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Revista Replicante

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viernes, 30 de agosto de 2013

El apocaliptismo pictórico de Jonas Burgert


El mundo pictórico de Jonas Burgert (Berlín, 1969), que ha sido concebido para las grandes dimensiones y que en México sólo hemos podido admirar virtualmente, transporta a un espacio limítrofe, catastrófico, apocalíptico. Un mundo neo tribal, plagado de profundos agujeros y de una contumaz imaginería sobre un harapiento universo circense ubicuo y nómada. Sus motivos son eminentemente cyberpunk o postapocalípticos. Máscaras, infantes semidesnudos, mujeres con los pechos al aire, animales iracundos y girones de tela por doquier, plagan el universo al borde que obsesiona al joven pintor alemán.

No es difícil observar en su obra la reiteración de comparaciones, metáforas y alegorías conocidas: el mundo como un circo, la omnipresencia del abismo, la encarnización del hombre con el hombre y la desnudez consustancial a la humanidad, por más que en los últimos trescientos años haya intentado paliarla con una red tecnológica mundial. Tanto la exitosa paradoja pictórica de confeccionar una obra impresionista fuertemente expresionista, con base en el eficaz manejo de los altos contrastes y el neón, junto con la fineza en la hechura de rasgos lúgubres, nihilistas, desencantados y decepcionados, hace del trabajo de Burgert uno de los más acabados esfuerzos apocaliptistas de la actualidad.


Schutt un Futter, 2012.


A decir del filósofo que más se ha dedicado al análisis de dicho subgénero cultural, Fredric Jameson, este es, por una parte, una especie de “intensificación de la realidad” y, por otra, la afirmación de que “una cierta alteridad se evapora” en él, aquella que en la Modernidad clásica dividía a la esfera de protección burguesa del resto de la sociedad. Cosa que remite “al fin de lo cívico y del gobierno oficial, que ahora vuelve a disolverse en redes privadas y relaciones informales de clanes” (todo esto en su obra Las semillas del tiempo, del 2000). 

De esta manera, el sobrecargado mundo pictórico de Burgert retoma una y otra vez los motivos de un neotribalismo que representa el cierre del ciclo burgués de la civilización, puesto que sus nativos, harapientos y desolados, se hallan siempre entre ruinas, con gestos desesperados, hacinados, a la expectativa de los abismos que se abren a sus pies. Así en una muy reciente obra, Hell Schlaegt (disponible en su sitio web www.jonasburgert.de), una lechuza al vuelo (atada de las patas por uno de los zarrapastrosos de la escena), que bien puede ser una parodia del Búho de Minerva hegeliano, que en el filósofo historicista por excelencia representa la posibilidad del conocimiento completo de la historia desde el pináculo privilegiado de la Modernidad, marca el dinamismo de un mundo que se tuerce sobre sus fundamentos: figuras humanas en caída arrolladas por un cúmulo de escombros que saturan el espacio del cuadro, resaltado por vibrantes tonalidades naranja y verde limón fosforescentes. Significativamente, la escena ocurre en la representación de un estudio de pintura abandonado, destruido y carcomido, plagado de fauna silvestre; por lo que es dable pensar, a la luz de este inquietante motivo, que incluso el último reducto de la racionalidad humana, la estética, como pensó Theodor Adorno, es derrumbado en los confines de la civilización occidental.


Obras de espacios saturados que devuelven al espectador el abigarrado e irónico enigma del tránsito de la especie por el planeta. Porque dicho enigma no existe. En su lugar se halla la verdad pedestre de que el ser humano solamente es una partícula del azar cósmico perdida en el universo estelar. Así en Schutt und Futter (2012), algo así como “hierba y escombros”, presenciamos una visión del mundo como sería para un observador sin el prejuicio evolutivo del sentido (de la historia, del lenguaje, de los símbolos y de las acciones): un colorido enmarañamiento de primates erguidos, coexistiendo entre sus edificaciones, sus desechos y sus instintos. En planos privilegiados del cuadro (al frente y al centro), un humanoide gigante, con cadavérico rostro de simio, y una firme sonda pendiendo de una larga vara sostenida por un pequeño personaje, marcan los tanteos tanto primitivos como racionales que el hombre ha hecho a lo largo de su periplo planetario. Ninguno, por supuesto, ha sido suficiente para que la historia del mismo (sugerida como una cíclica consecución de recurrencias por los inmensos aros que vertebran el espacio pictórico), sea otra cosa que el arrumbamiento de personas y productos en medio del follaje quebrado que representa al entorno natural de nuestra especie.

