I. La realidad de cuatro quintas partes del planeta se
resume en la desigualdad[1]. En la profunda brecha que separa al rico del pobre, al
ilustrado del analfabeta, al integrado del excluido, al poderoso del sometido,
al feliz del desdichado. Radical, irrefrenable y consustancial al ser histórico
y social de las naciones que viven bajo la bóveda de la civilización
capitalista, la desigualdad ¾seamos objetivos¾ no tendrá un desenlace que nuestros ojos perciban y
nuestras almas celebren. No verá su fin ni nuestra generación ni cinco
generaciones más. Un futuro sombrío se nos presenta.
Pero esto no abre necesariamente
la puerta al nihilismo o al derrotismo. El peor náufrago es el que abandona los
remos a la mitad de la tormenta. No habrá solución aceptable y temprana para
nuestra desafortunada y ofensiva realidad, pero hay paliativos, remansos,
flancos de luz y líneas de batalla. Por lo menos nos quedan algunos recursos.
Uno de ellos, vital, sentido y profundo, es el arte.
No es el antibiótico ni el remedio para la dolorosa,
supurante y violenta herida que representa la desigualdad inherente a las
sociedades del mundo entero ¾y muy especialmente a las del Tercer Mundo con África y
América Latina en primer plano¾, pero sí que es el ardor de esa herida; la comezón
impertinente, un calambre en la pantorrilla. También es una toxina para el statu quo.
II. Por su naturaleza, el arte es una actividad, un conjunto
de actividades, elitista. No porque sea impensable que cualquiera pueda, en
principio, dibujar o colorear; armar figuras, tocar un instrumento, describir
su perspectiva de la realidad o escribir acerca de sus sentimientos. Sabemos
bien que los niños, los adolescentes enamorados y el hombre de la calle lo
pueden hacer, y lo hacen con frecuencia.
En cambio, es elitista porque precisa (como acertadamente
subrayara Hegel hace más de ciento cincuenta años[2]) de dominio técnico y de genio; minuciosidad formal y exuberante inspiración. Requiere la sedimentación
de la academia, formación cultural, práctica interminable; la intensidad de la
vida cotidiana traducida en códigos específicos, cargados de reglas y
presupuestos propios, y la maduración reflexiva del criterio del artista. Estos
elementos y cualidades indispensables para la creación, pertenecen, admitámoslo
fríamente, al desarrollo de la vida burguesa.
Grabado de Polo Castellanos |
Recordemos al vuelo, entonces, las características
originales del hombre burgués; aquellas que elogiara Voltaire y tematizara
Hegel: Estatus de ciudadanía, es decir, voz y voto; vida urbana con ingreso
medio, con pequeños excedentes financieros para una mínima comodidad cotidiana;
trabajo por cuenta, voluntad y capacidades propias; acceso a la educación para
ser aceptablemente ilustrado, con un sólido sentido de civilidad y, sobre todo,
un especial y muchas veces exacerbado y ácido espíritu crítico, cuya máxima encarnación se verificó ¾lo sigue haciendo¾ principalmente en la
expresión artística.
Cualidades de un proceso que comenzó a gestarse hace
medio milenio y que encontrara su pináculo en la Modernidad ilustrada
para luego ser olvidadas y tergiversadas por un sistema económico salvaje ¾el capitalismo rampante¾ que acertadamente criticara en la obra de toda una vida
Karl Marx.
No obstante, a pesar de la crisis del sistema-mundo[3]
que las vio nacer y la inconmensurabilidad de la corrosiva dinámica anti
humanista y mercantilista de éste, los elementos más venerables de la
revolución ilustrada han sabido metamorfosearse en el cúmulo de escuelas,
tendencias y propuestas artísticas de la actualidad, mostrando un alto nivel
adaptativo ante las crudas circunstancias histórico-sociales contemporáneas.
