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Revista Replicante

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jueves, 29 de mayo de 2014

Glorieta Vaqueritos de Héctor Villarreal: la carcajada de la desolación



En su panorámica investigación sobre el estado y la tendencia actual de numerosas ciudades súper pobladas del Tercer Mundo, Planeta de ciudades miseria, el investigador estadounidense Mike Davis, afirma que el devenir de las megalópolis del Sur tiende a la consolidación de un mundo posturbano: desregulado, tumultuoso, hacinado, carente de servicios generales y proclive a las autorregulaciones privadas, sean solidarias o criminales. Esto es lo que en otro lugar he llamado el creciente proceso de cyberpunkización de las metrópolis modernas: la pérdida de la civilidad sancionada y de la bonanza regulada, en medio de un mundo tecnologizado, con la concomitante expansión del deseo insatisfecho de vida plena a través de las mercancías.
La Ciudad de México, entonces, se inscribe en esta dinámica de la caotización urbana, tendiente a su previsible desintegración futura. Una dinámica vital de esta magnitud, necesariamente requiere aprehensiones literarias a la altura de las circunstancias y es aquí donde se inscribe la obra híbrida de Héctor Villarreal. Una de las mentes críticas más brillantes y agudas de la generación nacida en los setenta del siglo pasado, el narrador, analista político y doctor en Ciencias Políticas y Sociales por la UNAM, confeccionó una serie de micro crónicas citadinas con morfología poética, que también pueden ser leídas como una poética analítico-descriptiva de la sociedad. Trabajo formal y semántico contundente que, partiendo del rescate sarcástico de la cotidianidad del sureste citadino, con su chocarrera y chabacana convivencia, genera un espacio significante de la desolación urbana tercermundista en general. Así, la breve colección de textos gozosamente híbridos, abre mediante un contundente díptico las puertas del infiernillo citadino cotidiano:

Glorieta Vaqueritos

Una glorieta,
debajo de un paso a desnivel,
partida a la mitad,
donde nadie da vuelta,
con una fuente sin agua,
tiene un nombre que ha sido borrado.

Al Sur

Más al Sur,
donde la vida es gris.
Más al sur, donde la gente se confunde con los muros sin pintura y las banquetas quebradas.
Más al sur,
hasta donde sólo hay norte.

Diversos motivos destacan en estas crónicas poéticas de apertura de la colección: el abandono urbano como espectro premonitorio del porvenir, cuando las estructuras, edificaciones y trazos metropolitanos hayan perdido su razón de ser, cayendo en la espiral de la sinrazón posturbana, como ya ocurre a manera de biopsia de un cáncer venidero en la referida glorieta coapeña, al igual que la pérdida del significado de lo que fue y para qué fue con el nombre que ha desaparecido de su razón de ser. Asimismo, en la parte complementaria del díptico, el juego doble del significado del sur: sur de la ciudad, en efecto, pero también el Sur en la distribución de los centros de poder de la producción mundial en la dicotomía financiera, política y bélica Norte-Sur. Sur geográfico y sur geoestratégico, la irreparabilidad del Tercer Mundo en suma. Asimismo, ese sur inevitable, en decadencia y anómalo avanza inexorable hacia el norte; en el caso de la Ciudad de México, se hermana en la precariedad de su estatus periférico con los territorios depauperados de la zona norte conurbada: territorios sin ley en proceso de acelerada descomposición social y urbana. En la remisión que excede pero posibilita la existencia de una ciudad como el Distrito Federal, es decir, en la evocación del sistema-mundo al uso (Wallerstein), la corrosión del Sur acecha al Norte, contagiándolo con su anomalía de enclaves desregulados en crecimiento sostenido en medio de los grandes centros metropolitanos del Primer Mundo.


Portada del libro


La obra entera, escueta pero potente, revela el ojo avezado de un flâneur postmoderno a la caza textual de lo que oye y ve en la baja ralea de los sureños barrios decadentes de la Ciudad de México, que alguna vez soñaron con afianzarse en la clase media hasta que descubrieron que desde hace una generación dicha categoría social no existe más. Y así lo elabora puntual Villarreal:

Vales de despensa

Pinche miseria:
caguamas en fondas
vivienda popular
trabajos eventuales
televisión gratuita
bailes de cumbia
rateros en la calle
asaltos en los micro
calumniadoras de acoso
policías de mierda
calles miadas, pestilentes
papel del que raspa
calzones desgastados
futbol mexicano
con bacachá dorado
damas despechadas
bailan pasito duranguense
paisajes deprimentes
destinos decadentes
otro día sin vales de despensa.

