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Revista Replicante

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jueves, 4 de agosto de 2011

Nirvana y el Glam Metal

El verano del 2011 se cumplieron veinte años de la salida al mercado del disco Nevermind de Nirvana. Desde su aparición, la placa ha dado mucho de que hablar y más de uno ha considerado al grupo de Seattle como la última evolución del rock. Afirmo que esto es falso. Que si bien es un disco notable, al igual que la trayectoria de Nirvana, en ningún momento dejó ser mainstream con todo lo que ello implica en materia de marketing, promoción radial y éxito masivo.
Para el número de agosto de Replicante (www.revistareplicantedigital.com), realicé un análisis de esto, contrastándolo con lo que, según se ha sostenido durante años, fue la oposición máxima de lo que Nirvana supuestamente representaba: el glam metal de los ochenta, teniendo en Mötley Crüe a sus pinaculares representantes. He aquí el texto completo: 

Kurt Cobain


El número de agosto del 2011 de la revista Spin, dedica su portada y la parte central de sus artículos a los veinte años de la aparición del disco Nevermind de Nirvana, bajo la aseveración de que fue “The album that changed everything”. Acontecimiento noventero por antonomasia, la placa y el grupo han sido crónicamente sobrevaluados desde su aparición hace una generación. Lo que no quiere decir que su aportación al mundo del rock haya sido baladí. Simplemente, Nirvana fue importante porque perteneció sin mácula al mercado global de la música de masas. Su razón de ser, la clave de su imagen, de su éxito y el barullo en torno suyo, dependieron —y siguen haciéndolo— de su posición clave en dicho mercado, de la manera particular en que su especificidad, en tanto que banda de rock, se insertó en el mismo. El acontecimiento de Nirvana puso de relieve los mecanismos estandarizados de dinamización del marketing musical, comandado en el nivel mundial por los Estados Unidos de América e Inglaterra.
Dice el crítico Anthony DeCurtis, en su semblaza sobre Kurt Cobain para Rolling Stone (nº 683, junio de 1994), tras su suicidio por arma de fuego, que "Nirvana transformó los 80 en los 90". Ese es el mantra que se ha repetido desde hace dos décadas. De manera cierta, hay una parte de verdad en ello. Nirvana y la movida grunge con base en la ciudad de Seattle, fueron los sepultureros de uno de los movimientos más recalcitrantes de los noventa: el glam metal que dominó los videos, la radio, las audiencias masivas y el gusto de cientos de miles de jóvenes durante prácticamente una década completa (si bien su pico de popularidad puede ubicarse en el trienio 85-88).
Mötley Crüe
¿Cuál es, entonces, el significado real del glam metal?, aquella corriente que supuestamente Nirvana refutó. Más allá de haber sido el triunfo simbólico del lumpen blanco estadounidense, que con base en un montón de suerte, y ciertamente con tesón y buen olfato creativo para lo comercial, pudo consumar el cliché más grande en torno a la música rock: sexo, drogas y alcohol en una fiesta infinita con todos los gastos pagados. Los miembros de Mötley Crüe fueron quizá la más acabada encarnación de dicho cliché. Basta con leer sus desplantes, declaraciones, devaneos, presunciones y dislates (Nikki Sixx diciendo que se le antojaba tener “una piscina con forma de vagina”, por ejemplo) que fueron plasmados puntualmente por David Handelman en su estupenda crónica de la gira de apoyo al Girls, Girls, Girls, de 1987, aparecida en un número especial de Rolling Stone dedicado al “Heavy Metal” (“Money for Nothing and the Chicks for Free: On the Road with Mötley Crüe”, RS nº 506 del 13 de agosto de 1987); es decir, a lo que en ese tiempo pasaba por tal para las grandes masas: el glam metal.
Pero, en un sentido más amplio, la movida de aquel hard rock aderezado con buenos riffs y una poderosa pegada rítmica, repleto de ganchos corales y letras desechables, más una imagen estrambótica, andrógina y recalcitrante, fue la consumación de un movimiento mercadológico y financiero mayor: la uniformización de la música rock como producto ciento por cien consumible y desechable para las grandes masas juveniles del mundo entero. Así, el glam metal fue el remache de un ciclo mercantil del rock que solidificó en la década de los ochenta.