Seres agigantados o empequeñecidos, en su propia dinámica, chocarrera y fútil, del ejercicio del poder entre ellos: sueños de grandeza y sometimiento en el sadomasoquismo cotidiano, pueril, absurdo, porque quién podría ya ser señor y esclavo en un mundo que se ha desmoronado ya; es más, ¿quién lo pudo ser verdaderamente jamás, cuando todo cuanto hay tiende a la entropía, al inevitable desgaste aniquilador de todo los existente?

Igualmente, una naturaleza lúgubre se presenta de manera recurrente en los grandes espacios pictóricos de Burgert, como es el caso en Schleiche, donde una hermosa bruja joven lleva pendiendo del cuello un búho invertido, anticipación del sarcasmo en torno al dicho hegeliano y representación de la perdida de todo conocimiento posible, por parte de nuestra especie, de la “sabiduría” de la naturaleza. O, para decirlo, sin el sesgo metafísico propio del ecologismo contemporáneo, olvido y desconocimiento, desdén y franca belicosidad de y ante los ciclos y dinámicas de nuestro entorno. Naturaleza invasora que tiene una presencia contundente en Webe, con sendos troncos saturando el espacio de un apartamento abandonado, al tiempo que una mujer semidesnuda, desolada y resignada, hace un gesto de recibir la brisa matinal ante una ventana abierta. Porque cuando el ambiente humano de verdad comience su marcha atrás, como se ha planteado desde siempre en la imaginería cyberpunk, será el momento del arribo de todos aquellos seres que no somos nosotros; una explosión orgánica de lo sometido por nuestras edificaciones, nuestra tecnología, nuestros cuerpos que se mueven en masa. Asimismo, en este cuadro plasma un elemento altamente perturbador, recurrente en todo su trabajo: la presencia de cabezas cercenadas como adorno, como juego, sin peso vital, pueriles.

Schleiche, 2012.


Tal es el caso paradigmático en Blendlauf, donde un preadolescente blande con prestancia una lanza que termina en una cabeza humana envuelta en sucias cintas fosforescentes. Embozado, la lleva como arma o como estandarte, mientras que, frente a él, un niño se inclina ante medio cadáver de otro infante, enmascarado y utilizado como muñeco de feria, en una estrujante representación del imparable arribo de la neobarbarie, a la que Peter Sloterdijk se ha referido así en su obra En el mismo barco:


…la cultura superior ha exigido demasiado a ese animal de grupos pequeños que es el homo sapiens, pues éste no ha sido capaz de engendrar prótesis emocionales y simbólicas para moverse por las grandes superficies. Cuando se estanca la producción de prótesis, las clases políticas de países enteros pierden su capacidad de gestión y de maniobra. Justamente aquellas sociedades que dan la impresión de ser como civilizaciones integradas a medias, pueden retroceder, tras la pérdida de sus imaginarias prótesis políticas, a estirpes neuróticas… Allí donde la paranoia étnica y vecinal se coloca en situación ventajosa, rasga el nexo social incluso entre viejos conocidos, y casi cualquiera, según parece, podría convertirse en el asesino de cualquiera.

El mundo, en suma, se ha convertido en un lugar de mutilaciones masivas, epidémicas, inevitables. No porque nunca hayan existido estas, sino porque nunca como ahora habíamos presumido tanto de haber extirpado para siempre (por medio de la cultura, la ciencia, la educación y la tecnología) el connatural instinto asesino del hombre.


BlendLauf, 2011.


