounidense Thomas Harris.


Un subgénero del cine de horror de cuño estadounidense, cuyas raíces se remontan al primer tercio del siglo pasado, pero que ha vivido una explosión creciente en los últimos quince años, son las historias de zombis. Más allá de las divergencias en el detalle de sus cualidades monstruosas ─si son lentos o rápidos, si tienen algún grado de racionalidad o son meramente instintivos, etc.─, la esencia de estos personajes es su insaciable hambre antropofágica. Entre otras muchas cosas de carácter sociológicamente simbólico, los zombis encarnan el temor profundo a la posibilidad de que el omnivorismo de nuestra especie se convierta, tras una modificación biológica inesperada, en carnivorismo antropofágico desmedido. Si bien la fantasía del zombi resguarda su definición como proto seres humanos o seres subantrópicos, lo cierto es que, para existir, tuvo que haber habido, en todos y cada uno de estos monstruos, un ser humano en plenitud que hizo posible su existencia.
Pero a pesar de lo destacadas que pueden ser estas versiones fantásticas del canibalismo (la versión cinematográfica de El silencio de los corderos, a cargo de Jonathan Demme, es una joya de la cinematografía contemporánea, y la historia de zombis de Robert Kirkman, en novela gráfica y en TV, The Walking Dead, ha llevado al subgénero al nivel del arte, por ejemplo), es una cinta hoy prácticamente olvidada, Soylent Green, la que ha conformado la versión más contundente en torno al horror a la posibilidad caníbal de la humanidad en la era tecnocientífica.
De 1973, dirigida por Richard Fleischer, y con Charlton Heston y Leigh Taylor-Young en los papeles principales, la cinta ubica la trama en el años 2022, donde se verifica un futuro distópico, signado por la acelerada degradación del medio ambiente terrestre, la sobrepoblación mundial y el caos social a punto de estallar a cada instante. Dejaré de lado los pormenores de la trama que, en sí mismos, presentan interés sociológico ficcional. El núcleo de la historia fílmica radica en la escasez creciente de comida para una población agigantada y hacinada, y el control alimenticio global por parte de la corporación Soylent en contubernio con diversos gobiernos nacionales y locales. El alimento que Soylent produce es industrializado y se pregona que tiene altos valores nutricionales. Se distribuye en raciones controladas por el gobierno y tiene la apariencia de galletas y panes de colores. El más reciente lanzamiento ha sido el de color verde, que da nombre a la película. Estas últimas “galletas” están hechas de seres humanos. Todo cadáver que es recolectado por el servicio de limpieza de cuerpos de la ciudad de Nueva York ─lugar donde se desarrolla la trama─, es transferido a una planta de procesamiento donde emerge como soylent green


 
Un sistema social distópico en el futuro inminente es plasmado cinematográficamente en Soylent Green.


El tratamiento que se da en este filme al canibalismo es escalofriante porque remite a elementos constitutivos de nuestra sociedad que son enteramente cercanos a nuestra cotidianidad: el ocultamiento de información corporativa, la degradación medioambiental, la industrialización alimenticia y, muy especialmente, la posibilidad real de que en un mundo así planteado, (el inicio de la extinción humana por medios propios), sin más posibilidades de hacernos de nutrientes en medio de un entorno devastado, no tengamos más remedio que llegar al límite de nuestro omnivorismo: dar cuenta de nosotros mismos como un elemento más de usufructo de la naturaleza. Ejecutar el último gran acto de nuestra implacable dominación de la naturaleza: constituirnos en productos industriales listos para el propio consumo masivo.
*Este artículo fue originalmente publicado en la revista cultural FORO UIC de la Universidad Intercontinental de México, D.F., disponible en:



viernes, 30 de septiembre de 2011

Las posibilidades del arte en la era postmoderna


I. La realidad de cuatro quintas partes del planeta se resume en la desigualdad[1]. En la profunda brecha que separa al rico del pobre, al ilustrado del analfabeta, al integrado del excluido, al poderoso del sometido, al feliz del desdichado. Radical, irrefrenable y consustancial al ser histórico y social de las naciones que viven bajo la bóveda de la civilización capitalista, la desigualdad ¾seamos objetivos¾ no tendrá un desenlace que nuestros ojos perciban y nuestras almas celebren. No verá su fin ni nuestra generación ni cinco generaciones más. Un futuro sombrío se nos presenta.

Pero esto no abre necesariamente la puerta al nihilismo o al derrotismo. El peor náufrago es el que abandona los remos a la mitad de la tormenta. No habrá solución aceptable y temprana para nuestra desafortunada y ofensiva realidad, pero hay paliativos, remansos, flancos de luz y líneas de batalla. Por lo menos nos quedan algunos recursos. Uno de ellos, vital, sentido y profundo, es el arte.

