El Estado nación es
una invención reciente. Desde la perspectiva de la larga duración histórica, su
nacimiento coincide con el surgimiento del capitalismo, hace quinientos años.[1] En su
encarnación más reciente (del siglo XIX en adelante), ha intentado amalgamar,
consolidar y fundir la diversidad de cosmovisiones que pueblan un espacio
geográfico compartido por medio de una ideología única que coincide
estructuralmente con él.
Para
cumplir con este propósito, quienes por diversas razones (portadores de la tradición,
movimientos independentistas, revoluciones) se han hecho con el poder del
Estado, se han valido de diversas estrategias pragmático-conceptuales para
darle espesor:
Las naciones no son otra cosa que mitos en el sentido en que son creaciones sociales, y los estados desempeñan un papel crucial en su construcción. El proceso de creación de una nación incluye el establecimiento (en gran medida una invención) de una historia, una larga cronología y un presunto grupo de características definitorias (incluso aunque grandes segmentos de la población incluida no comparten dichas características).[2]
En
este orden de ideas, el Estado-nación tiene como objetivo primordial el
control. Control en el sentido neutro de cercar, delimitar, establecer una
colindancia frente a la inestabilidad de las dinámicas sociales caóticas. Su
razón de ser inicial ha sido la instauración unilateral de los más encomiables
ideales de la Ilustración:
progreso, democracia, equidad.
Durante
la época de esplendor de los Estados nacionales (más o menos en los cien años
que van de 1850 a
1950), la consecución de tales logros fue el ideal regulador de su dinámica. A diferencia de los intentos
antiguos de consolidación nacional por medio de la dominación militar de las
culturas diversas de los poderes centrales del sistema-mundo, como fue el caso
de la Conquista
española de América, la consolidación del Estado nación moderno parte de la
ideología liberal.
Las megalópolis son uno de los resultados del Estado nacional moderno. |
En
términos generales, la ideología liberal propugnó tres cosas: 1) en política,
lo normal es el cambio, no el anquilosamiento; 2) en materia decisoria, la
soberanía pertenece al pueblo y no a las élites, y 3) en el reparto de la
riqueza, habría de ponerse énfasis en la progresiva mejora de la distribución
de la prosperidad.[3]
Para llevar estas premisas a su consecución virtuosa, el Estado nacional
necesitó aglutinar de manera sólida a todos los grupos sociales y culturales
que coexistían dentro de sus fronteras.
Desde
sus concepciones embrionarias en el tardo medievo y el Renacimiento, el Estado
nacional ha estado conformado por una pluralidad de culturas, creencias,
religiones, tradiciones y lenguas. En un principio, lo que unió esta
multiplicidad social fue la pragmática de las alianzas políticas, económicas y
militares. Éstas derivaron en alianzas territoriales y en la proclamación, como
consecuencia, de una soberanía estatal con base en fronteras geográficas definidas,
así como el reconocimiento formal por el resto de los estados. A partir de ahí,
se gestó la idea de una identidad común, propia y distintiva del Estado nación.
Se inventó así una cultura, una historia y una cosmovisión unificadas. O en principio unificadas.
Las villas miseria de todo el mundo son un signo del cansancio del modelo del Estado-nación actual. |
En
realidad, este lance nunca llegó a completarse de manera cabal. Siempre tuvo
resistencias, choques e incomodidades. Durante la Alta Modernidad (más o menos de
la Revolución
francesa a la Segunda Guerra
Mundial), la mayor parte de las veces, estas contrariedades se resolvieron por
medio del esfuerzo político de balancear los intereses particulares con el
interés general de la nación. La tolerancia de la ideología unilateral propugnada
por el Estado nacional ante las ideologías minoritarias sostenidas por diversos
grupos poblacionales en su interior. Esquemáticamente, la estructura de tal
esfuerzo de consolidación del Estado-nación es la siguiente:
Figura 1: Esquema del Estado
nacional cohesionador.
El
triángulo omniabarcante representa al Estado nacional con su estructura
político-administrativa unificada en torno a una ideología universalizable de
presupuestos ilustrados. Los cuadros en su interior representan las diversas agrupaciones
socio-culturales que coexisten dentro del marco de la soberanía estatal; es
decir, al interior de sus límites político-geográficos.
La
intención primordial de esta distribución de las fuerzas al interior de una
nación fue lograr un balance, una armonización, de los elementos divergentes en
juego. Su logro permitió el desarrollo de buena parte de los países del
sistema-mundo moderno y propició la formación del sistema global tal y como lo
conocemos en la actualidad. En muchos lugares del planeta, posibilitó la
expansión de la educación, la integración multirracial y la universalización
del sistema sanitario y de salud pública. El mundo contemporáneo no se
entendería sin este desarrollo evolutivo de los estados nacionales.