Amplios conjuntos poblacionales, retratados con crudeza en el libro, que han sido exiliados para siempre de las ventajas (por mínimas que sean) de las estructuras de bienestar del Estado, de por sí sometidas a un embate incesante desde hace un cuarto de siglo; no entendiéndolas como dádivas gubernamentales, sino simple y llanamente como un mínimo principio de promoción estatal de la movilidad social, hoy inexiste. O, por mejor decir, inexistente de acuerdo con el paradigma ya envejecido del pasado siglo. Puesto que sigue existiendo una salida en caudal para hacerse con parte de la inmensa plusvalía que la sociedad genera (pero que si bien va el asunto, sólo a cuentagotas llega a las periferias urbanas por medios tradicionales): la criminalidad en sus diversas formas, pero principalmente como crimen organizado en torno al negocio de los narcóticos ilegales. “Por aquí no han pasado los narcos ─dice una contundente voz (semi) ficcional en Narcorrevolución─, los estamos esperando… Los estamos esperando como a un ejército de liberación”. 

El autor, momentos antes de la presentación del libro en el CCM.


En su momento, cuando el libro fue presentado al público, en el destacado Centro de Cultura Multimedia, debajo de la Estela de Luz, los asistentes reían con muchas de las enunciaciones de la obra. Hubo incluso francas carcajadas. De manera cierta, hay rasgos humorísticos, irónicos y lingüísticamente festivos en la mini crónicas poéticas de Glorieta Vaqueritos. No obstante, la clave de las mismas es eminentemente tragicómica; la generación de un horizonte semántico (es decir, textual y descriptivo) que abre el espacio de visión hacia un ominoso porvenir, a un tiempo desolado e inevitable.


El marco citadino de la presentación de Glorieta Vaqueritos.


De esta manera lo subrayó un breve video de autoría propia que Héctor Villarreal presentó allí como parte de algunos complementos multimedia a su obra. Titulado "100 metros de Coapa" (disponible en YouTube: http://youtu.be/_EvWzaOV8-k), lleva, desde el punto de vista del  peatón que mira al suelo en su andar, por una décima de kilómetro prístina en su rotundez: calles con montones de basura, charcos de agua infecta, sonidos de pájaros y motonetas, fragmentos de conversaciones con acento barriobajero; el delineado de los puestos ambulantes; aceras viejas, rotas, asimétricas. El espacio depauperado de la desolación cotidiana, aquella que quizá una esporádica carcajada (en la borrachera, en el sexo, en la fiesta y en la droga) nos haga olvidar por un momento que dura lo que una exhalación que, irremediablemente, la luz al final del túnel de nuestra megalópolis es un tren que corre a toda velocidad en contra nuestra.


Anti arte que remeda a Damien Hirst; complementos multi mediáticos el día de la presentación.


*Héctor Villarreal, Glorieta Vaqueritos, Mono Ediciones, 2013.



miércoles, 21 de mayo de 2014

La antropofagia y los límites del omnivorismo humano


Uno de los tabúes más extendidos en toda comunidad humana ha sido la antropofagia. Su práctica es el límite de lo que consideramos modos de interacción mínimamente humanos. No es casual, entonces, que en tiempos antiguos dicha práctica haya sido excepcional e invariablemente tamizada por algún tipo de ritualidad; basta pensar en la elaborada ceremonialidad que rodeaba la ingesta cardíaca de los más hábiles enemigos del imperio azteca, capturados en combate y preparados con afán para la magna demostración de poder teocrático que representaba la ceremonia de extracción de corazones.
En la época moderna, el canibalismo fue vinculado, inequívocamente, al atraso cultural y al primitivismo social. Así Hegel, en su magna obra sobre el desarrollo y sentido de la historia (sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, circa de 1830), refiere  ─de oídas─ que algunas tribus africanas practican el canibalismo consuetudinario, no significando otra cosa que el hecho de que aún distan mucho de pertenecer, en tanto que formaciones humanas, a la historia universal.



Ceremonialidad prehispánica en torno al canibalismo ritual.


