La
bahía de Acapulco se ha desperezado, como siempre lo hace, desde temprano en la
mañana. El sol cayendo pleno, calentando la superficie marina, la arena, el
caserío, los rascacielos para el hospedaje; las embarcaciones, el asfalto de la
costera, las cabezas de los cientos de trasnochados que ya han comenzado con
los síntomas de la resaca; el fuselaje de los aviones que reinician el frenesí
del aeropuerto internacional suspendido momentáneamente por la noche, los ríos
de automóviles sobre las tres avenidas importantes, dos de ellas en realidad
carreteras urbanizadas; los primeros cuerpos en traje de baño que se tendieron
ya a todo lo largo de su arena tropical; los antros cerrados, los restaurantes,
las miles de cuadriculas azuladas de las albercas públicas y privadas, y las
azoteas y fachadas de las residencias de Punta Diamante; la excéntrica
vegetación de sus amplios jardines y los rostros de los ejércitos de sirvientes
que suben y bajan para que esté todo al gusto de sus quisquillosos patrones.
El sol
pega de frente en el ventanal de su habitación, iluminando las enormes cortinas
blancas con remates de hilo de plata. Lo despertó la luminosidad y se levantó
con un sobresalto. Había estado soñando con su madre. Tenía tiempo que no le
ocurría. Se vio en una plazoleta de Roma, de vuelta a los seis años, corriendo
tras las palomas y viendo hacia arriba el rostro sonriente de ella, tocado con
una pañoleta de seda sobre la frente, cubriendo su pelo color paja fulgurante,
y enmarcado por el campanario de una iglesia. En el sueño la tomó de la mano y
se vio caminando con ella plaza al norte hasta que ésta, en un instante, se
convirtió en un túnel luminoso. La mano de su madre estaba ahora medio cubierta
por la manga de una túnica azul celeste con ribetes de oro. Levantó la mirada
para ver su cara. Ella volvió a sonreírle y le dijo “Me da gusto verte de
nuevo”, para difuminarse luego entre los haces de una luz blanca de creciente
intensidad. Él sintió el impulso de apresarla, de no dejar que se esfumara entre
la bruma incandescente que todo lo envolvía, cada vez más luminosa, y fue
cuando el sol guerrerense lo despertó.
Salió
de la cama y llamó por el interfono a una de las criadas. Pidió que le subieran
un desayuno ligero y una botella grande de agua Lauquen, helada. Caminó por la
habitación, desnudo, como siempre dormía; se vio en el espejo de cuerpo entero
de la recámara, en el extremo opuesto de la cama, a veinte metros de ésta, giró
tres veces la cabeza, estiró los hombros y jaló hacia atrás los brazos. Hizo
una pose de fisicoculturismo, concentrándose en el reflejo de los últimos
logros del gimnasio, se tiró un pedo y encaminó hacia el baño. Orinó, se lavó
las manos y se cepilló los dientes. Llegó la mucama. Llamó y le dejó en una
mesa lateral el desayuno. La puerta estaba abierta y sólo tocó por cortesía, ya
que sabía que una de las costumbres de la mansión era que el señor nunca
cerraba con llave las habitaciones en las que se encontraba, ni siquiera el
cuarto de baño. También se habían acostumbrado a verlo desnudo, ya que afirmaba
que si uno no podía andar como Dios lo trajo al mundo por su propia casa,
entonces a dónde iba a parar el planeta.
Era el
resultado mezclado del miedo a los accidentes y de cierta deferencia para con
su servidumbre. Decía que nunca aseguraba las puertas porque si algo le ocurría
no tendrían oportunidad de rescatarlo a tiempo, y por otra parte afirmaba que
si él había llamado a alguien del servicio doméstico se daba por entendido que
sabía que vendría y no tenía por qué entorpecer su andar con el rito de toda la
vida del “permiso/adelante”. Con todo, la chica, de uniforme rosa y delantal
blanco, tocó a la puerta porque era una costumbre difícil de erradicar y
pensaba que le daba “pena” no pedir permiso al señor que era tan “gente”.
