Una de las mejores
maneras de metaforizar la toma de un Estado por el principio de la mafia
y la violencia concomitante, es como una infestación. Remite a un proceso de
contagio creciente con diferentes grados de virulencia y a la posibilidad de
mitigarla, aunque quizá nunca de erradicarla por completo (después de todo, a
nivel mundial, del inmenso conjunto de enfermedades infecciosas existente, sólo
se ha podido erradicar totalmente una: la viruela negra). La metáfora es
pertinente porque encuadra la mente en un plano realista de acción, más allá de
los buenos deseos y las fantasías irrealizables.
Contrario a esto, en
términos generales, la postura de la gente de la calle en torno a la
colonización tanto de la institucionalidad estatal como de la vida pública por
parte del crimen organizado, es maniquea. Por un lado, existe un conjunto de
malditos, encabezados por los capos del narcotráfico y sus sicarios; y, por
otro lado, existen el gobierno y sus instituciones de fuerza pública encargadas
de resguardar y defender a la ciudadanía indefensa.
Justo esta
mentalidad fue la que explotó en México la administración de Felipe Calderón
Hinojosa para dar credibilidad ideológica a la “guerra contra el crimen” que
efectuó del 2006 al 2012. Sin duda, una cohesión de clase puede identificarse
en ello. El ex presidente, como buena parte de su electorado, pertenece a una
clase media alta mexicana chabacana, conservadora y de pensamiento lineal sin
muchas posibilidades de ver al mundo más que con cartabones manidos y
estereotipos simplificadores de lo social. El machacón eslogan de la publicidad
gubernamental de dicho sexenio, apoyando sus acciones bélicas contra el crimen
organizado, fue esclarecedor al respecto: “estamos luchando para que la droga
no llegue a tu familia”.
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El nacotráfico y los sueños de superación material de las inmensas clases empobrecidas del Tercer Mundo. |
Dividir el asunto
entre buenos y malos únicamente sirve para que las consciencias burguesas se
pongan del lado de los ángeles, como decía Luhmann al hablar de la moralización
de la política. Pero la realidad de las drogas es mucho más compleja, pertinaz
y ominosa que eso. Identifico, al menos, tres factores cruciales de ello:
A] Existe una sólida base de aceptación y legitimación
social del crimen en general y del crimen organizado, en especial. Ya no es
sólo que este sea una manera paralela al capitalismo tradicional para hacerse
con un tajo importante del plusvalor de la sociedad, restringido a clanes
dedicados a eso, sino que para amplios sectores de la población, es una opción
real y verdadera de movilidad social. En aquellos lugares de marginación
endémica, el narco ocupa funcionalmente el lugar que la universidad tuvo para la clase media hace
cincuenta o sesenta años: permite aspirar a un mejor futuro social y económico. Las
mantas de los Z, originalmente dirigidas a los miembros de la milicia, pero que
bien apelan a un amplio sector de la población, son contundentes al respecto: “te
ofrecemos buen sueldo comida y atenciones a tu familia ya no sufras maltratos y
no sufras hambre. Nosotros no te damos de comer sopas maruchas (sic)” (citado
por Viridiana Ríos y Steven Dudley en su artículo “La marca Zeta”, disponible
en http://www.nexos.com.mx/?P=leerarticulov2print&Article=2204328).
Que para
la gran mayoría de los que eligen esta alternativa, la muerte sea la acuciante
sombra de su trabajo es, prácticamente, irrelevante, y tiene su equivalente
funcional con la pertinaz sombra del desempleo para el asalariado convencional.
Es sólo una ecuación de aumento proporcional entre ganancia/riesgo laboral. O,
por lo menos, así se vive psicológicamente.
Asimismo,
junto con este sector de la población, amplio y clave para la expansión
explosiva del crimen organizado en diversas partes del mundo (y que, en el caso
mexicano, han retratado estupendamente libros como El narco de Ioan Grillo y La ciudad
del crimen de Charles Bowden), un importante grupo de la clase media ha
decidido también incorporarse a las filas de las actividades ilícitas:
abogados, médicos, ingenieros, contadores, desarrolladores de TI, prestanombres,
lavadores de dinero, políticos y empresarios, han participado por voluntad
propia de esta forma salvaje del capitalismo. En suma, al ser no tanto una
alternativa, sino la versión más radical de la obtención del plusvalor, el principio de la mafia genera sentido
para grandes, cuando no inmensos, sectores de la población de un país.
