El Apocalipsis está entre nosotros. Desde el siglo I de nuestra era no se ha ido. De manera cierta, su cariz religioso ha menguado, salvo por algunas sectas paracristianas que aún lo sostienen como una inminencia tangible. Pero desde el arribo de la Modernidad, se transformó en razón política; en un discurso de renovación completa de la sociedad y de acción voluntariosa para lograrla. Junto a ello, dos vertientes apocalípticas se han consolidado: una, ominosamente concreta como es la existencia de decenas de miles de ojivas nucleares funcionales; la otra, es la abigarrada imaginería apocalíptica en ficciones varias: cómics, filmes, series, novelas.
Así,
el Apocalipsis es un generador de sentido. Su imaginería angelológica y
demonológica ha caducado en su mayor parte. Pero su fuerza de atracción se
vincula con su poderoso presupuesto central: que todo tiene un fin, como es el
caso del fin del mundo.
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