De manera cierta, el espectro de la antropofagia causa estupor y espanto en la mayoría de seres humanos por una razón contundente: nuestra filogénesis omnívora. Es decir, que evolucionamos como seres que comen básicamente de todo y que, en ello, puede incluirse sin más a los propios humanos. En términos prácticos, daría lo mismo comerse a cualquier otro mamífero que a otro ser humano. La posibilidad de la autorreferencialidad devoradora genera entonces la paradoja que sustenta el inveterado tabú: la posibilidad de extinguir la especie por dientes propios.
Esto ha producido terror a la largo del tiempo y muy especialmente en la Modernidad. Casos dramáticos en los que la ancestral prohibición se ha roto, han causado angustia cultural en grados diversos. Del canibalismo masivo que se llevó a cabo en la Rusia rural durante las grandes hambrunas que se sucedieron durante la época de consolidación del imperio soviético, más o menos de 1920 a 1950, a la antropofagia de supervivencia de unos cuantos sobrevivientes del tristemente célebre accidente del vuelo 571 de la FAU, mejor conocidos como los “sobrevivientes de los Andes”. En época reciente, se han difundido informaciones aún por confirmar, pero que tienen todos los visos de ser verídicas, sobre la práctica del canibalismo criminal ritual, que va de las bandas de guerrilleros serbios durante la Guerra de los Balcanes, hace 20 años, a diferentes bandas de narcotraficantes mexicanos, en nuestros días.
El miedo al canibalismo ha sido bien tematizado por la imaginación ficticia en diversas encarnaciones. La literatura, el cine, el cómic, han dedicado buenas energías creativas a bordar sobre el tema. Así, desde el género policiaco, casi pulp, el estadounidense Thomas Harris forjó, desde hace una generación, uno de los grandes mitos de la cultura pop globalizada: el asesino serial Hannibal Lecter. Dechado de virtudes intelectuales, psiquiatra y dibujante, tiene la peculiaridad de ser caníbal; no de cualquier ralea, sino un auténtico gourmet de la carne humana. La gran trilogía novelística de Harris, conformada por El dragón rojo (1981), El silencio de los corderos (1988) y Hannibal (1999), junto con las versiones cinematográficas que se hicieron de las mismas, consolidaron en el imaginario social mass-mediático el horror del canibalismo, erigido en razón de ser ficticia (pero que tiene correlatos reales, como fue el caso de Jeffrey Dahmer) de una de las figuras monstruosas de nuestra sociedad: el serial killer.


Hannibal Lecter (interpretado en el cine por Anthony Hopkins), exquisito y terrorífico serial killer caníbal, producto de la pluma y la imaginación del estadounidense Thomas Harris.


Un subgénero del cine de horror de cuño estadounidense, cuyas raíces se remontan al primer tercio del siglo pasado, pero que ha vivido una explosión creciente en los últimos quince años, son las historias de zombis. Más allá de las divergencias en el detalle de sus cualidades monstruosas ─si son lentos o rápidos, si tienen algún grado de racionalidad o son meramente instintivos, etc.─, la esencia de estos personajes es su insaciable hambre antropofágica. Entre otras muchas cosas de carácter sociológicamente simbólico, los zombis encarnan el temor profundo a la posibilidad de que el omnivorismo de nuestra especie se convierta, tras una modificación biológica inesperada, en carnivorismo antropofágico desmedido. Si bien la fantasía del zombi resguarda su definición como proto seres humanos o seres subantrópicos, lo cierto es que, para existir, tuvo que haber habido, en todos y cada uno de estos monstruos, un ser humano en plenitud que hizo posible su existencia.
Pero a pesar de lo destacadas que pueden ser estas versiones fantásticas del canibalismo (la versión cinematográfica de El silencio de los corderos, a cargo de Jonathan Demme, es una joya de la cinematografía contemporánea, y la historia de zombis de Robert Kirkman, en novela gráfica y en TV, The Walking Dead, ha llevado al subgénero al nivel del arte, por ejemplo), es una cinta hoy prácticamente olvidada, Soylent Green, la que ha conformado la versión más contundente en torno al horror a la posibilidad caníbal de la humanidad en la era tecnocientífica.
De 1973, dirigida por Richard Fleischer, y con Charlton Heston y Leigh Taylor-Young en los papeles principales, la cinta ubica la trama en el años 2022, donde se verifica un futuro distópico, signado por la acelerada degradación del medio ambiente terrestre, la sobrepoblación mundial y el caos social a punto de estallar a cada instante. Dejaré de lado los pormenores de la trama que, en sí mismos, presentan interés sociológico ficcional. El núcleo de la historia fílmica radica en la escasez creciente de comida para una población agigantada y hacinada, y el control alimenticio global por parte de la corporación Soylent en contubernio con diversos gobiernos nacionales y locales. El alimento que Soylent produce es industrializado y se pregona que tiene altos valores nutricionales. Se distribuye en raciones controladas por el gobierno y tiene la apariencia de galletas y panes de colores. El más reciente lanzamiento ha sido el de color verde, que da nombre a la película. Estas últimas “galletas” están hechas de seres humanos. Todo cadáver que es recolectado por el servicio de limpieza de cuerpos de la ciudad de Nueva York ─lugar donde se desarrolla la trama─, es transferido a una planta de procesamiento donde emerge como soylent green


 
Un sistema social distópico en el futuro inminente es plasmado cinematográficamente en Soylent Green.