III. Hace poco más de dos décadas, Fredric Jameson decretó el
fin del arte crítico con el encumbramiento de la postmodernidad, entendida por
él como el advenimiento de la difusión e imposición planetaria del modus vivendi del capitalismo tardío, de
cuño estadounidense, imperial[4]. De acuerdo con esta perspectiva, la fuerza centrípeta
del sistema es de tal magnitud que engulle a todas y cada una de las
manifestaciones artísticas del planeta. Éstas, sin remedio, se plegan a su
lógica y principios, transformándose en meros objetos de recambio económico, en
expresiones vacías cuyo estatus ontológico no difiere del resto de mercancías
que circulan en la economía de mercado mundial.
Pero a pesar de lo prolijo y sugerente de su propuesta, Jameson
se equivocó en el diagnóstico. Porque la postmodernidad puede ser entendida también
como el enfático intento de cancelar ciertos
discursos arrogantes y autoritarios de la Modernidad. Entre
ellos, la racionalidad extrema, la divinización de la tecnología, el poder
irrefrenable del Estado, la obligación de innovar para el mercado, y el
exagerado academicismo (centrado en la especialización) en todas las áreas
creativas.
Vista así, la postmodernidad en el arte es en realidad una
liberación. Liberación creativa, sí, en la medida en que la experimentación, el
pastiche, la polifonía y la multitextualidad subieron al rango de vanguardias;
pero sobre todo porque significó una liberación comunicativa.
La otra globalidad entró en escena. La de las culturas,
prácticas y folklores populares, la de los rebeldes, inconformes y
contestatarios del mundo entero, la de los marginados, perseguidos y excluidos
de cualquier lugar de la Tierra.
Aquellos discursos y manifestaciones que la maquinaria
represiva de los diferentes poderes efectivos del mundo (el imperial, el
estatal, el religioso, el tradicional, el moral, el estético, etcétera)
arrinconara durante décadas e incluso siglos, acabaron por explotar y
expandirse, inundando las artes todas. Colores, sonidos, texturas, palabras y
formas múltiples de vivir y de sentir, lo mismo de la sierra y la llanura que
de las urbes y los pueblos, de los desiertos y los selvas, accedieron al plano
del cuadro, al espacio de la escultura, a la semántica del texto, al aire de
los sonidos. Se vio entonces la forma del Otro; el acento de su voz, su
percepción de los matices, la combinación de sus ritmos y armonías, la
escritura de sus pensamientos y el espesor de sus tradiciones.
Nos cercioramos, así, de que la desigualdad surca el
planeta entero. Nos hermanamos en la desgracia, pero también en la furia
combativa. Compartimos la penuria, así como el espíritu de resistencia de todos
aquellos que experimentan la desigualdad instrumentada como opresión diaria,
trayendo muchas veces la desesperanza con cada salida y puesta del sol. Como un
horizonte de tormentas. Como un inexorable mundo de la vida pervertido.
Opresión cuyos tentáculos mutan y se diversifican de acuerdo con las diferentes
circunstancias nacionales y regionales.
Graffiti |
De este lado del mundo, en nuestro subcontinente
latinoamericano, la afrenta es, ante todo, por la exacerbación sostenida de la
lucha de clases y la serie de consecuencias que ésta trae consigo: del
interminable flujo de la criminalidad al cinismo de las élites en el poder,
pasando por la apatía o la connivencia de las clases ilustradas. En África, el
envite es el más alto: la puesta en juego día con día de la vida sin más; sea
por la atroz realidad de las guerras internas que gangrenan buena parte del
continente, ya bien por la fragilidad de las personas ante una miríada de
plagas y epidemias endémicas. Para las clases relegadas del Primer Mundo, la
trabazón de su libertad está dada por la falta de oportunidades de integración
plena, real, humana y, en muchos casos, por las intentonas de los aparatos
estatales para reprimir y aislar la diversidad de expresiones y puntos de
vista. En Asia, la categoría del individuo es lo que está en juego. Por su
consistencia histórico-religiosa, en esta región del planeta siempre ha importado
más el grupo que la persona; el poder del solitario gobernante, atrincherado en
las estructuras del Estado, que las posibilidades de desarrollo a nivel
subjetivo.
