Durante
siglos, el arte de gobernar fue comprendido como el centro no sólo de la vida
comunitaria, sino también como el de la vida ética de un conglomerado de
personas en torno a un territorio compartido. Aristóteles fue el pensador que
dio la forma más acabada a esta pretensión con su idea de que el Estado era la
extensión de la familia y de que ambos eran indisociables del buen vivir. Los ciudadanos
y los políticos compartirían un marco moral común que se traduciría en
instituciones éticas de beneficio compartido. Eso fue sin duda cierto y muy
seguramente operativo en la antigua Grecia, con ciudades de unos pocos miles de
ciudadanos, democracia elitista a mano alzada y la reunión de linajes, sabios y
advenedizos avezados en el arte de gobernar a unos cuantos que se podían ver
cara a cara en la plaza pública, en el gimnasio, en el mercado.
Con el
paso del tiempo, la tradición de vincular la ética con la política se convirtió
en un tópico teórico en Occidente. Con el agregado de la virtud del gobernante,
debido a la inteligencia política renacentista, cuyo representante más conocido
fue Nicolás Maquiavelo, se pensó que podía existir un recetario ético juicioso
sobre el comportamiento de aquellos que ejercían el poder en nombre de muchos. El
modelo para ello fueron los manuales de caballería que circularon con cierta
abundancia durante el tardo medievo, como señaló con puntualidad el sociólogo
alemán Niklas Luhmann en su insigne ensayo de 1996, “Sobre políticos,
honestidad y la alta amoralidad de la política”, publicado en México por la
revista Nexos (disponible en línea en
la dirección: http://www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=448187).
En ese mismo texto, Luhmann determinó que las condiciones de la política
moderna no pueden ya apegarse a un ideario moral ni a un recetario ético. El
modo de ser del sistema social contemporáneo, ordenado en enclaves funcionales
bajo la lógica de sistema/entorno, obliga a un cambio de paradigma en el actuar
político. Dicha modificación, en breve, lleva de la ética a la pragmática.
¿Significa
esto, entonces, que el sistema político debe ser dejado a su libre arbitrio?
¿Qué hay con aquellos ejecutantes de la política profesional que en número creciente
cometen acciones poco éticas? ¿Qué pasa con los llamados para moralizar la
política? En breve, podemos afirmar que todas estas preguntas están
desencaminadas. La política no debe ser moralizable, puesto que en las
condiciones de las democracias representativas modernas, la lógica que la rige
es la de la competencia entre partidos. Por lo tanto, implica un estado de
cosas mucho más cercano a las justas deportivas que a las diatribas desde el
púlpito. Es decir, los competidores, en principio, pueden ganar o perder de
acuerdo con las reglas del juego y ni lo uno ni lo otro los vuelve más “malos”
o más “buenos”, en sentido moral. Por supuesto, al igual que en el deporte,
debe existir un sólido conjunto de árbitros y analistas que especifiquen,
determinen y, en su caso, juzguen si la contienda se ha llevado a efecto de
acuerdo con las reglas del juego o si, por lo contrario, se ha hecho trampa
aquí y allá, para actuar de manera punitiva en consecuencia.
La
columna vertebral de esta postura es la funcionalidad del sistema político. En
principio, existe un conjunto bien delimitado de estipulaciones de lo que debe
realizarse desde el sistema político, cuáles son los vínculos que tiene con
otros sistemas funcionales como el económico, el educativo, el científico,
etc., y cuáles son los deberes y los límites de su actuar. En esta medida, los
llamados moralizantes están de más. Cuando, por ejemplo, un político utiliza su
cargo, relaciones profesionales y recursos públicos encomendados para fines
personales, como pueden ser la seducción de una mujer o el enviciar a su favor un
juicio de custodia de infantes, que son aspectos estrictamente personales,
simplemente debe ser removido de su cargo, determinar cuáles son las faltas
administrativas o penales que cometió y ser castigado en consecuencia, puesto
que con sus actos está impidiendo la correcta funcionalidad del sistema
político. Si en el foro, en las revistas del corazón o en el altar es
calificado de “malo”, eso es un asunto que no interesa al sistema político. Debe
ser calificado de incompetencia, abuso de poder, abandono del cargo (por
ejemplo, cuando un funcionario pasa el tiempo de sus horas laborales en comidas
románticas en restaurantes de lujo) y demás, en términos estrictamente formales.
Esto, claro está, engloba la vigilancia de la corrupción en todos los niveles,
puesto que es una de las maneras más contundentes de atrofiar el buen
funcionamiento de la política. Por ello, no en vano, los actos de corrupción
están perfectamente tipificados tanto por el sistema de control interno de la
política como por el sistema jurídico de una nación, y no debería quedar uno
solo en la impunidad.
En
México, la diferenciación funcional de la política y del resto de sistemas que
constituyen el engranaje de las complejas sociedades contemporáneas recién se
está llevando a cabo. Por eso tienen cabida y aceptación pública lo mismo los
discursos morales en torno a la política que la indulgencia para el uso del
poder con fines frívolos. Sin embargo, es tiempo de ir generando la consciencia
que uno de los pilares por construir y solidificar es justo el punto de vista
funcional de la política. Ésta es un subsistema social que está ahí para servir
a la gente, para generar acciones que beneficien a las mayorías, para crear
espacios de sana convivencia entre las personas, para vincular necesidades
populares con rendimientos prácticos y para generar identidades ideológicas en
torno al bien común, y nada más que eso debería exigírsele; nada más, pero nada
menos, por supuesto.
El presente texto apareció originalmente en mi columna para Raztudiomedia; puede verse en el siguiente link: http://raztudio.com/columna-politik-la-politica-como-el-reino-de-la-funcionalidad-2/
1 comentario:
Creo que, hoy en día, es muy acertada la analogía entre fútbol y política.
Lo único que importa a los jugadores, a los clubes y a los simpatizantes es ganar. No importa cómo, si dando un buen espectáculo o de la manera más sucia posible.
De forma similar, los partidos políticos no suelen ver más allá del próximo "partido" (la siguiente elección) y de cómo han de ganarlo (a toda costa).
Quizás el elector no les exige lo suficiente, o quizás todo el sistema está pensado para que los votantes firmemos una especie de cheque en blanco cada tanto (que luego suele costarnos caro).
Va un abrazo.
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