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Revista Replicante

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lunes, 12 de septiembre de 2011

El mal interconstruido


El mal interconstruido

Jeffrey Dahmer o la esencia del mal antropogénico[1]

 

Es el mes de julio de 1991. La noche de Milwaukee es húmeda y caliente. Durante el rondín nocturno de rutina por las malolientes calles de la zona sur de la ciudad, los patrulleros Rolf Mueller y Robert Rauth se topan con un individuo esposado que se halla en frenético estado de desesperación gritando algo acerca de un cadáver encamado y un tipo que intentó asesinarlo; dice llamarse Tony Edwards.
Cuando logra articular con claridad el lugar preciso donde minutos antes sufrió el ataque, los policías deciden ir a dar un vistazo. En el departamento indicado los recibe un hombre blanco de mediana edad, tranquilo, educado y convencional. El lugar luce pulcro y ordenado, aunque se percibe un olor fétido, de podredumbre. Mueller decide pasear por el recinto mientras su compañero se queda vigilando al sospechoso. En su recorrido por las habitaciones, encuentra unas instantáneas polaroid que muestran lo que parece ser una cabeza escalpada y un esqueleto que cuelga del tubo de la cortina de la ducha; sin duda debe tratarse de un montaje, al estilo de las películas gore de clase B. No obstante, indica a su compañero que detenga al hombre que vive allí.
Acto seguido, Tony Edwards sugiere con pánico que alguna cabeza puede estar en el refrigerador, ya que minutos atrás el señalado no le permitió abrirlo para buscar una cerveza. Mueller sigue husmeado hasta que se acerca al mencionado aparato electrodoméstico y, abriendo la puerta de éste, dice con sarcasmo a Edwards “Si, cómo no, seguro que aquí dentro se halla una cabeza cercenada”. De pronto, como en el momentum de una pesadilla producida por un día sobre estresado y una cena abundante, el policía tiene frente a sí una cabeza humana y varias extremidades parcialmente desolladas metidas en bolsas de plástico contenedoras de alimentos. Los gritos del hombre se escucharán en todo el edificio; mientras en la sala, el dueño del hallazgo lucha febrilmente con el oficial Rauth que intenta esposarlo para proclamar su arresto. El nombre del inquilino es Jeff Dahmer, crecido en Bath, Ohio, noreste norteamericano.