No es el antibiótico ni el remedio para la dolorosa, supurante y violenta herida que representa la desigualdad inherente a las sociedades del mundo entero ¾y muy especialmente a las del Tercer Mundo con África y América Latina en primer plano¾, pero sí que es el ardor de esa herida; la comezón impertinente, un calambre en la pantorrilla. También es una toxina para el statu quo.


II. Por su naturaleza, el arte es una actividad, un conjunto de actividades, elitista. No porque sea impensable que cualquiera pueda, en principio, dibujar o colorear; armar figuras, tocar un instrumento, describir su perspectiva de la realidad o escribir acerca de sus sentimientos. Sabemos bien que los niños, los adolescentes enamorados y el hombre de la calle lo pueden hacer, y lo hacen con frecuencia.

En cambio, es elitista porque precisa (como acertadamente subrayara Hegel hace más de ciento cincuenta años[2]) de dominio técnico y de genio; minuciosidad formal y exuberante inspiración. Requiere la sedimentación de la academia, formación cultural, práctica interminable; la intensidad de la vida cotidiana traducida en códigos específicos, cargados de reglas y presupuestos propios, y la maduración reflexiva del criterio del artista. Estos elementos y cualidades indispensables para la creación, pertenecen, admitámoslo fríamente, al desarrollo de la vida burguesa.

Grabado de Polo Castellanos
Recordemos al vuelo, entonces, las características originales del hombre burgués; aquellas que elogiara Voltaire y tematizara Hegel: Estatus de ciudadanía, es decir, voz y voto; vida urbana con ingreso medio, con pequeños excedentes financieros para una mínima comodidad cotidiana; trabajo por cuenta, voluntad y capacidades propias; acceso a la educación para ser aceptablemente ilustrado, con un sólido sentido de civilidad y, sobre todo, un especial y muchas veces exacerbado y ácido espíritu crítico, cuya máxima encarnación se verificó ¾lo sigue haciendo¾ principalmente en la expresión artística.

Cualidades de un proceso que comenzó a gestarse hace medio milenio y que encontrara su pináculo en la Modernidad ilustrada para luego ser olvidadas y tergiversadas por un sistema económico salvaje ¾el capitalismo rampante¾ que acertadamente criticara en la obra de toda una vida Karl Marx.

No obstante, a pesar de la crisis del sistema-mundo[3] que las vio nacer y la inconmensurabilidad de la corrosiva dinámica anti humanista y mercantilista de éste, los elementos más venerables de la revolución ilustrada han sabido metamorfosearse en el cúmulo de escuelas, tendencias y propuestas artísticas de la actualidad, mostrando un alto nivel adaptativo ante las crudas circunstancias histórico-sociales contemporáneas.


III. Hace poco más de dos décadas, Fredric Jameson decretó el fin del arte crítico con el encumbramiento de la postmodernidad, entendida por él como el advenimiento de la difusión e imposición planetaria del modus vivendi del capitalismo tardío, de cuño estadounidense, imperial[4]. De acuerdo con esta perspectiva, la fuerza centrípeta del sistema es de tal magnitud que engulle a todas y cada una de las manifestaciones artísticas del planeta. Éstas, sin remedio, se plegan a su lógica y principios, transformándose en meros objetos de recambio económico, en expresiones vacías cuyo estatus ontológico no difiere del resto de mercancías que circulan en la economía de mercado mundial.

Pero a pesar de lo prolijo y sugerente de su propuesta, Jameson se equivocó en el diagnóstico. Porque la postmodernidad puede ser entendida también como el enfático intento de cancelar ciertos discursos arrogantes y autoritarios de la Modernidad. Entre ellos, la racionalidad extrema, la divinización de la tecnología, el poder irrefrenable del Estado, la obligación de innovar para el mercado, y el exagerado academicismo (centrado en la especialización) en todas las áreas creativas.

Vista así, la postmodernidad en el arte es en realidad una liberación. Liberación creativa, sí, en la medida en que la experimentación, el pastiche, la polifonía y la multitextualidad subieron al rango de vanguardias; pero sobre todo porque significó una liberación comunicativa.

La otra globalidad entró en escena. La de las culturas, prácticas y folklores populares, la de los rebeldes, inconformes y contestatarios del mundo entero, la de los marginados, perseguidos y excluidos de cualquier lugar de la Tierra.

Aquellos discursos y manifestaciones que la maquinaria represiva de los diferentes poderes efectivos del mundo (el imperial, el estatal, el religioso, el tradicional, el moral, el estético, etcétera) arrinconara durante décadas e incluso siglos, acabaron por explotar y expandirse, inundando las artes todas. Colores, sonidos, texturas, palabras y formas múltiples de vivir y de sentir, lo mismo de la sierra y la llanura que de las urbes y los pueblos, de los desiertos y los selvas, accedieron al plano del cuadro, al espacio de la escultura, a la semántica del texto, al aire de los sonidos. Se vio entonces la forma del Otro; el acento de su voz, su percepción de los matices, la combinación de sus ritmos y armonías, la escritura de sus pensamientos y el espesor de sus tradiciones.

