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Revista Replicante

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sábado, 29 de mayo de 2021

Consideraciones sobre Normas para el parque humano

 

En su obra No es país para viejos (No Country for the Old Men), el novelista estadounidense Cormac McCarthy realiza una disección alegórica del horizonte nihilista al que ha llegado nuestra civilización y que lo advirtiera Friedrich Nietzsche hace más de un siglo. Con su inconfundible estilo descarnado, uno de los más destacados novelistas estadounidenses vivos muestra por medios literarios los intersticios de un cambio esencial en el modo de concebirnos como sociedad global. Cito el inicio de la obra:

 

Mandé a un chico a la cámara de gas en Huntsville. A uno nada más. Yo lo arresté y yo testifiqué. Fui a visitarlo dos o tres veces. Tres veces. La última fue el día de su ejecución. Naturalmente, no quería ir. Había matado a una chica de catorce años y les puedo asegurar que yo no sentía grandes deseos de ir a verle y mucho menos de presenciar la ejecución, pero lo hice. La prensa decía que fue un crimen pasional y él me aseguró que no hubo ninguna pasión. Salía con aquella chica aunque era casi una niña. Él tenía diecinueve años. Y me explicó que hacía mucho tiempo que tenía pensado matar a alguien. Dijo que si lo ponían en libertad lo volvería a hacer. Dijo que sabía que iría al infierno. De sus propios labios lo oí. No sé que pensar de eso. La verdad es que no. Creía que nunca conocería a una persona así y eso me hizo pensar si el chico no sería una nueva clase de ser humano.[1]

 

«Una nueva clase de ser humano». La sentencia es interesante por lo que implica. Establece la posibilidad de que, en el trayecto de la civilización occidental post-humanista, hayan sido configurados individuos ajenos a los rasgos mínimos de solidaridad y compasión hacia los otros, establecidos de acuerdo con la ideología humanista de la Modernidad cuya encarnación institucional ha sido la invención de los Derechos Humanos.[2]

No es que la criminalidad no haya existido desde que las primeras civilizaciones emergieron en la cuenca del Éufrates recién pasado el Neolítico, sino que es posible que, como dice el sombrío pasaje de McCarthy, nos encontremos ante un ámbito social en el que ésta no sea la anomalía sino la regularidad. Porque en la actualidad los factores de desenfreno y de desinhibición son parte constitutiva de la cotidianidad. Junto con ellos, el principio rector del sistema-mundo capitalista, el valor de intercambio de todo cuanto existe, han dado como resultado una mezcla que tiene como resultado individuos ajenos a la mesura o la piedad.[3]

Sloterdijk ha hecho ver este horizonte posthumanista, engarzándolo con la época en que por primera vez en el mundo occidental las fuerzas desinhibitorias fueron ejecutadas como entretenimiento: la Roma de los juegos sangrientos:

 

En la civilización de la alta cultura los hombres se ven permanentemente reclamados a la vez por dos grandes poderes formativos que, en pro de la simplificación, aquí llamaremos sencillamente influencias inhibidoras y desinhibidoras… En la época de Cicerón estos dos polos de influencia aún se pueden identificar con facilidad, porque cada uno de ellos posee su propio medio característico. Respecto a las influencias embrutecedoras, los romanos, con sus anfiteatros, sus peleas de animales, sus juegos de lucha a muerte y sus espectáculos de ejecución, tenían montada la red de medios para el entretenimiento de masas más exitosa del mundo antiguo. En los rugientes estadios de toda el área mediterránea, el desinhibido Homo inhumanus lo pasaba tan a lo grande como prácticamente jamás antes y raras veces después. Sólo el género de las Chain Saw Massacre culmina la anexión de la moderna cultura de masas al nivel del antiguo consumo de bestialidades [del circo romano].[4]

 