En última instancia, el cúmulo de veredas de la desigualdad
y su flanco operativo, la opresión, se mezclan aquí y allá, reconfigurándose y
evolucionando para la desdicha de quienes las padecemos en la vida diaria, común.
Al final, las señaladas son sólo tendencias que de ninguna manera deberán
interpretarse como rígidos cartabones, ya que lo mejor repartido en este
planeta son la desigualdad y la opresión en todas sus formas. Por lo tanto,
atacan de las más diversas maneras y generan las más insospechadas mixturas a
lo largo y ancho del globo terráqueo.
IV. La postmodernidad no canceló la crítica, sino que la
diversificó y la transformó, volviéndola universal. El pensamiento crítico, de
esta manera, completó el círculo de su propia globalización. A la racionalidad
inquisitiva abstracta de la
Modernidad , integró el fragor de la vivencia cotidiana, la
manifestación espontánea y el reclamo penetrante de los seres humanos
singulares que a lo largo y ancho de la geografía del planeta expresan su
descontento.
La diversificación y amalgama de las voces contestatarias
universales ha sido la oportunidad para plantar cara al sistema, a la
globalización de cuño neoliberal, a la explotación humillante, al control de
los aparatos de poder manejados por bandas de estafadores que hacen de la
hipocresía una farsa, y a la avaricia desmedida, obscena, insultante de unos
cuantos.
Asimismo, hoy sabemos que las revoluciones de verdad,
aquellas que exigen carne y sangre, no implican ningún cambio significativo en
el sistema. Una vez acallados los cañones, éste sigue tan indemne y virulento
como siempre. A lo más, los movimientos revolucionarios han revuelto las aguas,
tiñéndolas invariablemente de sangre, para que en el mediano plazo todo siga igual
que antes; salvo, quizá, con nuevos mandamases apertrechados en el poder que
consiguieron a fuerza de balazos y sobre los cadáveres de las crédulas masas
que los acompañaron en su rabioso lance guerrero. Después de tantas y tan
magnas revueltas que como civilización hemos vivido en el pasado histórico
inmediato (Francia, México, Rusia, Cuba, Camboya, Nicaragua, etcétera), estamos
plenamente concientes de que las revoluciones, strictu sensu, no son sino embravecidos y efímeros oleajes en
pequeñas costas del vasto océano del sistema capitalista universal[5].
Maniac, en la época de Mayhem |
El desengaño nos ha hecho ver la realidad del sistema, su
indestructibilidad. Hemos entendido ya que un ilusorio voluntarismo está
incapacitado para echarlo abajo. Su lógica, como en la fastuosa visión
histórica hegeliana[6],
lo impele a cumplir un ciclo de vida centenario. Morirá de viejo, no más. Implotará
algún día debido a sus propias aporías, pero este devenir se verifica en la larga duración[7],
no a través del deseo y la acción de estos o aquellos hombres.
Una vez adquirida esta claridad, fijamos la atención
entonces en aquellos enclaves que se oponen y cuestionan al sistema a través de
los canales y espacios de movimiento que éste posibilita. A la cabeza de estas
expresiones se encuentran las manifestaciones estéticas. Contrario a lo que algunos
podrían pensar, el alcance y el contenido de éstas no es ni vano ni sedativo,
sino que en sí mismas y por ellas mismas pueden constituir un horizonte
hermenéutico alternativo ante la realidad y la vida que nos ha tocado padecer.