Nos cercioramos, así, de que la desigualdad surca el planeta entero. Nos hermanamos en la desgracia, pero también en la furia combativa. Compartimos la penuria, así como el espíritu de resistencia de todos aquellos que experimentan la desigualdad instrumentada como opresión diaria, trayendo muchas veces la desesperanza con cada salida y puesta del sol. Como un horizonte de tormentas. Como un inexorable mundo de la vida pervertido. Opresión cuyos tentáculos mutan y se diversifican de acuerdo con las diferentes circunstancias nacionales y regionales.

Graffiti
De este lado del mundo, en nuestro subcontinente latinoamericano, la afrenta es, ante todo, por la exacerbación sostenida de la lucha de clases y la serie de consecuencias que ésta trae consigo: del interminable flujo de la criminalidad al cinismo de las élites en el poder, pasando por la apatía o la connivencia de las clases ilustradas. En África, el envite es el más alto: la puesta en juego día con día de la vida sin más; sea por la atroz realidad de las guerras internas que gangrenan buena parte del continente, ya bien por la fragilidad de las personas ante una miríada de plagas y epidemias endémicas. Para las clases relegadas del Primer Mundo, la trabazón de su libertad está dada por la falta de oportunidades de integración plena, real, humana y, en muchos casos, por las intentonas de los aparatos estatales para reprimir y aislar la diversidad de expresiones y puntos de vista. En Asia, la categoría del individuo es lo que está en juego. Por su consistencia histórico-religiosa, en esta región del planeta siempre ha importado más el grupo que la persona; el poder del solitario gobernante, atrincherado en las estructuras del Estado, que las posibilidades de desarrollo a nivel subjetivo.

En última instancia, el cúmulo de veredas de la desigualdad y su flanco operativo, la opresión, se mezclan aquí y allá, reconfigurándose y evolucionando para la desdicha de quienes las padecemos en la vida diaria, común. Al final, las señaladas son sólo tendencias que de ninguna manera deberán interpretarse como rígidos cartabones, ya que lo mejor repartido en este planeta son la desigualdad y la opresión en todas sus formas. Por lo tanto, atacan de las más diversas maneras y generan las más insospechadas mixturas a lo largo y ancho del globo terráqueo.


IV. La postmodernidad no canceló la crítica, sino que la diversificó y la transformó, volviéndola universal. El pensamiento crítico, de esta manera, completó el círculo de su propia globalización. A la racionalidad inquisitiva abstracta de la Modernidad, integró el fragor de la vivencia cotidiana, la manifestación espontánea y el reclamo penetrante de los seres humanos singulares que a lo largo y ancho de la geografía del planeta expresan su descontento.

La diversificación y amalgama de las voces contestatarias universales ha sido la oportunidad para plantar cara al sistema, a la globalización de cuño neoliberal, a la explotación humillante, al control de los aparatos de poder manejados por bandas de estafadores que hacen de la hipocresía una farsa, y a la avaricia desmedida, obscena, insultante de unos cuantos.

Asimismo, hoy sabemos que las revoluciones de verdad, aquellas que exigen carne y sangre, no implican ningún cambio significativo en el sistema. Una vez acallados los cañones, éste sigue tan indemne y virulento como siempre. A lo más, los movimientos revolucionarios han revuelto las aguas, tiñéndolas invariablemente de sangre, para que en el mediano plazo todo siga igual que antes; salvo, quizá, con nuevos mandamases apertrechados en el poder que consiguieron a fuerza de balazos y sobre los cadáveres de las crédulas masas que los acompañaron en su rabioso lance guerrero. Después de tantas y tan magnas revueltas que como civilización hemos vivido en el pasado histórico inmediato (Francia, México, Rusia, Cuba, Camboya, Nicaragua, etcétera), estamos plenamente concientes de que las revoluciones, strictu sensu, no son sino embravecidos y efímeros oleajes en pequeñas costas del vasto océano del sistema capitalista universal[5].

Maniac, en la época de Mayhem
El desengaño nos ha hecho ver la realidad del sistema, su indestructibilidad. Hemos entendido ya que un ilusorio voluntarismo está incapacitado para echarlo abajo. Su lógica, como en la fastuosa visión histórica hegeliana[6], lo impele a cumplir un ciclo de vida centenario. Morirá de viejo, no más. Implotará algún día debido a sus propias aporías, pero este devenir se verifica en la larga duración[7], no a través del deseo y la acción de estos o aquellos hombres.