B] Cuando la infestación criminal es masiva, las
estructuras funcionales del Estado se encuentran expuestas a su corrosión. Esto
es algo mucho más amplio y más profundo que las anécdotas casi pintorescas de
alcaldes, diputados y gobernadores que facilitan el actuar de los
narcotraficantes y se enriquecen de esta manera. Es, en cambio, una instancia
que penetra estructuralmente en la performatividad estatal.
Como
toda forma de capitalismo, la productividad del crimen organizado necesita del
Estado para prosperar. Es cuando los sistemas político, jurídico y financiero de una
nación comienzan a ser cooptados por la funcionalidad criminal. Quizá al
principio con algún tipo de amenaza sobre el uso de la violencia para obtener
la cooperación de personajes decisorios clave (algún procurador [fiscal general],
un director de banco), pero básicamente porque se convierte en un elemento
económico esencial que instituye dinámicas cotidianas: un bono de productividad
permanente (productividad para el negocio de la mafia, se entiende) a todo lo
largo del sistema judicial: de los policías de investigación a los procuradores
estatales y federales que, como toda forma de estímulo económico, hace que la
interacción laboral gire en torno a su obtención; por medio de esto, las
grandes mafias criminales están en posibilidad de dirigir las acciones
policiacas y jurídicas a su conveniencia, algo que entre mayor es la debilidad
de un Estado, ocurre con más virulencia (cosa que ejemplificó prístinamente
Héctor de Mauleón en su reportaje “La ruta de sangre de Beltrán Leyva”,
disponible en http://www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=72985).
Por
igual, el trasiego monetario local, regional, nacional y global que los
intercambios mercantiles ilícitos manejan representa una inyección permanente
de liquidez para el sistema financiero. Grandes y medianos empresarios se
benefician directamente del dinero libre que las actividades del crimen
organizado ponen a su disposición y participan como testaferros, estrategas, administradores
y blanqueadores de las grandes y medianas mafias. De la misma manera, la clase
política de numerosos lugares del planeta, presta sus servicios a la
criminalidad mafiosa para hacerse con su tajada de las ganancias rápidas,
exorbitantes y libres de polvo y paja que sus actividades generan. Iniciativa
privada y servidores públicos al servicio de reducidos grupos de individuos y
no del bien común. Eso es algo en lo que han insistido especialistas en el tema
como Edgardo Buscaglia (un ejemplo de su postura puede verse en http://biblio.juridicas.unam.mx/libros/5/2199/9.pdf):
la corrupción es el combustible del crimen organizado. Sin ella, no podría florecer
de la manera tan exitosa como lo hace. Aunado a esto, se encuentra la radicalidad pragmática de la liquidez masiva de la productividad mafiosa. En México, por ejemplo, el cobro de un
impuesto del 3 por ciento sobre el monto de los depósitos bancarios en
efectivo, es la aceptación definitiva por parte de la autoridad de que el
dinero ilícito es bienvenido en el sistema bancario. No sólo se admite que ese
dinero circule libremente, sino que se le hace partícipe de la redistribución
del valor, vía tasaciones impositivas, propia de la razón de ser del Estado.
C] El ala conservadora de la sociedad ha insistido
sobremanera en la protección social contra el consumo de estupefacientes. Como
parte de su agenda política (y, casi siempre, también religiosa), ha
sobredimensionado el papel de la familia. Se dice que tal es el núcleo de los
valores, la educación sanitaria y la profilaxis mental en contra del uso de
drogas. Generalmente, se le hipostasia y se le convierte en una entidad etérea,
encapsulada por encima del sistema social y sus avatares.
Pero lo
cierto es que la familia, con toda su artificialidad histórica (que, hay que
recodarlo, comenzó siendo ante todo una forma de administración
socio-económica), es inerme y casi siempre inerte ante los procesos socialmente
generalizados de fomento de lo que Peter Sloterdijk ha llamado “inversión de la
absorción”. Esto es, el fenómeno típicamente moderno en el que el sujeto,
perdidos para siempre los controles místicos de las drogas santas, no es más el
que absorbe sus drogas, sino éstas las que lo absorben a él.