Al inicio de la misma, la explosión pop de los New Romantics, la New Wave y el Synthpop marcaron el devenir musical del ámbito roquero entero, haciendo época. Ninguno de los ejecutantes de valía, vigentes en ese entonces y algunos todavía hoy, escapó a ese movimiento mutagénico mayor: de Yes a U2, pasando por Genesis y Marillion, todos fueron atrapados por las urgencias mediáticas y comerciales del pop de los ochenta. El último movimiento en caer, tradicionalmente reservado para una base especial de fans y visto (sin fundamento) por el gran público como un escalón arriba de la rebeldía permitida, fue el heavy metal. La consolidación del glam rock de ese entonces fue así el cerrojazo del ciclo de ventas que irrumpió vigoroso hace un cuarto de siglo.
Este movimiento en el mercado de la música rock, implicó, como ocurre en todas y cada una de las dinámicas comerciales del capitalismo tardío, un proceso de salida espectacular al mercado, consolidación del producto (su pico productivo) y acelerada caída en desuso para ser restituido por una versión mejorada, renovada o innovadora del producto. En pocas palabras, la generación de una moda efímera. Salvo movimientos recalcitrantes (como fue el heavy metal underground inicial), nadie ha estado exento de esta dinámica, si bien hay claros grados diferenciales entre las diversas subramas del rock.
Al inicio de su pico productivo, para continuar con el ejemplo de Mötley Crüe, dicha banda angelina ofreció al público en el año de 1985, el álbum Theatre of Pain. Grabación que significó su presentación masiva al mercado del pop de los ochenta. Con un cambio de imagen notable, plenamente glam (es decir, vestimentas feminizadas, exceso de maquillaje y grandes cantidades de espray en el pelo), una producción pulcra y efectista a cargo de Tom Werman, y una clara intencionalidad radial, el disco presentó un rock de calidad dentro de los límites del género. Roquero, competente, ciertamente con letras banales, pero plagado de hooks y buenas melodías, ejecutado con un desempeño rocanrolero ejemplar, que se manifestaba con todo vigor en el mega espectáculo que la banda ofrecía en vivo en aquel entonces. El disco fue cuádruple platino tan sólo en los Estados Unidos y llegó al número seis de las listas de popularidad del país del Norte. Fue tocado incesantemente durante todo ese año lo mismo en MTV que en la totalidad de la radio comercial del mundo entero.
El lugar común en el mundillo del rock, entonces, afirma que Nirvana y su pieza maestra, Nevermind, se opuso de manera frontal a todo esto. Que la generación de Kurt Cobain estaba hastiada de la comercialización de los ochenta y que necesitaban algo más a ras de pasto, libre de parafernalia y exotismos visuales. Que lo que le importaba a los que fuimos jóvenes a principios de los noventa era el sentido profundo de la música y no la marca de maquillaje utilizada o la cantidad de pirotecnia quemada en un estadio durante un concierto. Que Nirvana retrotrajo al rock a sus raíces, que le devolvió su esencia contestataria.
Pero la verdad es que no. Nirvana fue posible por la dinámica mercadológica echada a andar de manera plena en la década inmediata anterior a su éxito masivo (recordemos que, en última instancia, Nirvana también fue una banda ochentera: comenzó su periplo a finales del 87). Cuando la moda del glam metal estaba dando de sí, cuando el efectismo sonoro no pudo sostener más la banalidad lírica y el recargamiento visual comenzó a rayar en el mal gusto, el mercado encontró el giro preciso para retroalimentar su incesante ciclo productivo: lo totalmente otro de lo que estaba a punto de caducar. Fue entonces que el grupo de Cobain fue llamado a escena.
Lo que hizo, y lo hizo muy bien, fue poner en la palestra de los mass media al viejo punk rock, desbastando su carácter casero al tamizarlo con armonías clásicas del hard rock perenne desde finales de los sesenta. Poco se ha hablado del trabajo de David Grohl en este sentido, pero el baterista fue pieza fundamental para que Nirvana tuviera un fundamento rítmico más rico y más amplio que el supuesto punk que Kurt Cobain decía reivindicar. (Lo que ha hecho en todos estos años con su grupo Foo Fighters pone de manifiesto justamente esto: Grohl poseía un bagaje y una intencionalidad diferentes a la que la mercadotecnia había establecido para la banda).