El tratamiento que se da en este filme al canibalismo es escalofriante porque remite a elementos constitutivos de nuestra sociedad que son enteramente cercanos a nuestra cotidianidad: el ocultamiento de información corporativa, la degradación medioambiental, la industrialización alimenticia y, muy especialmente, la posibilidad real de que en un mundo así planteado, (el inicio de la extinción humana por medios propios), sin más posibilidades de hacernos de nutrientes en medio de un entorno devastado, no tengamos más remedio que llegar al límite de nuestro omnivorismo: dar cuenta de nosotros mismos como un elemento más de usufructo de la naturaleza. Ejecutar el último gran acto de nuestra implacable dominación de la naturaleza: constituirnos en productos industriales listos para el propio consumo masivo.
*Este artículo fue originalmente publicado en la revista cultural FORO UIC de la Universidad Intercontinental de México, D.F., disponible en:



jueves, 15 de mayo de 2014

El arte oscuro y globalizado de H. R. Giger



Mundialmente conocido por ser el creador de la estética original que dio lugar al personaje del monstruo alienígena, conocido como Alien (nombre genérico convertido en nombre propio), de la mano cinematográfica de Ridley Scott, el pintor, escultor y artista visual suizo, Hans Ruedi Giger (nacido en 1940), murió este lunes en su casa de Zúrich en circunstancias no detalladas, simplemente comentadas de manera oficial como “complicación de heridas por una caída”.
Más allá de la globalidad de su personaje cinematográfico, cuya realización prototípica la encontramos en la obra Biomechanoid de 1975 (contenida en la colección Necronomicon II), que impactó a Scott, el también diseñador creó un mundo fantástico en el que sus pesadillas tomaron forma estética revelando un abigarrado mundo arquetípico sombrío, acechante y arrobador. 

Biomechanoid, 1975*.



Seres híbridos, mezcla de animales, humanos y máquinas (en lo que él mismo y la crítica bautizaron desde hace algún tiempo como estética biomecánica; ejemplo preclaro de la misma se puede apreciar en cartel Future Kill de 1984), pueblan realidades cavernosas, uterinas o infernales exponiendo a los ojos del espectador mundos latentes (la vida en el oscuro y acogedor útero), miedos enraizados (el temor congénito de los primates a los depredadores, especialmente reptilianos), deseos y ansias sublimados (la consustancialidad sexual de nuestra condición de mamíferos), o vértigos de lo posible por venir (la inminencia de mezclar nuestros organismos con nuestras máquinas).  


Passage XXIX, 1973.


Ejemplos paradigmáticos de ello, los encontramos en trabajos como Passage XXIX, de 1973, donde la pulsión sexual masculina, la vulva como “puerta mágica” (Sloterdijk) entre el interior umbroso, líquido y omniprotector y el exterior retador e inclemente, se fusiona con la maquinización del mundo de hechura humana. Algo que también ocurre en el acrílico sobre papel, Biomechanical Mia, Egyptian style, de 1980, espacio visual al que además se añade la presencia a un tiempo aterradora y seductora de los súcubos, como demonios atenazados a la ansiedad sexual, cosa propia y recurrente en alguien que padeció apnea del sueño, como fue el caso de Giger. 



Biomechanical Mia, Egyptian Style, 1980.



Considerado inicialmente como un artista de culto, malentendido en ciertos medios contraculturales como pintor “satánico” (principalmente por sus destacadas obras Satan I y II que brindó para el arte del disco To Mega Therion, de 1985, de sus paisanos los roqueros heavy metaleros de Celtic Frost), Giger dio el salto al mainstream a partir del éxito mundial de Alien, convirtiéndose en activo diseñador para Hollywood (una de sus más conocidas creaciones es la hembra extraterrestre salvajemente hipersexuada de la serie de cintas Especies, basada en su espectacular pieza de 1977, Lilith; pintura paradigmática del poder sexual, ancestral, biológico y social de las mujeres) y haciendo de su estilo oscuro y barroco una marca patentada distinguible globalmente. Así, en las últimas tres décadas, su producción artística fue profusa y lo mismo incluyó pinturas en gran formato, grabados, giclées, diseño de muebles e interiores y memorabilia, que guitarras eléctricas y pedestales para micrófonos, como el que le hizo por encargo y popularizó mundialmente Jonathan Davis, vocalista del grupo de Nü Metal, Korn. El artista suizo, al cabo, supo caminar por la tensa y difusa línea que, en nuestra época, divide y funde a la vez estética de altos vuelos y marketing globalizado. Cosa que, por supuesto, no resta mérito ni a su originalidad ni a la puesta en circulación del universo en expansión de nuestros profundos temores y nuestras más inquietantes pesadillas.



Lilith, 1977.


*Todas las imágenes fueron tomadas por mí del libro Necronomicon II, Morpheus International, Las Vegas, 1985.
Una versión breve de este apunte apareció en Milenio.com: