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Revista Replicante

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jueves, 13 de mayo de 2021

La frágil Modernidad

 

Hace ya seis décadas, el crítico literario y escritor español, Francisco Ayala, detectaba con puntualidad uno de los ejes paradigmáticos de la época moderna: la transformación de la sociedad estamental en una sociedad proto sistémica:

 

Burgueses emancipados de los tradicionales prejuicios, librepensadores activos y responsables, entre ellos el escritor era exponente de una autoridad espiritual desvinculada de instituciones y aplicada a elaborar desde diversos ángulos, con libertad completa, la concepción del mundo y el entendimiento de la vida propios de una sociedad que abandona rápidamente las viejas estructuras estamentales hacia equilibrios más dinámicos y relaciones más justas.[1]

 

A lo cual añadió con lucidez anticipatoria: 

 

…hemos alcanzado ya el punto en que las multitudes, alfabetizadas, arrancadas por completo de las viejas estructuras sociales, se incorporan en masa a la civilización; la burguesía puede considerarse prácticamente disuelta en el seno de la nueva sociedad; y mientras, los escritores libres continúan, sin embargo, reducidos, como si nada hubiera cambiado, a producir para unos escasos miles de lectores… De tal modo se ha alterado el juego de las fuerzas presentes y activas en nuestra sociedad, que la posición de la minoría creadora de cultura ha llegado a ser precaria en extremo. [2]

 

Este es, justamente, el punto nodal de la cuestión. La Modernidad no es un destino, sino un periplo. Pensemos en una precisa alegoría del trazo de los tiempos modernos: una de las mayores obras de la pintura del siglo XX, el Estudio sobre el retrato de Inocencio X de Velázquez, realizada por el pintor inglés Francis Bacon en 1954, donde es posible ver lo que la Modernidad representó para el mundo occidental y, por extensión, para el resto del mundo. En el óleo de Bacon, el retrato realista original de Velázquez, que con su maestría tradicional transmite la gallarda tranquilidad del poder eclesiástico medieval, queda desprendido de su aura original para lanzar su semántica pictórica a un nuevo y convulso mundo. La figura altiva y apacible del papa Inocencio X queda sacudida y dislocada, transformada en un ser cadavérico y espectral, como un ente que ha sido devastado por una descarga eléctrica.

La magistral obra de Bacon revela así el significado de la época moderna: cuando la civilización occidental se lanzó hacia el futuro con inusitada aceleración, dejando atrás siglos de letargo epistémico, teocracia inquisitorial y sojuzgación de la dignidad subjetiva. El centro dinámico del lienzo de Bacon transmite justamente eso: el nacimiento de la Modernidad como un electroshock en el orden socio-cultural hasta entonces establecido; una onda energética que hizo estremecer todos los presupuestos de la civilización europea.

                                

Study After Velazquez’s Portrait of Innocent X (1954)

 

Durante su periplo tricentenario —digamos que entre la publicación del Discurso del Método de Descartes en 1637 hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial en 1945—, la Modernidad no ha sido una realidad histórica y socio-estructural inmóvil y estable. Por lo contrario, se ha regido por un principio dinámico de acrecentamiento de los presupuestos culturales, sociales e ideológicos sobre los que descansa.

En el camino, el resultado ha sido un incremento sin precedentes de la libertad individual, aunado a un mayor poder de las estructuras macro sociales como el Estado, el sistema financiero y los medios masivos de comunicación; un aumento exponencial de la calidad de vida de las clases altas y medias del mundo entero, aunado a un aumento paralelo de la depauperización de millones de personas a lo largo y ancho del planeta; el escrutinio sistemático, exacto y certero de innumerables maravillas microcósmicas (las ciencias de la vida) y macrocósmicas (la astronomía y la astrofísica), aunado a un usufructo salvaje de nuestra nutritiva placenta primigenia: el planeta Tierra. Tal es, entonces, el paradójico resultado de los tiempos modernos. En medio de dichas contradicciones, la Modernidad ha llegado a su fin.

Alcanzando su punto de mayor esplendor, la Modernidad devino una especie de ultra modernidad y, de ahí, se transformó en postmodernidad. Justo ese es el momento en el que nos encontramos. Si desde siempre los seres humanos han trazado una colindancia con relación al resto de la naturaleza como simple principio de sobrevivencia, hoy más que nunca nos encontramos tremendamente exiliados del medio ambiente terrestre.[3] Procesos imparables de urbanización, redes globales de transportes, incesantes intercambios mercantiles a lo largo y ancho del planeta, producción desmesurada de desechos orgánicos, y sobre todo inorgánicos, etcétera, han dado a la civilización postmoderna su cariz indeleble. Todo ello ocurre sin tregua ni descanso cada día, todos los días.

 

 

Las megalópolis son los enclaves característicos de la posmodernidad.

                            

La separación radical del mundo del hombre con relación a la naturaleza, incluye la separación del hombre por el hombre. El mundo hiper tecnologizado que hemos construido en los últimos cien años, y que conforma ya una verdadera tecnoesfera[4], reproduce en su interior las relaciones de dominio y sojuzgamiento que el ser humano lleva a cabo sobre lo no humano. Así, si el hombre tecnológico es el máximo explotador del resto de los animales, los vegetales y los minerales de la Tierra, a los que ve como simples materias primas para sus necesidades, también lo es con los de su misma especie. Algunos hombres se hacen con el poder y los medios materiales y coercitivos para ejercerlo plenamente, y someten al resto de los hombres a los que ven como recursos vivientes para cumplir determinados fines, tanto legales como ilegales.

Por las antedichas razones, afirmo aquí que la Modernidad no fue un salto evolutivo civilizatorio, sino una brecha en el tiempo histórico de Occidente. De manera cierta, brilla con su singularidad paradójica como un periodo sin igual de la humanidad, pero el espacio que abrió entre el oscurantismo medieval y el neoscurantismo tecnologizado de la actualidad, tiende ahora a cerrarse. Este es, para mí, el sentido efectivo de la Postmodernidad.


[1] “El escritor en la sociedad de masas”, en Los ensayos. Teoría crítica y literaria, Madrid, Aguilar, 1972, p. 7.

[2] Ibid., p. 8.

[3] Así lo destaca Peter Sloterdijk en su análisis filosófico de las condiciones antropogénicas prehistóricas en su obra En el mismo barco (Madrid, Siruela, 2008): «Lo que frívolamente denominamos prehistoria es, en realidad, un hiperdrama, que acontece en forma de exitosa sucesión de evoluciones del lujo. En las antiguas incubadoras de cría de las hordas se probaba suerte con los más sorprendentes experimentos biológicos sobre la forma humana. En ellas, y sólo en ellas, pudo el homo sapiens convertirse en el marginado biológico que —hoy más que nunca— parece que es», pp. 28-29.

[4] Sobre el concepto de tecnoesfera, véase el esclarecedor libro de Jorge Linares, Ética y mundo tecnológico (México, FCE-UNAM, 2008), en el que el investigador mexicano dice: «El mundo tecnológico del que depende ahora la humanidad entera se ha convertido en una mediación universal y en el horizonte de las relaciones cognoscitivas y pragmáticas entre el ser humano y la naturaleza; es, pues, un sistema-mundo que domina la vida social, una matriz cognitiva y pragmática a partir de la cual nos relacionamos con todo […] Así pues, el entorno en el que vivimos ahora es, por primera vez, un mundo tecnológico; ya no vivimos en definitiva dentro de la naturaleza, sino en una tecnoesfera rodeada de la biosfera», pp. 365-366.

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