Así las cosas, de la mano del productor Butch Vig, el grupo generó el álbum más comercial de este nuevo giro del mercado del rock: el Nevermind de 1991. Disco que en tan sólo tres semanas llegó al número uno del Top Ten estadounidense, vendió tres millones de piezas en cuatro meses y los convirtió en la primera banda de rock punk (oficialmente ese era el epíteto del grupo) de la historia del rock norteamericano en ser triple platino. Al mismo tiempo, como comentó Michael Azzerrad en su reportaje sobre Nirvana para Rolling Stone (en cuya portada aparece Kurt Cobain vistiendo una playera que reza “Corporate Magazines Still Suck”), al día siguiente del éxito masivo del Nevermind: "Vig supo que algo estaba sucediendo cuando toda clase de gente comenzó a pedirle los masters del disco por adelantado; ahora, es asediado con ofertas para producir bandas y hacerlas que suenen como Nirvana” ("Inside the Heart and Mind of Kurt Cobain", RS nº 628, del 16 de abril 16 1992). Al ver estos datos, uno no puede más que preguntarse dónde está la supuesta oposición a la comercialidad del glam metal que el grupo, sus seguidores y la mayoría de los medios predicaron hasta el hartazgo en su momento, y mucho de ellos siguen afirmado al día de hoy, como la revista Spin.
Es suficiente con escuchar atentamente el disco para saber la clave de su éxito. Su hit por excelencia, “Smells Like Teen Spirit”, posee un fundamento melódico preciso, así como un estribillo repetible con facilidad, por más que el rifeo sea ruidoso y Cobain se desgañite con la boca del estómago. Ni qué decir del segundo sencillo del disco, “Come as you are”, equivalente grunchero de las power ballads que plagaron la era de máximo esplendor de Mötley Crüe. El resto del disco se torna entre aburrido y repetitivo y, de no ser por la destacada labor de Grohl que logra pasajes rítmicos notables en piezas como “Territorial Pissings” y “Stay Away”, hubiera sido de esos álbumes con sólo dos hits y el resto para olvidar.
Más allá de esto, todo lo demás que rodeó a la banda, comenzando por el quebranto mental de su líder, fue simplemente la reiteración de los consabidos clichés del rock. El hombre que enfrenta con dificultad su destino, el roquero honesto que no sabe cómo lidiar con la fama, el grito de oposición al sistema, pretendiendo no ser parte de él, etcétera, que algunos críticos benevolentes, como Rob Sheffield de Rolling Stone, han calificado como una “ternura torturada”. Quizá la refutación más elocuente de todas estas contradicciones haya sido la espontaneidad doliente de una recientemente viuda Courtney Love, cuando en el memorial con los fans que se le hizo a Cobain al poco de su suicidio, dijo rabiosa ante su fotografía: “Well, Kurt, so fucking what? Then don’t be a rock star!”.
En el nivel simbólico, la diferencia que sí es notoria entre lo que representó Mötley Crüe y lo que significó Nirvana radica en la aproximación de sentido que hicieron a su arte popular. Compartiendo un núcleo de comercialidad común, y pertenecientes ambos de manera innegable al star-system global, los primeros trazaron su historia en clave de comedia, en tanto que los segundos en clave de tragedia, siendo ambos absorbidos justamente por la síntesis del simulacro del mercado del rock donde todo se funde en una tragicomedia pasajera con un fin financiero mayor. Que podamos apreciar en su justa medida la propuesta de cada uno como eminentes representantes de sendas épocas restringidas del mundo del rock, no obsta para dejar de subrayar el carácter condicionado de cada una de sus aproximaciones.
Tal es el verdadero sentido del movimiento que lideró Nirvana, en general, y del Nevermind, en particular. Haber fungido como un pulcro engranaje de la industria musical del último cuarto de siglo. Quien quiera ver ahí un más allá sonoro o cultural, sencillamente no lo encontrará; ni siquiera en un disco más honesto, ríspido y disfrutable como lo fue el In Utero, aparecido dos años después, que recoge lo mejor de la intencionalidad hardcore previa a la aparición del Nevermind.
Nirvana, en suma, planteó de manera cierta parte del rock de los noventa. Lo que hizo en su etapa más comercial, que ha sido su época más celebrada, en su contexto es de interés y de valía y mantiene vigencia como el signo de una época. Sin embargo, los motivos que propiciaron el surgimiento de su música y de su imagen no son otros que los dictados por la maquinaria financiera de la música globalizada. Pretender algo más que eso, es caer en una trampa ideológica simplona que hace del rock star un campeón de la alienación y convierte a la toxicomanía subjetiva en el martirologio de nuestros tiempos, algo que desde los tiempos del Flower Power ha rondado la consciencia popular azuzada por los mass media. Una visión de este tipo no resiste el paso del tiempo ni el peso de los hechos. Justo como ocurrió con los oriundos de Seattle. Que el proyecto de Cobain haya sido auto limitativo y no haya generado escuela, habla por sí mismo de su carácter acotado: Nirvana se refiere al producto Nirvana, y nada más.
Puede verse el texto en su contexto original en Replicante de agosto del 2011: http://revistareplicante.com/artes/musica/la-calma-que-da-la-distancia/.

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