La entonces reportera de policiales (o nota roja) del Milwaukee Journal, Anne E. Schwartz, fue la primera periodista en llegar al lugar del crimen, gracias a sus buenos contactos con la policía local. Desde ese momento, su principal encomienda fue dar seguimiento a las circunstancias, detalles y recovecos del caso. Resultado de su cercano involucramiento con éste fue la crónica de los hechos que va del día del arresto al momento de la sentencia definitiva a quince cadenas perpetuas, pasando por acontecimientos relevantes de la biografía de Jeffrey Dahmer, el “Carnicero de Milwaukee”, que recogiera en el libro El hombre que no mató lo suficiente (Grijalbo, Barcelona, 1994).
Siguiendo un estilo netamente periodístico, lo que el libro perdiera en belleza narrativa, lo ganó en agilidad y claridad descriptiva de los acontecimientos relatados. La escritora se concentró de manera especial, además de los sucesos de sangre, en la subasta de intereses y el circo periodístico en torno al caso, lo mismo que en la recurrente negligencia y las evidentes carencias del cuerpo policiaco en la prevención del crimen, en general, y la detección y aprehensión de este serial killer, en particular.
Sin pretender dar plena cuenta de los análisis, aproximaciones teóricas e hipótesis psicológicas de un acontecimiento correoso para masticar por las ciencias del comportamiento, la crónica sí que avanzó una serie de datos de capital relevancia sobre el particular. Allí está la infancia ordinaria del futuro asesino; salpicada por eventos en apariencia intrascendentes que adquirirán espesor en la retrospectiva genealógica de su mente enferma. El gusto por los cadáveres de animales (a una edad tan temprana como los siete años), la fascinación sexual por las vísceras y los maniquís, una crueldad latente, exacerbada por catalizadores como el “desprecio” de una maestra de primaria. La adolescencia y la primera juventud en la borrachera perpetua. La colisión erótico-fetichista entre la fantasía y la prosecución del objeto del deseo; a saber, los cadáveres: el primer asesinato a los dieciocho años. La homosexualidad reprimida. El perpetuo sentimiento de minusvalidez social; la auto alienación vivida e interpretada como exclusión por los otros, el destierro en casa propia.
Sin embargo, todos estos hechos relevantes, puntualmente seguidos y redactados por el ojo periodístico y la pluma de la cronista en ese ya indispensable texto del subgénero de serial killers, no son ni suficientes ni necesarios para dar vida a un psicópata del calibre de Jeffrey Dahmer. Su caso, y la subsecuente pregunta ¿qué hizo de él el asesino que fue?, cumple a cabalidad el problema del punto muerto entre lo teórico y la aprehensión de su objeto de estudio; la porosidad de la subdeterminación empírica de las teorías en su máxima expresión. Dos (o más) teorías pueden casar perfectamente con la evidencia disponible y, sin embargo, ser incompatibles entre sí, sin posibilidad alguna de apelar a algún otro hecho independiente de ellas para decidir entre una y otra. O, en otras palabras, que las teorías están escasamente determinadas por el mundo. Hay un hiato entre la filigrana científica y los datos crudos, en buena medida porque dicha crudeza es inerte y moldeable ante la conceptualización. (Véase al respecto, W. V. O. Quine, Acerca del conocimiento científico y otros dogmas, Paidós, Barcelona, 2001.)
No obstante esta circunstancia de trasfondo, algunas hipótesis se lanzan. El mecanismo científico hecha andar mostrando un claroscuro que apenas resalta sugerencias, ideas atractivas, generalidades seductoras. El juego de luces y sombras de la teoría psicológica centellea sobre espectros; fenómenos elusivos plantado cara a las seguridades reguladoras de nuestro positivismo, que viera la primera luz en la aurora postrenacentista y cristalizara en la cumbre del iluminismo (es decir, con el historicismo tecnocentrista), al doblar las primeras campanadas del siglo XX.
Quintaesencial elemento de la cultura popular de la era industrial, especialmente en su encarnación estadounidense del siglo XX, preocupación recurrente de los departamentos de policía del Primer Mundo y, en particular, de la Unión Americana, enigma psicológico y fantasma sociológico, pocos fenómenos atraen tanta atención (clínica, mediática, pública) como el surgimiento, obra y mito de los asesinos seriales, serial killers.
Dentro de las elucubraciones académico-clínicas sobre el asunto, una sugerente, general y metafísica es ofrecida por el psicólogo Mark Seltzer, quien en su artículo “Serial Killers II” (Critical Inquiry, Otoño de 1995) avanza la tesis de que no es en absoluto casual que el surgimiento de los asesinos seriales se halle ligado al encumbramiento de los medios de producción inéditos surgidos de la Modernidad, así como el trastrocamiento de la dinámica simbólica social que ello implicó. A partir de la consolidación del maquinismo de la primera revolución industrial, la mente humana comenzó, como nunca antes había ocurrido en la historia, a construir la necesidad, la expectativa y el deseo en términos seriales. Experimentada y conocida por todos en la cotidianidad es la acumulación de objetos y experiencias en nuestro modo de vida; es la manera por excelencia de satisfacer necesidades y querencias. Es así que acumulamos citas románticas, libros, visitas al cine, discos y relaciones sexuales; dinero, labores y emociones. El ciclo posee una clausura impecable: acumulamos porque la sociedad está saturada de serialidades disponibles. Logro máximo de la Modernidad: moldear la mente de acuerdo con la lógica del consumo, la disponibilidad y la acumulación; el atesoramiento de lo que interpretamos como los placeres necesarios.
Hasta aquí, la aproximación teórica es convincente. La génesis del asesino serial, en tanto que prototipo de conducta para la consumación de un deseo, encuentra su placenta nutritiva en el auge de la producción moderna y la definición de las querencias que ésta implica. Entendiendo aquí el deseo de manera tradicional: como ese enclave disposicional de la mente que echa andar el engranaje conductual para la persecución del placer a través de diversos medios, obedeciendo una lógica paradigmática que establece que desear es intentar adecuar el mundo a nuestros apetitos. De manera que si con el asesinato el sujeto cubre un deseo —inconsciente, patológico, neurótico, compulsivo, etcétera—, entonces encontrará que sólo en la iteración del satisfactor hallará el anhelado placer. Con la debida distancia entre los diversos hechos que así pueden generarse, en el nivel de la lógica profunda, lo mismo vale para el que acumula visitas al cine que para el que viola de manera recurrente.
El nivel psicológico del deseo —y en especial del deseo en la era industrial— es la parte sólida de la elucubración teórica; es el basamento general cuyas características esenciales pueden establecerse con un alto grado de firmeza. El problema viene después, con el segundo nivel cognitivo: el contenido del deseo. ¿Cómo demonios puede alguien llegar a desarrollar gustos como los de Dahmer para satisfacer su deseo? Relata Schwartz:

Conservaba los genitales y otros trozos en formol como trofeos de sus hazañas. Antes de descuartizar a sus víctimas, Dahmer solía abrirlas en canal con el fin de fotografiarlas con la cámara Polaroid, o esperaba a que el rigor mortis hiciese acto de presencia para que el cadáver pareciese estar de pie en la fotografía. Colocaba algunas de esas fotos en un álbum. Le dijo a la policía que se excitaba con el calor que emanaba del cuerpo que acababa de abrir en canal.
A veces hervía las cabezas de las víctimas para conservarlas como trofeos; lo hacía con un producto de limpieza doméstico llamado Soilex con el fin de dejarlas bien limpias. Estimó que llevaba alrededor de un par de horas arrancar completamente la carne del hueso. Dahmer compraba pintura gris en aerosol en una tienda de arte del centro de Milwaukee, y con ella pintaba las cabezas para hacer que pareciesen artificiales.

Ahí están plásticamente manifestados tantos de los males que han constituido el ya popular muestrario de la historia oscura de nuestra mente. Pozo inagotable del mal en la Tierra. El fetichismo, la pérdida de los engarces realistas tradicionales, la inversión interpretativa de la ontología cotidiana, el retorcimiento de las pautas simbólicas socialmente estandarizadas, la separación de estas últimas respecto de sus correlatos referenciales, el encierro en un mundo voluntarioso privado compuesto de sentidos perversamente asignados de acuerdo con el gusto y el capricho subjetivos; locura al fin, desquiciamiento desenfrenado.
¿O es posible otra interpretación de todo ello? ¿Acaso el psicópata llegó a un nivel hiperracional en el que todo adquirió un significado primigenio? Vio al cuerpo humano como lo que es: un amasijo improbablemente ordenado de carne y vísceras, calcio osificado y sangre, libre de cualquier categoría extraña como la de persona (heredera de la de espíritu y alma), pura materia maleable disponible por millones de toneladas; un pastel de carne pensante moldeable a placer.
Lo verdaderamente intrigante de este tipo de casos es la preferencia por ciertos objetos del deseo. La gran intriga psicológica es cómo un individuo puede sentir una satisfacción vital —¡sexual!— tan grande no sólo en ver convertido al prójimo en un inútil cadáver, sino en hacer de esa condición un carnaval. Dahmer tenía sexo con los cadáveres, tomaba fotografías del proceso de desollamiento de los mismos y guardaba como fetiches cráneos y órganos sexuales. Hasta hoy día, las ciencias de la mente se encuentran perplejas ante la elección de los satisfactores hecha por el “Carnicero de Milwaukee”. Situación que se agrava ante el descubrimiento de que su infancia y adolescencia fue de lo más normal, dentro de lo normal que se puede ser dentro de la problemática habitual de nuestras sociedades. El gusto exacerbado de este personaje por la decadencia de la carne, ha llevado a algunos psiquiatras, entre ellos quienes los examinaron tras su captura, a proponer algún tipo de factor genético que predispusiera la predilección de este hombre. Por supuesto, los factores narrativos como la autoflagelación proyectada en las víctimas por su homosexualidad no aceptada, también son relevantes. El caso Dahmer continúa siendo un misterio a resolver por nuestras ciencias. Desafortunadamente, el sujeto murió en una riña carcelaria a pocos años de su reclusión con lo que dejó muchas preguntas sin responder.
En la actualidad, la teoría más aventajada para dar cuenta de la formación de un serial killer es la que se conoce como la interacción biosociológica. En su destacado libro Serial Killers, The Method and Madness of Monsters (Berkeley, 2004), el investigador independiente, Peter Vronsky la resume de la siguiente manera:

La teoría prevaleciente establece que hay un frágil balance entre una niñez caótica o con abusos y factores bioquímicos que pueden desencadenar un comportamiento asesino psicopático. Factores sociales sanos pueden prevenir que un individuo bioquímicamente inestable cometa actos criminales; en tanto que una bioquímica saludable puede prevenir que una persona con una infancia turbulenta se convierta en un asesino. Los criminales violentos surgen cuando ambos elementos están fuera de balance. Esta teoría es fuerte al explicar porque algunos niños con infancias difíciles no se convirtieron en asesinos seriales y que no todos los que sufren de un daño cerebral se comportan de manera criminal.

No obstante, un caso como el del “Carnicero de Milwaukee” ha llevado a considerar con seriedad algún tipo de factor innato, más profundo que la interacción biosociológica, que llevara a gestar la neurótica predilección por ciertos objetos del deseo de veras extraños. El asunto se agrava cuando se descubre que el niño Jeffrey coleccionaba en sus años de primaria animales muertos y putrefactos sin ninguna influencia familiar o escolar conocida, mucho menos la proyección por violencia física o sexual sufrida a manos de familiares o gente cercana a él. Su caso sigue siendo un punto muerto para las ciencias de la mente, puesto que por contundentes que sean las teorías sobre su comportamiento, sigue existiendo una zona de ruido blanco en la que el enigma del mal sólo puede ser concebido de manera general y metafísica: es, simplemente, una interconstrucción humana, latente o desbocada, sutil o rutilante, pero siempre ineludible.
La duda, la especulación y el azoro de los especialistas quedan plasmados con prestancia en el último capítulo de la obra de la periodista sureña, “El día del ajuste de cuentas”. Accedemos así al show del juicio. El remorismo mediático. La estupefacción y el odio de los dolientes. La puesta en escena característica del sistema judicial gringo. Los testimonios y las ideas al vuelo de los psiquiatras. El aparato moral de la fiscalía y la defensa ante un hecho cuya comprensión sólo es digerible a través del concepto de lo abominable. El dispositivo de seguridad dramatúrgico: la fiera vestida de naranja y encadenada en la arena del circo.

Jeffrey Dahmer durante el juicio en su contra.
Era un auténtico depredador; amoral, eficaz, letal, nocturno. La conducta esquizoide y psicopática de Dahmer seguía puntualmente el transcurso del sol. De día, era un empleadillo de poca monta; anónimo, discreto, irrelevante. De noche, era un animal salvaje en las formas pero no en el fondo, éste era un elaborado cálculo de la perversidad: instrumental, egoísta, metódico.  El carrusel de sangre, sexo, canibalismo, necrofilia y putrefacción venía enseguida. En las horas más temibles del día: cuando casi todo el mundo duerme, reposando una de las más claras huellas de nuestra animalidad: el inevitable tiempo del sueño —y la pesadilla—.
Por encima de todo ello, como sobrevolando el mundo en derredor, el héroe invertido, retorcido, malsano; perverso antihéroe que consuma la facticidad del mal. Siempre sereno y frío, con ojos de reptil que reflejan su absoluta amoralidad. El diablo entre nosotros; Satanás siempre ha sido el arquetipo del anti-héroe. (“Es usted el puro diablo, el diablo que caminaba por nuestras calles y estaba suelto”, le gritará durante el juicio la hermana de una de sus víctimas.) Porque, después de todo, eso y sólo eso es la integración histórica del prototipo del mal metafísico. Es la emergencia irrefrenable del arquetipo de la perversidad y la brutalidad humana; el mal en su pureza antropogénica.
En la mirada parsimoniosa de Dahmer se percibía una profunda intuición sobre esto. Sabedor quizá de ser como cualquiera de nuestra raza; excéntrico buscador del placer, uno de tantos. Que, no obstante, llegó al límite de la otredad, la alienación, el atrevimiento y la ofensa. Será ese el motivo de la popularidad de los de su especie, de la fascinación que provoca semejante grado de vileza. Será por ello la fama y el estrellato que les persiguen: sabemos que son uno de nosotros que hizo lo impensable, que se atrevió a interpretar el papel del demonio en la Tierra. En suma, la estrella por la que arriesgamos todo con tal de obtener su autógrafo:

Varios oficiales decidieron pedirle a Dahmer que autografiara un periódico con aparatosos titulares que hablaban de muerte y descuartizamiento.
–Yo había visto El silencio de los corderos, así que sabía lo suficiente como para no darle el bolígrafo completo —comentó uno de los oficiales—. Por eso, lo desmonté y le entregué a través de los barrotes solamente la carga de tinta que tenía la punta incorporada.
Cuando Dahmer les preguntó qué estaba firmando, los oficiales le dijeron que la firma  sólo era para ellos.

EL PRESENTE ENSAYO TAMBIÉN SE PUEDE VER EN LA ACTUAL EDICIÓN DE REPLICANTE: http://revistareplicante.com/apuntes-y-cronicas/el-mal-interconstruido/





[1] Una versión menos extensa y preliminar del presente texto fue publicada en el suplemento El Ángel del periódico Reforma en agosto del 2002, bajo el título “El enigma de la carne: apuntes sobre el caso Dahmer”.

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