Seres al borde en un mundo en ruinas. Como en Luft Nach Schlagg, en el que una figura central de traje (símbolo inequívoco de la sociedad burguesa), con un banderín que sobresale por una cuerda rígida cuello arriba y que también transmite la sensación visual de ser una horca, observa impávido la decadencia en derredor. Edificaciones que han perdido su sentido original, ruinas habitadas por humanidades como guiñapos, suciedad y adaptaciones vitales improvisadas, grafitis territoriales y restos de ropa. Un ambiente social hecho girones ante la vista de la figura principal. Y arriba, a la izquierda, como fuga retrospectiva guiando los ojos del espectador del cuadro, una campana sin badajo, el anuncio silencioso de una era en retirada, auto destrucción del mundo que fue sin recogimiento ni duelo.

viernes, 30 de septiembre de 2011

Las posibilidades del arte en la era postmoderna


I. La realidad de cuatro quintas partes del planeta se resume en la desigualdad[1]. En la profunda brecha que separa al rico del pobre, al ilustrado del analfabeta, al integrado del excluido, al poderoso del sometido, al feliz del desdichado. Radical, irrefrenable y consustancial al ser histórico y social de las naciones que viven bajo la bóveda de la civilización capitalista, la desigualdad ¾seamos objetivos¾ no tendrá un desenlace que nuestros ojos perciban y nuestras almas celebren. No verá su fin ni nuestra generación ni cinco generaciones más. Un futuro sombrío se nos presenta.

Pero esto no abre necesariamente la puerta al nihilismo o al derrotismo. El peor náufrago es el que abandona los remos a la mitad de la tormenta. No habrá solución aceptable y temprana para nuestra desafortunada y ofensiva realidad, pero hay paliativos, remansos, flancos de luz y líneas de batalla. Por lo menos nos quedan algunos recursos. Uno de ellos, vital, sentido y profundo, es el arte.

No es el antibiótico ni el remedio para la dolorosa, supurante y violenta herida que representa la desigualdad inherente a las sociedades del mundo entero ¾y muy especialmente a las del Tercer Mundo con África y América Latina en primer plano¾, pero sí que es el ardor de esa herida; la comezón impertinente, un calambre en la pantorrilla. También es una toxina para el statu quo.


II. Por su naturaleza, el arte es una actividad, un conjunto de actividades, elitista. No porque sea impensable que cualquiera pueda, en principio, dibujar o colorear; armar figuras, tocar un instrumento, describir su perspectiva de la realidad o escribir acerca de sus sentimientos. Sabemos bien que los niños, los adolescentes enamorados y el hombre de la calle lo pueden hacer, y lo hacen con frecuencia.

En cambio, es elitista porque precisa (como acertadamente subrayara Hegel hace más de ciento cincuenta años[2]) de dominio técnico y de genio; minuciosidad formal y exuberante inspiración. Requiere la sedimentación de la academia, formación cultural, práctica interminable; la intensidad de la vida cotidiana traducida en códigos específicos, cargados de reglas y presupuestos propios, y la maduración reflexiva del criterio del artista. Estos elementos y cualidades indispensables para la creación, pertenecen, admitámoslo fríamente, al desarrollo de la vida burguesa.

Grabado de Polo Castellanos
Recordemos al vuelo, entonces, las características originales del hombre burgués; aquellas que elogiara Voltaire y tematizara Hegel: Estatus de ciudadanía, es decir, voz y voto; vida urbana con ingreso medio, con pequeños excedentes financieros para una mínima comodidad cotidiana; trabajo por cuenta, voluntad y capacidades propias; acceso a la educación para ser aceptablemente ilustrado, con un sólido sentido de civilidad y, sobre todo, un especial y muchas veces exacerbado y ácido espíritu crítico, cuya máxima encarnación se verificó ¾lo sigue haciendo¾ principalmente en la expresión artística.

Cualidades de un proceso que comenzó a gestarse hace medio milenio y que encontrara su pináculo en la Modernidad ilustrada para luego ser olvidadas y tergiversadas por un sistema económico salvaje ¾el capitalismo rampante¾ que acertadamente criticara en la obra de toda una vida Karl Marx.

No obstante, a pesar de la crisis del sistema-mundo[3] que las vio nacer y la inconmensurabilidad de la corrosiva dinámica anti humanista y mercantilista de éste, los elementos más venerables de la revolución ilustrada han sabido metamorfosearse en el cúmulo de escuelas, tendencias y propuestas artísticas de la actualidad, mostrando un alto nivel adaptativo ante las crudas circunstancias histórico-sociales contemporáneas.


III. Hace poco más de dos décadas, Fredric Jameson decretó el fin del arte crítico con el encumbramiento de la postmodernidad, entendida por él como el advenimiento de la difusión e imposición planetaria del modus vivendi del capitalismo tardío, de cuño estadounidense, imperial[4]. De acuerdo con esta perspectiva, la fuerza centrípeta del sistema es de tal magnitud que engulle a todas y cada una de las manifestaciones artísticas del planeta. Éstas, sin remedio, se plegan a su lógica y principios, transformándose en meros objetos de recambio económico, en expresiones vacías cuyo estatus ontológico no difiere del resto de mercancías que circulan en la economía de mercado mundial.

Pero a pesar de lo prolijo y sugerente de su propuesta, Jameson se equivocó en el diagnóstico. Porque la postmodernidad puede ser entendida también como el enfático intento de cancelar ciertos discursos arrogantes y autoritarios de la Modernidad. Entre ellos, la racionalidad extrema, la divinización de la tecnología, el poder irrefrenable del Estado, la obligación de innovar para el mercado, y el exagerado academicismo (centrado en la especialización) en todas las áreas creativas.

Vista así, la postmodernidad en el arte es en realidad una liberación. Liberación creativa, sí, en la medida en que la experimentación, el pastiche, la polifonía y la multitextualidad subieron al rango de vanguardias; pero sobre todo porque significó una liberación comunicativa.

La otra globalidad entró en escena. La de las culturas, prácticas y folklores populares, la de los rebeldes, inconformes y contestatarios del mundo entero, la de los marginados, perseguidos y excluidos de cualquier lugar de la Tierra.

Aquellos discursos y manifestaciones que la maquinaria represiva de los diferentes poderes efectivos del mundo (el imperial, el estatal, el religioso, el tradicional, el moral, el estético, etcétera) arrinconara durante décadas e incluso siglos, acabaron por explotar y expandirse, inundando las artes todas. Colores, sonidos, texturas, palabras y formas múltiples de vivir y de sentir, lo mismo de la sierra y la llanura que de las urbes y los pueblos, de los desiertos y los selvas, accedieron al plano del cuadro, al espacio de la escultura, a la semántica del texto, al aire de los sonidos. Se vio entonces la forma del Otro; el acento de su voz, su percepción de los matices, la combinación de sus ritmos y armonías, la escritura de sus pensamientos y el espesor de sus tradiciones.

Nos cercioramos, así, de que la desigualdad surca el planeta entero. Nos hermanamos en la desgracia, pero también en la furia combativa. Compartimos la penuria, así como el espíritu de resistencia de todos aquellos que experimentan la desigualdad instrumentada como opresión diaria, trayendo muchas veces la desesperanza con cada salida y puesta del sol. Como un horizonte de tormentas. Como un inexorable mundo de la vida pervertido. Opresión cuyos tentáculos mutan y se diversifican de acuerdo con las diferentes circunstancias nacionales y regionales.

Graffiti
De este lado del mundo, en nuestro subcontinente latinoamericano, la afrenta es, ante todo, por la exacerbación sostenida de la lucha de clases y la serie de consecuencias que ésta trae consigo: del interminable flujo de la criminalidad al cinismo de las élites en el poder, pasando por la apatía o la connivencia de las clases ilustradas. En África, el envite es el más alto: la puesta en juego día con día de la vida sin más; sea por la atroz realidad de las guerras internas que gangrenan buena parte del continente, ya bien por la fragilidad de las personas ante una miríada de plagas y epidemias endémicas. Para las clases relegadas del Primer Mundo, la trabazón de su libertad está dada por la falta de oportunidades de integración plena, real, humana y, en muchos casos, por las intentonas de los aparatos estatales para reprimir y aislar la diversidad de expresiones y puntos de vista. En Asia, la categoría del individuo es lo que está en juego. Por su consistencia histórico-religiosa, en esta región del planeta siempre ha importado más el grupo que la persona; el poder del solitario gobernante, atrincherado en las estructuras del Estado, que las posibilidades de desarrollo a nivel subjetivo.

En última instancia, el cúmulo de veredas de la desigualdad y su flanco operativo, la opresión, se mezclan aquí y allá, reconfigurándose y evolucionando para la desdicha de quienes las padecemos en la vida diaria, común. Al final, las señaladas son sólo tendencias que de ninguna manera deberán interpretarse como rígidos cartabones, ya que lo mejor repartido en este planeta son la desigualdad y la opresión en todas sus formas. Por lo tanto, atacan de las más diversas maneras y generan las más insospechadas mixturas a lo largo y ancho del globo terráqueo.


IV. La postmodernidad no canceló la crítica, sino que la diversificó y la transformó, volviéndola universal. El pensamiento crítico, de esta manera, completó el círculo de su propia globalización. A la racionalidad inquisitiva abstracta de la Modernidad, integró el fragor de la vivencia cotidiana, la manifestación espontánea y el reclamo penetrante de los seres humanos singulares que a lo largo y ancho de la geografía del planeta expresan su descontento.

La diversificación y amalgama de las voces contestatarias universales ha sido la oportunidad para plantar cara al sistema, a la globalización de cuño neoliberal, a la explotación humillante, al control de los aparatos de poder manejados por bandas de estafadores que hacen de la hipocresía una farsa, y a la avaricia desmedida, obscena, insultante de unos cuantos.

Asimismo, hoy sabemos que las revoluciones de verdad, aquellas que exigen carne y sangre, no implican ningún cambio significativo en el sistema. Una vez acallados los cañones, éste sigue tan indemne y virulento como siempre. A lo más, los movimientos revolucionarios han revuelto las aguas, tiñéndolas invariablemente de sangre, para que en el mediano plazo todo siga igual que antes; salvo, quizá, con nuevos mandamases apertrechados en el poder que consiguieron a fuerza de balazos y sobre los cadáveres de las crédulas masas que los acompañaron en su rabioso lance guerrero. Después de tantas y tan magnas revueltas que como civilización hemos vivido en el pasado histórico inmediato (Francia, México, Rusia, Cuba, Camboya, Nicaragua, etcétera), estamos plenamente concientes de que las revoluciones, strictu sensu, no son sino embravecidos y efímeros oleajes en pequeñas costas del vasto océano del sistema capitalista universal[5].

Maniac, en la época de Mayhem
El desengaño nos ha hecho ver la realidad del sistema, su indestructibilidad. Hemos entendido ya que un ilusorio voluntarismo está incapacitado para echarlo abajo. Su lógica, como en la fastuosa visión histórica hegeliana[6], lo impele a cumplir un ciclo de vida centenario. Morirá de viejo, no más. Implotará algún día debido a sus propias aporías, pero este devenir se verifica en la larga duración[7], no a través del deseo y la acción de estos o aquellos hombres.

Una vez adquirida esta claridad, fijamos la atención entonces en aquellos enclaves que se oponen y cuestionan al sistema a través de los canales y espacios de movimiento que éste posibilita. A la cabeza de estas expresiones se encuentran las manifestaciones estéticas. Contrario a lo que algunos podrían pensar, el alcance y el contenido de éstas no es ni vano ni sedativo, sino que en sí mismas y por ellas mismas pueden constituir un horizonte hermenéutico alternativo ante la realidad y la vida que nos ha tocado padecer.