El arco que vincula a nuestra civilización, en su etapa postmodernista, con el periodo de los espectáculos sangrientos de la Roma antigua es la dilución de las amarras —morales, institucionales y civilizatorias— de los instintos voraces y violentos de nuestra especie. Hoy como en aquel entonces, la muerte, la mutilación y la crueldad son parte de la cotidianidad. En aquellos tiempos aún era necesario ir a un recinto de sangre específico, cuyo paradigma lo podemos ver todavía hoy en las ruinas del Coliseo; en la actualidad, todo queda a un click de distancia del espectador regodeado en la pérdida de las mencionadas amarras morales y civilizatorias, es decir, extasiado en su desinhibición. Por ello, agrega Sloterdijk que esto ya tiene una influencia real, más allá del ámbito de la fantasía o de lo ideológico: ha creado sujetos que ejercen el poder de sus influencias desinhibitorias (o embrutecedoras) en contra del resto de sus semejantes: 

 

En la cultura actual está teniendo lugar una lucha de titanes entre los impulsos domesticadores y los embrutecedores y entre sus medios respectivos. Y ya serían sorprendentes unos éxitos domesticadores grandes, a la vista de este proceso civilizador en el que está avanzando, de forma según parece imparable, una ola de desenfreno sin igual: Remito en este punto a la ola de violencia que irrumpe en estos momentos en las escuelas de todo el mundo occidental, y especialmente en EE UU, donde los profesores empiezan a instalar sistemas de seguridad contra los alumnos. De igual manera que en la Antigüedad el libro perdió la batalla contra el teatro, así también hoy podría la escuela perder la batalla contra poderes educativos indirectos como la televisión, las películas violentas y otros medios de desinhibición, si no surge una nueva cultura del cultivo propio que mitigue esa violencia.[5]

 

De esta manera, podemos considerar el siguiente cuadro representativo de los penetrantes medios de desinhibición de nuestra era, ligados a gigantescos canales de difusión planetaria: 

 


 

Aquí es importante realizar algunas precisiones para evitar el moralismo fácil. Con certeza, Normas para el parque humano, a diferencia de lo que falsamente difundió Jürgen Habermas en su momento, no es un texto de celebración de esta circunstancia. Por lo contrario, es una crítica contundente al estado de cosas de la época contemporánea en el mundo occidental. Si se quiere, es una crítica moral a nuestro tiempo. Pero también es la descripción neutral de lo que, simplemente, ocurre, más allá de consideraciones binarias entre lo bueno y lo malo. Justo esto es lo que intento rescatar en el cuadro antevisto. 

 

La red desregulada, espacio por excelencia para la desinhibición mediática.

 

De manera cierta, una vez que hemos sido modernos, no podemos más que ver en el proceso de desinhibición actual, lo que los humanistas greco-romanos llamaban “embrutecimineto”, un problema civilizatorio mayor, justamente porque lo que en éste se lleva a efecto es la disolución de los principios metafísicos de la Modernidad que, al cabo, se convirtieron en principios estructurales de la civilización occidental.

No obstante, también se puede ver en dichos procesos extremos ─extrema violencia, extrema crueldad, extrema tolerancia psicológica a ambas, etcétera─ la consecuencia inevitable de la contra cara de la Modernidad: la dinámica de mercantilización de todo lo existente y la cohesión social con base en la funcionalidad productiva. Algo que hermana al empresario y al pirata (o al capo y al sicario), como lo estableció Sloterdijk en su obra En el mundo interior del capital.

Sobre esto insistieron filósofos del siglo XX como Theodor Adorno y Michel Foucault. En síntesis, establecieron que la metafísica ético-jurídica de la Modernidad, signada por el humanismo libresco y la invención burguesa de las instituciones de la democracia (de élites) representativa fueron maneras de hacerse con el poder por medios nuevos por parte de una clase social acotada. Algo que se tiene que seguir reflexionando de manera puntual en este siglo XXI.

En Normas para el parque humano, Sloterdijk es consciente de ello, pero al mismo tiempo sabe que la dialéctica entre humanismo y embrutecimiento, de larga prosapia occidental, como lo manifiesta al referir la idea de Platón sobre el pastoreo del hombre por el hombre, es prácticamente inevitable. Y que incluso en la época posmoderna del declive del libro y la lectura, tendría que realizarse de alguna manera el control de los instintos violentos de nuestra especie.