Esta
dinámica, esta exposición generalizada a ser absorbidos por las drogas (de
todas las cuales, la más legal, difundida y aceptada, el alcohol, es el ejemplo
paradigmático), es una condición estructural del sistema social contemporáneo. Su
complejidad sistémica es tal y se le exige tanto a los individuos que la olla de presión
de la vida productiva cotidiana tiende a estallar a manera de escapismo mundano
por medio de las drogas (y todos los que somos alcohólicos productivos sabemos
que, como dice el dicho de las redes sociales, la exquisitez del alcohol
finsemanario es directamente proporcional al estrés de la semana). En su ensayo
“¿Para qué drogas? De la dialéctica de huida y búsqueda del mundo”, recogido en
la colección Extrañamiento del mundo, Sloterdijk identifica en ello las siguientes dinámicas: 1) la Modernidad
excluyó la ritualidad metafísica y la remplazó con “el culto al dinero y al
éxito intramundano”. 2) “Quien no pueda acceder a esas drogas sustitutorias es
arrojado, de hecho, a las llamadas drogas duras”. 3) “Ahora se abre el camino
al consumo privado y profano de drogas y, en cuanto se pone el pie en él, se va
a caer irremisiblemente, en el agujero de la adicción”. 4) “Incluso se podría
decir que, en la modernidad, los adictos se diferencian de los sobrios sólo en
que aquéllos se han decidido por una alta velocidad de autodestrucción”. 5) “Esto
lo han entendido mejor los jefes de la mafia y los cabecillas de las sectas
políticas que los psicólogos sociales y los terapeutas”. En suma, para decirlo
con la crudeza característica del propio Sloterdijk, la solución al problema de la
adicción en todas sus formas, sólo marginalmente pasa por la familia y por la intervención
estatal, ya que, en realidad, tendría que desfondarse o revertirse la totalidad de nuestra
civilización para tales efectos; cosa, por supuesto, prácticamente imposible.
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El crimen organizado y su concomitante estela de violenta desinhibición estructural. |
Con este trasfondo
arribamos a la discusión en torno a lo que debería ser una estrategia mínimamente
virtuosa por parte del Estado para controlar la infestación criminal y violenta
en su interior. En el ámbito mexicano, uno de los que ha dado algunos
importantes lineamientos generales sobre el camino a seguir, ha sido el
investigador Eduardo Guerrero Gutiérrez,
quien en el punto más álgido de la guerra civil calderonista, publicó un duro
artículo científico sobre la absurda estrategia elegida (“La raíz de la
violencia”, disponible en http://www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=2099328);
allí afirmó: “A lo que sí puede y debe aspirar nuestro país en el futuro
inmediato es a reducir la violencia que cada vez crece y se expande más en su
territorio”. Básicamente, su propuesta realista establece lo siguiente: Olvidar
el objetivo central (obsesión, en tiempos de Calderón) de defenestrar los
liderazgos cupulares de los carteles del narcotráfico para privilegiar el
control de la criminalidad común que ha florecido en torno a la fragmentación de
las organizaciones delictivas, ocasionada por la intervención indiscriminada de
la fuerza policiaca y militar del Estado. La estrategia planteada por Guerrero
ha sido utilizada con eficacia en diversas ciudades de Estados Unidos: dejar
hacer a los criminales, excepto en aquellos delitos que más laceran a la
población, el secuestro en primera instancia. Se le conoce como estrategia
disuasiva: “...una estrategia disuasiva se centra en enviar mensajes a las
organizaciones criminales para desincentivar su comportamiento violento y las
acciones que tienen mayores costos en términos de vidas humanas y bienestar
social”.
En el caso mexicano,
la sugerencia entre líneas es dar cierta vía libre para el trasiego de
estupefacientes a EE. UU., con la finalidad de exportar el problema a quien
tiene una muchísima mayor capacidad bélica, logística y humana para combatirlo:
“Las prioridades de los dos países no son las mismas. Mientras que la política
de desarticulación de grandes organizaciones criminales es consistente con el
interés del gobierno de Estados Unidos de restringir la oferta de drogas en su
territorio, México necesita ahora enfocar sus esfuerzos en reducir la
violencia, incluso si esto implica destinar menos recursos a combatir el tráfico
internacional de drogas”. Todo ello tiene como trasfondo el reconocimiento de
una realidad ineludible: el crimen organizado, en general, y el narcotráfico,
en particular, están aquí para quedarse. Son la cabeza de la hidra de nuestra
época. Partir del supuesto de que se les puede combatir hasta el exterminio es,
sencillamente, un espejismo y un despropósito. Una ingenuidad clasemediera.