Una vez adquirida esta claridad, fijamos la atención entonces en aquellos enclaves que se oponen y cuestionan al sistema a través de los canales y espacios de movimiento que éste posibilita. A la cabeza de estas expresiones se encuentran las manifestaciones estéticas. Contrario a lo que algunos podrían pensar, el alcance y el contenido de éstas no es ni vano ni sedativo, sino que en sí mismas y por ellas mismas pueden constituir un horizonte hermenéutico alternativo ante la realidad y la vida que nos ha tocado padecer.

En un mundo cicatrizado por la desigualdad, hoy como nunca, el arte es un incendio, un crepitar que indica que estamos vivos y presentes. De los graffitis de Nairobi, París o San Pablo a las estrujantes alegorías hiperrealistas de Arturo Rivera. De los manifiestos anarquistas callejeros de Barcelona a la serie teórico-iconográfica de la Virgen del milenio del pintor chilango Polo Castellanos. De la odisea gore de la novela Blood Meridian de Cormac McCarthy a la liberación lúdico-erótica de los cuentos de la colección Cuarenta y 20 de Rogelio Villarreal. De los cómics estadounidenses neonoir hiperviolentos a la reinvención del mural como educación para las masas en Argentina. De las profundidades bárbaras del alma nórdica que insuflan vida a la animosidad sonora, visual y semántica del black metal a la pléyade de ritmos antillanos tradicionales (la guaracha, el son, la cumbia) mezclados con los metales del jazz y las guitarras del blues de la fusión sudamericana.

El arte de la postmodernidad puede ser el ardor de nuestras heridas como civilización universal. Pero también puede ser la toxina que gota a gota quizá no corroerá, pero sí denunciará ese orden del mundo que nos negamos a aceptar, a tomar por bueno, a convalidar; porque sólo será válido lo que cancele la desigualdad, lo que neutralice la opresión, lo que nos reconcilie como especie, lo que nos eleve más allá de nuestras mezquindades, y en ello, el arte es, como ha sido y será, eje y motor de tan sublime, si bien utópico, objetivo.

Como dato curioso, este es el único texto que me han rechazado en Replicante, pueden ver una versión en PDF en mi página de SCRIBD: http://es.scribd.com/doc/67007657/Las-posibilidades-del-arte-en-la-era-postmoderna



[1] Al respecto, para el caso de México, aunque expandible a partir de los presupuestos comunes al resto del Tercer Mundo, véase el lúcido ensayo “La desigualdad marca nuestra historia” de Rolando Cordera Campos en revista Nexos, No. 338, febrero del 2006. Para un panorama general de la pobreza y la inequidad a nivel global, véase la información al respecto en los sitios www.worldbank.org y www.globalpolicy.org
[2] Vid. Hegel, Wilhelm, Lecciones de estética, Ediciones Coyoacán, México, 2005.
[3] Para un penetrante análisis de las características, consecuencias y miserias del sistema-mundo capitalista, véanse las obras Análisis de sistemas-mundo (Siglo XXI editores, México, 2005) y Después del liberalismo (Siglo XXI-UNAM, México, 2005) de Immanuel Wallerstein. Para Wallerstein, a diferencia del cariz que doy al asunto, el problema fundamental no es que los presupuestos humanistas libertarios del iluminismo hayan sido sobreseídos por el sistema económico, sino que desde su origen nacieron para ser autolimitativos, sin mayor posibilidad de ir más allá del orden ideológico que los vio nacer, inextricablemente ligado a la dinámica del capitalismo paneuropeo.
A pesar de que comparto casi en su totalidad la visión de Wallerstein en estos temas, prefiero describir el proceso de degradación de los ideales ilustrados como una perversión de estos por parte del sistema económico y no como una fuerza ideológica que brotó de éste para legitimarlo, sin gradiente y sin marco distintivo entre uno y otro. De lo contrario, filósofos como Fredric Jameson (de quien me ocuparé más adelante) estarían en lo correcto cuando hablan de la inseparabilidad del sistema económico y las manifestaciones artísticas que lo acompañan. En breve, niego que ésta sea una relación de implicación; a lo más, es una conjunción debida a factores externos a la lógica de ambos subsistemas.
[4] Cfr. Jameson, Fredric, “Postmodernism, or, the cultural logic of late Capitalism” en The New Left Review, Spring of 1984, Oxford.
[5] Para un recuento preciso de la inocua realidad de las revoluciones de nuestra era, véase Utopística (o las opciones históricas del Siglo XXI) de Immanuel Wallerstein, Siglo XXI-UNAM, México, 2003.
[6] Confróntese su obra Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal, Alianza, Madrid, 2005.
[7] El término, por supuesto, es de Fernand Braudel, véase su libro La dinámica del capitalismo, FCE, México, 1986.