En
efecto, era un patrón decente y educado. No se permitía sobajar a las personas
bajo sus órdenes, pagaba por encima de lo normal y daba las prestaciones de
ley. Tenía un trato neutral pero agradable con ellos. Decía que convivía más
con ese equipo a su servicio que con nadie más en la vida, ni con el único
pariente cercano que le quedaba: su hermano menor. Pero cuidado si por alguna
razón (a veces no muy clara de discernir) alguna de las personas que trabajaba
para él caía de su gracia. Entonces era implacable, cruel e intransigente. Si
no, nada más había que preguntarle a dos de sus ex guardaespaldas a quienes no
dio más que cuarenta pesos para su taxi de regreso a la costera después de
haberlos corrido entre insultos racistas y palabras soeces. “En fin”, se dijo
la muchacha al recordar estas historias de la residencia, “todo el mundo tiene
sus días”.
Acabó
su desayuno y telefoneó a su hermano en la Ciudad de México, porque el lunes,
hacía ya dos días, su secretario particular le había dicho que la contadora
estaba preocupada por la deudas mensuales excesivas de la American Express
Platinum de su hermano. Por supuesto, había con qué pagarlas pero se preguntaba
si no era demasiado el gasto mensual de manutención del junior. El teléfono del
departamento de Bosques de las Lomas timbró cuatro veces y entró la
contestadora. Colgó. Hasta ese momento recordó que le había dicho que esa
semana estaría en Miami porque Jaime Carrillo, bon vivant y conocido actor de
telenovelas de Televisa, lo había invitado a su fiesta de cumpleaños en el
nuevo penthouse que tenía en dicha ciudad caribeña estadounidense. Suspiró.
Miró las cortinas resplandecientes y se relajó en su sofá favorito: de tela
Hermès y estructura de cedro.
Sintonizó
el televisor en un noticiero español de media tarde y recordó que por la noche
daría una entrevista exclusiva a una cadena estadounidense radicada en Los
Ángeles. Se encontraría con la periodista, Leslie algo, en un salón de hotel
rentado y acondicionado por la cadena ahí mismo en el puerto de Acapulco.
Recién eran pasadas de las ocho de la mañana, así que todavía quedaba mucho
tiempo antes de la cita. Seguiría con su tranquila rutina habitual de días de
descanso. Es decir, cuando no tenía grabaciones, ensayos o estaba de gira.
Terminó
de ver el noticiero de la televisión española. Dio un par de vueltas por el
extremo oriental de la habitación. Volvió a sentarse sobre el sofá de tapizado
Hèrmes. Tomó de la mesilla contigua uno de sus libros de Paulo Coelho y
continuó con la lectura donde la había dejado la noche anterior:
Entonces se dedicó a observar en silencio la marcha de hombres y de animales por el desierto. Ahora todo era muy diferente del día en que partieron. Aquel día de confusión, gritos, llantos, criaturas y relinchos de animales se mezclaban con las órdenes nerviosas de los guías y de los comerciantes. En el desierto, en cambio, sólo el viento eterno, el silencio y el casco de los animales. Hasta los guías conversaban poco entre sí.
Sonó
una canción de Enrique Iglesias que tenía por tono en su celular de última
generación. Le molestaba que lo interrumpieran cuando ya había agarrado la
lectura, hábito que le costó años desarrollar, pero que finalmente, profesores
privados de “cultura general” de por medio, pudo afianzar ya bien entrada la
adultez. Era vergonzoso ir a ciertas reuniones donde no estaban sólo los
habituales, la horda de juniors,
actrices de televisión, modelos y playboys
de siempre, y quedarse callado cuando la conversación iba más allá de su
carrera o la cháchara superficial sobre el mundillo del espectáculo.
Una vez
en una fiesta le presentaron a Carlos Monsiváis quien le dijo que era admirador
suyo y que sinceramente lo consideraba el mejor cantante pop del país y
seguramente de Hispanoamérica. Él se sintió halagado y agradeció el comentario,
pero enseguida la figura enjuta, morena y de pelo blanco del intelectual urbano
comenzó a soltar una serie de frases, alusiones y lo que parecían ser dobles
sentidos sobre la definición de ‘Hispanoamérica’ que la mayoría de los reunidos
en torno suyo parecían entender y seguían con sonoras carcajadas que él no tuvo
más remedio que imitar, aparentando que entendía de lo que iba la jocosa
diatriba del escritor, que además la decía con un tono muy peculiar, con su
típico acento de barrio sureño que hacía que no abriera bien la boca y
terminara con rapidez las últimas palabras de una oración...
*Cuento mío de la colección inédita Rotación, ha sido publicado en la revista de arte y cultura alternativas, Replicante; puede verse en: http://revistareplicante.com/en-la-mente-del-idolo/