 

Sloterdijk: mirada crítica hacia el futuro.

Por ello, lanza la provocadora idea de un control genético futuro del comportamiento individual. Algo que en su momento también fue tergiversado por sus detractores, calificándolo de eugenésico. Pero no: simplemente advirtió lo que se atisba en el porvenir. Ante la incapacidad de un encauzamiento tradicional de la conducta mesurada, las estructuras de control y poder habrán de recurrir a la tecnociencia para un mínimo control de las masas. Probablemente, estemos mucho más cerca de lo que pensamos de llegar a esa nueva etapa de la civilización occidental institucionalizada.


[1] McCarthy, Cormac, No es país para viejos, Barcelona, Mondadori, 2006, p. 9.

[2] Por esta razón, uno de los más renombrados teóricos del último cuarto de siglo, el finado filósofo estadounidense Richard Rorty, insistió a lo largo de su trayectoria intelectual que lo importante no era tanto ocuparnos de la verdad y la bondad en sentido metafísico, sino en construir sociedades y maneras de convivencia en las que las personas edificaran verdaderos lazos de solidaridad con sus semejantes y en los que la crueldad fuera entendida como lo peor que puede ejercer el ser humano hacia los otros y hacia el resto de los seres vivos, incluyendo al propio planeta. Véase su obra paradigmática, Contingencia, ironía y solidaridad, Barcelona, Paidós, 1991.

Por supuesto, Rorty fue consciente de que la opción de una ejecución pragmática de los principios modernos, eliminando su carácter ideológico y metafísico, era el clavo ardiente de la civilización posmoderna.

[3] La filósofa mexicana, Sayak Valencia, ha estudiado este fenómeno postcivilizatorio, en el que se entrecruza la mercantilización de los cuerpos humanos, horizontes de vida no humanistas y ambientes de violencia cotidiana. Ha llamado a los individuos así formados “sujetos endiagros” o “sujetos monstruosos”. Véase su penetrante y debatible obra Capitalismo gore (Paidós, México, 2019).

[4] Véase, Sloterdijk, Peter, Normas para el parque humano, Madrid, Siruela, 2006, pp. 32-34 y nota 4.

[5] Ibid, p. 72 y nota 18.

 

jueves, 16 de febrero de 2012

Zombilandia

En el episodio de fin de la primera temporada de la estupenda versión televisiva de The Walking Dead (transmitida por Fox Enterteinment para todo el mundo), el grupúsculo de sobrevivientes de la infestación masiva de zombis, encabezados por el policia de pueblo, Rick Grimes (Andrew Lincoln), logra llegar a las instalaciones del CDC en Atlanta, Georgia. En dicho lugar sólo queda un investigador, el doctor Edwin Jenner (Noah Emmerich), no hay comunicaciones y el sitio está a punto de quedarse sin combustible para mover las plantas de energía que hacen funcionar el cableado total del edificio inteligente. Cuando esto ocurra, el sistema de seguridad automatizado, iniciará una “descontaminación completa”, consistente en activar una bomba termobárica que incendiará el aire y generará una explosión masiva.
Justamente al final del episodio, tras una dramática huída del lugar y con el doctor Jenner aceptando su trágico destino como capitán de un barco que se hunde, una explosión total hace estallar al edificio hasta desmoronarlo de la cúpula a los cimientos en medio de una imponente bola de fuego. El grupo de errantes supervivientes observa al cabo que de la monumental estructura hiper tecnologizada del Center of Disease Control de Atlanta sólo quedan una inmensa pila de escombros llameantes y una nube de humo negro dispersándose por el aire caliente y húmedo del verano sureño. La última línea de defensa institucional ante la acometida voraz del mundo zombi se ha reducido al humo y al polvo.
En el mismo capítulo, los protagonistas, quienes conforman una comuna nómada de jirones de humanidad, se dan cuenta de que ya nada queda de la civilización tal y como la conocieron. Al llegar a las instalaciones del CDC y ver que sólo resta el último investigador, sin muestras vivas para analizar (destruidas en una accidente de laboratorio anterior), sin posibilidad de comunicarse con sus pares en el resto del mundo (de los que únicamente sabe él que los franceses fueron los últimos en resistir), conversando en soledad con la computadora parlante del lugar, y atenido a su destino final inexorable (calcinarse junto con el edificio entero), el panorama vital adquiere su verdadero significado: están, en palabras del propio investigador, de frente al “evento de extinción” de la especie humana. Todo lo que fue cierto y seguro en su cotidianidad anterior ha desaparecido para siempre. La epidemia ha sido global y su nivel de destrucción ha sido descomunal.
La llegada al CDC, la breve estancia en éste y el encuentro con el último hombre de la línea de defensa civilizatoria del mundo por ellos conocido, conforman para los supervivientes del evento de extinción zombi un espacio clarividente, una regurgitación histórica propicia para la auto reflexión; caen en la cuenta de la magnitud de su inermidad en un mundo que siempre estuvo sostenido con alfileres, a pesar de que estos se revistieran como portaaviones, misiles inteligentes y aviones supersónicos de combate. Observan, entonces,  la otra cara del mundo tanto tiempo dado por sentado, la futilidad del confort que fue. En ese momento trascendental, llegan a la comprensión de la fragilidad de la vida burguesa; de cómo en un mundo que se transformó ante sus ojos, ya nunca más hubo centro y periferia, puesto que todos al cabo fueron excéntricos en su desdicha.

La explosión del CDC

Así planteado, el mundo de los zombis, la imaginería zombística que ha llegado a su punto de inflexión con la obra de Robert Kirkman, tanto en su serie de novelas gráficas original, como en la adaptación televisiva de la misma, hace emerger un temor profundo de la psique humana: la capacidad innata para hacer del otro el objeto de nuestro irracional desenfreno. «De manera sutil, los zombis representan cierto número de nuestras más profundas inseguridades. El miedo de que, en el fondo, no seamos sino poco más que animales determinados sólo por los apetitos. Los zombis también puede representar la amenaza del colectivismo en contra de la individualidad. La noción de que podamos ser engullidos y olvidados, nuestra particularidad devorada por la multitud» (véase Pegg, Simon, “Afterword” a Kirkman, Robert, The Walking Dead, Vol. 2: “Miles Behind Us”, Image, Montreal, 2004).
En buena parte del mundo periférico contemporáneo, esa multitud feroz es una legión de sujetos desinhibidos, desregulados y nihilistas que no conocen más horizonte de vida que la satisfacción de sus apetitivos más primarios. En el caso particular de México, la mayoría de ellos orbitan en torno al poder dispensado por las inmensas estructuras criminales del país, que han conformado verdaderos imperios corsarios transnacionales en los que el capitalismo ha sido llevado al extremo; a un paso de su reducción al absurdo. Un mundo en el que, como dice Luigi Amara en su ensayo "El apocalipsis tibio" (puede verse en http://revistareplicante.com/literatura/ensayo/el-apocalipsis-tibio/), el dinero tiene más valor que la vida. Al respecto, en sus estupendas obras sobre la actualidad siniestra de México, Charles Bowden y Sergio González Rodríguez erigen la profunda descripción de una realidad pantanosa, atroz, inasible en muchos sentidos. (Me refiero, por supuesto, a los ensayos-crónica-reportajes, Ciudad del crimen (México, Grijalbo, 2009) y El hombre sin cabeza (México, Anagrama, 2009)). En estos, ponen de manifiesto el advenimiento de un proceso deshumanizador encarnizado y poderoso, cuyas raíces tienen décadas, cuando no siglos, de haberse gestado. Un plexo psicosocial estructurado con base en el ejercicio irredento de la crueldad (fundamento último del nihilismo moderno, de acuerdo con André Glucksmann en su obra Dostoievski en Manhattan). La diseminación de fuerzas misantrópicas que estallan imparables a lo largo y ancho de territorio nacional. Dicha energética destructiva tiene como motor incesante la lógica del capitalismo tardío llevado al extremo, pero también se ha dotado de un aura de misticismo retorcido que, como toda inclinación religiosa, intenta dar sentido a lo sin sentido. 

Viñeta de la novela gráfica The Walking Dead

Los actores que llevan al cabo la construcción de este orden social contrasistémico, que día con día crece en fuerza y extensión, han sido los subproductos del orden capitalista global; los engendros dejados en la periferia enchiquerada del sistema cuyas mentes se han formado en el bombardeo imparable de los deseos capitalistas, el consumo de drogas baratas y la aniquilación absoluta de los valores burgueses que cándidamente las sociedades occidentales han cantado alegremente como universales. Son verdaderas hordas salvajes que al tiempo que no tienen una noción abstracta de la persona, tampoco tienen nociones como la del futuro y la prosperidad postergada. Si hay un enclave en el que las exquisitas disquisiciones postmodernistas sobre el fin de la historia adquieren dramática carne y sangre es aquí. En la construcción de estas individualidades y sus respectivas interacciones sociales, el orden lineal de la historia, la idea de una teleología temporal y el acoplamiento institucional respectivo, sencillamente no existen. La vida es la irrupción cotidiana de lo aleatorio, comienza al despertar y termina al dormir, en un maremágnum de violencia sin cortapisas; así cada día, todos los días: “…los cortadores de cabezas son personas primarias. Carecen de inteligencia emotiva, capacidad de abstracción, normas morales, excepto las más básicas… Responden a pulsiones de vida o muerte” (González Rodríguez, p., 58). Justo como los zombis de Kirkman.
Algunos de ellos realizan simulacros de personas, como intentando elevarse por sobre su naturaleza de muertos vivientes. Pero la pantomima se erige sobre lo más primitivo de la mente humana, resabio de órdenes psicoculturales arcaicos, que los esfuerzos ilustrados no pudieron nunca extirpar: el impulso religioso; aunque para estas masas zombificadas adquiere la forma deleznable del culto a su propio salvajismo: la llamada Santa Muerte y su ola de supersticiones, charlatanería y, en último término, auto adoración de la atrocidad como modo de vida. González Rodríguez lo describe en su monumentalidad literal: una estatua de la Santa Muerte de veintidós metros de altura en un templo de dicho culto en algún lugar del Estado de México. Exageración arquitectónica que revela un mundo por el que la Modernidad sólo pasó de manera retorcida, residual, incipiente, pero jamás con su flanco de humanismo, ilustración y bienestar. Un ambiente en el que ser moderno solamente significa economía de mercado y estar a la vanguardia de los pulcros artefactos de destrucción por excelencia: la industria global de las armas.
La dinámica nacional actual, que tiene vínculos preclaros con otras zonas de disolución del Estado nacional y la institucionalidad formal, simbólica y conceptual que le es aneja, como han sido el África meridional y Centroamérica, remite a la prístina simbolización lograda en el episodio mencionado de The Walking Dead: la pérdida del CDC como la desintegración del último reducto del pensamiento científico, racionalista y constructor de mundo posibilitado por la dinámica civilizatoria occidental por excelencia, la Modernidad de corte paneuropeo. Tras ella, el acecho del exterminio del ser humano es una posibilidad latente. No porque de manera eurocéntrica se afirme que la naturaleza humana es indistinguible del modo de ser occidental en su encarnación moderna tricentenaria; sino porque, simple y llanamente, dicho orden conceptual, político y cultural ha sido el único capaz de atenazar con una malla de humanismo y cientificismo (si bien paradójico y nunca completo, como desde Nietzsche sabemos), las pulsiones más mortíferas, irrefrenables y voraces de dicha naturaleza antropogénica. Al desintegrarse en el aire, únicamente queda un conjunto de sobrevivientes asustados, mal preparados y con jirones de esperanza, huyendo como pueden de las turbas de zombis que acechan sin fin en un mundo que, para siempre, dejó de ser la casa que fue.

Este ensayo también ha sido publicado en Replicante: http://revistareplicante.com/literatura/ensayo/zombilandia/