En un mundo cicatrizado por la desigualdad, hoy como
nunca, el arte es un incendio, un crepitar que indica que estamos vivos y
presentes. De los graffitis de Nairobi, París o San Pablo a las estrujantes
alegorías hiperrealistas de Arturo Rivera. De los manifiestos anarquistas
callejeros de Barcelona a la serie teórico-iconográfica de la Virgen del milenio del pintor chilango Polo
Castellanos. De la odisea gore de la
novela Blood Meridian de Cormac
McCarthy a la liberación lúdico-erótica de los cuentos de la colección Cuarenta y 20 de Rogelio Villarreal. De
los cómics estadounidenses neonoir hiperviolentos
a la reinvención del mural como educación para las masas en Argentina. De las
profundidades bárbaras del alma nórdica que insuflan vida a la animosidad
sonora, visual y semántica del black metal a la pléyade de ritmos antillanos
tradicionales (la guaracha, el son, la cumbia) mezclados con los metales del
jazz y las guitarras del blues de la fusión
sudamericana.
El arte de la postmodernidad puede ser el ardor de
nuestras heridas como civilización universal. Pero también puede ser la toxina
que gota a gota quizá no corroerá, pero sí denunciará ese orden del mundo que
nos negamos a aceptar, a tomar por bueno, a convalidar; porque sólo será válido
lo que cancele la desigualdad, lo que neutralice la opresión, lo que nos
reconcilie como especie, lo que nos eleve más allá de nuestras mezquindades, y
en ello, el arte es, como ha sido y será, eje y motor de tan sublime, si bien
utópico, objetivo.
Como dato curioso, este es el único texto que me han rechazado en Replicante, pueden ver una versión en PDF en mi página de SCRIBD: http://es.scribd.com/doc/67007657/Las-posibilidades-del-arte-en-la-era-postmoderna
[1] Al respecto, para el
caso de México, aunque expandible a partir de los presupuestos comunes al resto
del Tercer Mundo, véase el lúcido ensayo “La desigualdad marca nuestra
historia” de Rolando Cordera Campos en revista Nexos, No. 338, febrero del 2006. Para un panorama general de la
pobreza y la inequidad a nivel global, véase la información al respecto en los
sitios www.worldbank.org y www.globalpolicy.org
[2] Vid. Hegel, Wilhelm, Lecciones de estética, Ediciones
Coyoacán, México, 2005.
[3] Para un penetrante
análisis de las características, consecuencias y miserias del sistema-mundo
capitalista, véanse las obras Análisis de
sistemas-mundo (Siglo XXI editores, México, 2005) y Después del liberalismo (Siglo XXI-UNAM, México, 2005) de Immanuel
Wallerstein. Para Wallerstein, a diferencia del cariz que doy al asunto, el
problema fundamental no es que los presupuestos humanistas libertarios del
iluminismo hayan sido sobreseídos por el sistema económico, sino que desde su
origen nacieron para ser autolimitativos, sin mayor posibilidad de ir más allá
del orden ideológico que los vio nacer, inextricablemente ligado a la dinámica
del capitalismo paneuropeo.
A pesar de que comparto casi en su
totalidad la visión de Wallerstein en estos temas, prefiero describir el
proceso de degradación de los ideales ilustrados como una perversión de estos
por parte del sistema económico y no como una fuerza ideológica que brotó de
éste para legitimarlo, sin gradiente y sin marco distintivo entre uno y otro.
De lo contrario, filósofos como Fredric Jameson (de quien me ocuparé más
adelante) estarían en lo correcto cuando hablan de la inseparabilidad del
sistema económico y las manifestaciones artísticas que lo acompañan. En breve,
niego que ésta sea una relación de implicación; a lo más, es una conjunción
debida a factores externos a la lógica de ambos subsistemas.
[4] Cfr. Jameson, Fredric, “Postmodernism, or,
the cultural logic of late Capitalism” en The
New Left Review, Spring of 1984, Oxford .
[5] Para un recuento
preciso de la inocua realidad de las revoluciones de nuestra era, véase Utopística (o las opciones históricas
del Siglo XXI) de Immanuel Wallerstein, Siglo XXI-UNAM, México, 2003.
[6] Confróntese su
obra Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal ,
Alianza, Madrid, 2005.
[7] El término, por
supuesto, es de Fernand Braudel, véase su libro La dinámica del capitalismo, FCE, México, 1986.
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