Sin
embargo, el esfuerzo presentaba una desventaja que a la larga devino problema
mayor: la distribución del poder (decisorio, económico, social) era desigual y
tendía siempre a la cima del Estado; en la que se encontraban, de acuerdo con
el pensamiento liberal, los “expertos”, los “científicos”, los “técnicos”
capaces de guiar al resto de la sociedad hacia los fines de la racionalidad modernizadora.
Al dar
este paso arriesgado, quienes detentan el poder en un Estado nacional sufren de
una carencia de perspectiva sobre su quehacer, intencionalidad y prospectivas.
Cuando esto ocurre, se cae en el riesgo de pensar a la totalidad social multipolar
que vive en el espacio artificial de la soberanía estatal como un mero apéndice
de ésta. Es el momento en que lo que fueron principios reguladores ideales
encomiables, se transforman en metáforas sedimentadas carentes de correlato
empírico.
Se
habla entonces de “espíritu nacional”, “esencia del mexicano (del chino, del
español, etcétera)”, “destino histórico” y demás. La ideología unificadora del
Estado nacional deviene nacionalismo. El nacionalismo «es la transfiguración de
las supuestas características de la identidad nacional al terreno de la
ideología. El nacionalismo es una tendencia política que establece una relación
estructural entre la naturaleza de la cultura y las peculiaridades del Estado».[4]
Las
consecuencias prácticas de todo ello son negativas: el Estado nacional realiza
una sorda integración ideológica que ni es completa ni es consecuente con la
realidad plural que lo conforma; centraliza el poder y excluye a los grupos
minoritarios de interés; y absorbe a los particularismos político-sociales en
su lógica corporativa elefantiásica.
La seguridad, emblema de la razón de ser del Estado, muchas veces deviene en represión. |
Todo organismo nace, se reproduce y muere. Si entendemos a los Estados nacionales como organismos, veremos que a lo largo del tiempo sufren un desgaste que los lleva a su desenlace. Es importante subrayar que esto no quiere decir que lo que conocemos como naciones vaya a desaparecer, sino sólo que los presupuestos teórico-políticos sobre los que se han fundado se encuentran en un trance evolutivo. Es decir, en el momento de una transformación de sus antiguos enclaves por unos nuevos, más apropiados a las circunstancias actuales.
El
Estado nacional moderno surgió como una necesidad histórica. Persiguió fines
positivos de unificación territorial, revistiéndolos con las ideas humanistas y
universalistas de la Ilustración. La
estrategia para lograrlo fue la unificación de la diversidad social bajo la
guía rectora de una ideología común. Ese modelo ha llegado a su fin. El reto
contemporáneo es rescatar lo mejor de él, transformando radicalmente sus
desventajas, entre las que se encuentran el autoritarismo, el anquilosamiento
administrativo y el olvido de las necesidades particulares de las diferentes
comunidades que lo integran. Para decirlo en palabras del fallecido escritor
mexicano Carlos Fuentes:
Tradicionalmente identificadas la coincidencia de nación, territorio y Estado como unidades correspondientes, la singularidad de la cultura es, paradójicamente, su pluralidad. Nación y territorio, nación y Estado, pueden coincidir unitariamente. Nación y cultura actúan como elementos de adhesión e identificación sólo en la medida en que su variedad es respetada y pueden manifestarse libremente… Por esta vía nos damos cuenta, precisamente, de que la portadora de la cultura es la sociedad entera, tan pluralista como pueda serlo su cultura.[5]
[1] Véase, Braudel, Fernand, La dinámica del capitalismo, México,
FCE, 1986.
[2] Vid.,
Wallerstein, Immanuel, Análisis de
sistemas-mundo, Siglo XXI Editores, México, 2005, p. 79.
[3] Un análisis pormenorizado y
crítico del liberalismo y sus avatares puede verse en Wallerstein, Immanuel, Después del liberalismo, México, Siglo
XXI-CIICH-UNAM, 2004.
[4] Véase, Bartra, Roger, “Sangre y
tinta del kitsch tropical”, en su colección de ensayos, La sangre y la tinta, México, Océano, 1999, p. 20.
[5] Confróntese, Fuentes, Carlos,
“Nacionalismo, integración y cultura” en su colección de ensayos Nuevo tiempo mexicano, México, Aguilar,
1994, p. 92.
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