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Revista Replicante

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viernes, 6 de abril de 2012

La política como el reino de la funcionalidad


Durante siglos, el arte de gobernar fue comprendido como el centro no sólo de la vida comunitaria, sino también como el de la vida ética de un conglomerado de personas en torno a un territorio compartido. Aristóteles fue el pensador que dio la forma más acabada a esta pretensión con su idea de que el Estado era la extensión de la familia y de que ambos eran indisociables del buen vivir. Los ciudadanos y los políticos compartirían un marco moral común que se traduciría en instituciones éticas de beneficio compartido. Eso fue sin duda cierto y muy seguramente operativo en la antigua Grecia, con ciudades de unos pocos miles de ciudadanos, democracia elitista a mano alzada y la reunión de linajes, sabios y advenedizos avezados en el arte de gobernar a unos cuantos que se podían ver cara a cara en la plaza pública, en el gimnasio, en el mercado.
Con el paso del tiempo, la tradición de vincular la ética con la política se convirtió en un tópico teórico en Occidente. Con el agregado de la virtud del gobernante, debido a la inteligencia política renacentista, cuyo representante más conocido fue Nicolás Maquiavelo, se pensó que podía existir un recetario ético juicioso sobre el comportamiento de aquellos que ejercían el poder en nombre de muchos. El modelo para ello fueron los manuales de caballería que circularon con cierta abundancia durante el tardo medievo, como señaló con puntualidad el sociólogo alemán Niklas Luhmann en su insigne ensayo de 1996, “Sobre políticos, honestidad y la alta amoralidad de la política”, publicado en México por la revista Nexos (disponible en línea en la dirección: http://www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=448187). En ese mismo texto, Luhmann determinó que las condiciones de la política moderna no pueden ya apegarse a un ideario moral ni a un recetario ético. El modo de ser del sistema social contemporáneo, ordenado en enclaves funcionales bajo la lógica de sistema/entorno, obliga a un cambio de paradigma en el actuar político. Dicha modificación, en breve, lleva de la ética a la pragmática.


¿Significa esto, entonces, que el sistema político debe ser dejado a su libre arbitrio? ¿Qué hay con aquellos ejecutantes de la política profesional que en número creciente cometen acciones poco éticas? ¿Qué pasa con los llamados para moralizar la política? En breve, podemos afirmar que todas estas preguntas están desencaminadas. La política no debe ser moralizable, puesto que en las condiciones de las democracias representativas modernas, la lógica que la rige es la de la competencia entre partidos. Por lo tanto, implica un estado de cosas mucho más cercano a las justas deportivas que a las diatribas desde el púlpito. Es decir, los competidores, en principio, pueden ganar o perder de acuerdo con las reglas del juego y ni lo uno ni lo otro los vuelve más “malos” o más “buenos”, en sentido moral. Por supuesto, al igual que en el deporte, debe existir un sólido conjunto de árbitros y analistas que especifiquen, determinen y, en su caso, juzguen si la contienda se ha llevado a efecto de acuerdo con las reglas del juego o si, por lo contrario, se ha hecho trampa aquí y allá, para actuar de manera punitiva en consecuencia.
La columna vertebral de esta postura es la funcionalidad del sistema político. En principio, existe un conjunto bien delimitado de estipulaciones de lo que debe realizarse desde el sistema político, cuáles son los vínculos que tiene con otros sistemas funcionales como el económico, el educativo, el científico, etc., y cuáles son los deberes y los límites de su actuar. En esta medida, los llamados moralizantes están de más. Cuando, por ejemplo, un político utiliza su cargo, relaciones profesionales y recursos públicos encomendados para fines personales, como pueden ser la seducción de una mujer o el enviciar a su favor un juicio de custodia de infantes, que son aspectos estrictamente personales, simplemente debe ser removido de su cargo, determinar cuáles son las faltas administrativas o penales que cometió y ser castigado en consecuencia, puesto que con sus actos está impidiendo la correcta funcionalidad del sistema político. Si en el foro, en las revistas del corazón o en el altar es calificado de “malo”, eso es un asunto que no interesa al sistema político. Debe ser calificado de incompetencia, abuso de poder, abandono del cargo (por ejemplo, cuando un funcionario pasa el tiempo de sus horas laborales en comidas románticas en restaurantes de lujo) y demás, en términos estrictamente formales. Esto, claro está, engloba la vigilancia de la corrupción en todos los niveles, puesto que es una de las maneras más contundentes de atrofiar el buen funcionamiento de la política. Por ello, no en vano, los actos de corrupción están perfectamente tipificados tanto por el sistema de control interno de la política como por el sistema jurídico de una nación, y no debería quedar uno solo en la impunidad.
En México, la diferenciación funcional de la política y del resto de sistemas que constituyen el engranaje de las complejas sociedades contemporáneas recién se está llevando a cabo. Por eso tienen cabida y aceptación pública lo mismo los discursos morales en torno a la política que la indulgencia para el uso del poder con fines frívolos. Sin embargo, es tiempo de ir generando la consciencia que uno de los pilares por construir y solidificar es justo el punto de vista funcional de la política. Ésta es un subsistema social que está ahí para servir a la gente, para generar acciones que beneficien a las mayorías, para crear espacios de sana convivencia entre las personas, para vincular necesidades populares con rendimientos prácticos y para generar identidades ideológicas en torno al bien común, y nada más que eso debería exigírsele; nada más, pero nada menos, por supuesto.
El presente texto apareció originalmente en mi columna para Raztudiomedia; puede verse en el siguiente link:  http://raztudio.com/columna-politik-la-politica-como-el-reino-de-la-funcionalidad-2/

1 comentario:

pelado1961 dijo...

Creo que, hoy en día, es muy acertada la analogía entre fútbol y política.
Lo único que importa a los jugadores, a los clubes y a los simpatizantes es ganar. No importa cómo, si dando un buen espectáculo o de la manera más sucia posible.
De forma similar, los partidos políticos no suelen ver más allá del próximo "partido" (la siguiente elección) y de cómo han de ganarlo (a toda costa).

Quizás el elector no les exige lo suficiente, o quizás todo el sistema está pensado para que los votantes firmemos una especie de cheque en blanco cada tanto (que luego suele costarnos caro).

Va un abrazo.