En un mundo cicatrizado por la desigualdad, hoy como nunca, el arte es un incendio, un crepitar que indica que estamos vivos y presentes. De los graffitis de Nairobi, París o San Pablo a las estrujantes alegorías hiperrealistas de Arturo Rivera. De los manifiestos anarquistas callejeros de Barcelona a la serie teórico-iconográfica de la Virgen del milenio del pintor chilango Polo Castellanos. De la odisea gore de la novela Blood Meridian de Cormac McCarthy a la liberación lúdico-erótica de los cuentos de la colección Cuarenta y 20 de Rogelio Villarreal. De los cómics estadounidenses neonoir hiperviolentos a la reinvención del mural como educación para las masas en Argentina. De las profundidades bárbaras del alma nórdica que insuflan vida a la animosidad sonora, visual y semántica del black metal a la pléyade de ritmos antillanos tradicionales (la guaracha, el son, la cumbia) mezclados con los metales del jazz y las guitarras del blues de la fusión sudamericana.

El arte de la postmodernidad puede ser el ardor de nuestras heridas como civilización universal. Pero también puede ser la toxina que gota a gota quizá no corroerá, pero sí denunciará ese orden del mundo que nos negamos a aceptar, a tomar por bueno, a convalidar; porque sólo será válido lo que cancele la desigualdad, lo que neutralice la opresión, lo que nos reconcilie como especie, lo que nos eleve más allá de nuestras mezquindades, y en ello, el arte es, como ha sido y será, eje y motor de tan sublime, si bien utópico, objetivo.

Como dato curioso, este es el único texto que me han rechazado en Replicante, pueden ver una versión en PDF en mi página de SCRIBD: http://es.scribd.com/doc/67007657/Las-posibilidades-del-arte-en-la-era-postmoderna



[1] Al respecto, para el caso de México, aunque expandible a partir de los presupuestos comunes al resto del Tercer Mundo, véase el lúcido ensayo “La desigualdad marca nuestra historia” de Rolando Cordera Campos en revista Nexos, No. 338, febrero del 2006. Para un panorama general de la pobreza y la inequidad a nivel global, véase la información al respecto en los sitios www.worldbank.org y www.globalpolicy.org
[2] Vid. Hegel, Wilhelm, Lecciones de estética, Ediciones Coyoacán, México, 2005.
[3] Para un penetrante análisis de las características, consecuencias y miserias del sistema-mundo capitalista, véanse las obras Análisis de sistemas-mundo (Siglo XXI editores, México, 2005) y Después del liberalismo (Siglo XXI-UNAM, México, 2005) de Immanuel Wallerstein. Para Wallerstein, a diferencia del cariz que doy al asunto, el problema fundamental no es que los presupuestos humanistas libertarios del iluminismo hayan sido sobreseídos por el sistema económico, sino que desde su origen nacieron para ser autolimitativos, sin mayor posibilidad de ir más allá del orden ideológico que los vio nacer, inextricablemente ligado a la dinámica del capitalismo paneuropeo.
A pesar de que comparto casi en su totalidad la visión de Wallerstein en estos temas, prefiero describir el proceso de degradación de los ideales ilustrados como una perversión de estos por parte del sistema económico y no como una fuerza ideológica que brotó de éste para legitimarlo, sin gradiente y sin marco distintivo entre uno y otro. De lo contrario, filósofos como Fredric Jameson (de quien me ocuparé más adelante) estarían en lo correcto cuando hablan de la inseparabilidad del sistema económico y las manifestaciones artísticas que lo acompañan. En breve, niego que ésta sea una relación de implicación; a lo más, es una conjunción debida a factores externos a la lógica de ambos subsistemas.
[4] Cfr. Jameson, Fredric, “Postmodernism, or, the cultural logic of late Capitalism” en The New Left Review, Spring of 1984, Oxford.
[5] Para un recuento preciso de la inocua realidad de las revoluciones de nuestra era, véase Utopística (o las opciones históricas del Siglo XXI) de Immanuel Wallerstein, Siglo XXI-UNAM, México, 2003.
[6] Confróntese su obra Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal, Alianza, Madrid, 2005.
[7] El término, por supuesto, es de Fernand Braudel, véase su libro La dinámica del capitalismo, FCE, México, 1986.