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Los más destacados analistas coinciden: México vive una guerra civil narcoinsurgente. |
Pasado el dislate
calderonista, con visos de comprender el problema como únicamente controlable,
pero nunca aniquilable, aunque ciertamente con palidez y un poco a tientas, las
actuales administraciones federal de la República mexicana y local de la Ciudad
de México, han lanzado dos propuestas que, sin contexto, suenan enigmáticas,
pero que concediendo un mínimo de astucia política a ambos gobiernos, irían por
el camino correcto para afrontar la infestación criminal nacional. La primera
de ellas fue la que emanó desde la Secretaría de Gobernación e hizo eco en los
medios masivos de comunicación y en la opinión pública en general: dejar de
hablar de la violencia desbordada en el país. O, en las matizadas palabras del
Subsecretario de Medios de Gobernación, Eduardo Sánchez, “que la presentación
de esta información no constituya en sí misma una exaltación de los
delincuentes y mucho menos una apología del delito y de la violencia” (puede
buscarse la nota en www.diariocritico.com).
Al principio, esto
fue interpretado mayoritariamente (quien esto escribe incluido) como una burda
campaña de maquillaje mediático para crear la percepción de que, en este país,
todo es maravilloso. No fue sino meses después de dicho anuncio oficial, que
parece encontrar pleno sentido la mencionada propuesta. Este verano anunció el
gobierno federal que ya no nombrará más por los alias con que son conocidas las
diversas organizaciones criminales que asuelan al país, que es irrelevante la
manera en que ellos se llamen a sí mismos y que no dará juego a sus auto denominaciones.
Una vez más, no se ofreció mayor contexto del asunto. Pero leyendo con cierto
cuidado estas declaraciones gubernamentales, parece que la estrategia ataca al
establecimiento de una extendida narcocultura mexicana. Que si bien está
firmemente arraigada en ciertos sectores de la población y no cederá pronto, sí
es necesario dejar de retroalimentarla por medio de algún tipo de nunca
bienvenida, pero a veces necesaria, censura. Realizar un esfuerzo federal para
sacar del lenguaje público las marcas de los narcotraficantes no es cosa menor
cuando abundan los elementos de un culto a ellos que incluyen leyendas,
canciones, loas, filmes y literatura apologética dedicados a elevar su actuar
nefando. Asimismo, la intención de disminuir las notas en torno al crimen
organizado lleva a pensar que, en paralelo, se está buscando algún tipo de
discreta negociación
entre los representantes del Estado y los jefes del narcotráfico cuyo tema
central sería el intercambio de vías libres (es decir, sin intervención del
ejército y la policía federal) para el trasiego masivo de enervantes hacia el
norte del continente, a cambio de la pacificación de zonas poblacionales en
donde el sicariato se ha expandido a crímenes del fuero común. Justo en el
espíritu de la propuesta de Guerrero Gutiérrez.
Es dable pensar esto
no sólo porque el PRI tiene una larga tradición de alianzas con el narcotráfico
(que quizá ahora se puedan utilizar para el bien público y no sólo para el
consuetudinario enriquecimiento ilícito de funcionarios pertenecientes a dicho
partido político), sino por un simple principio de realidad política: se ha
llegado a un punto en el que es imposible extirpar definitivamente el problema
y es igualmente imposible convivir con él, en consecuencia, debe haber algún
tipo de negociación a puerta cerrada para comenzar la pacificación del país.
Esto no es nada nuevo y, por lo menos, desde los pactos de la Corona inglesa
con los piratas del Atlántico, ha sido una facultad que los Estados se han reservado. Por supuesto, lo anterior es una mera especulación que sigue la
lógica del pragmatismo político, necesario para el funcionamiento del Estado.
Si no existe este trasfondo y, por lo contrario, solamente se tiene una
“estrategia” de simulación mediática, el actuar gubernamental será igual de
erróneo que el de la administración anterior, sólo que ahora no por
negligencia, sino por omisión.
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Espléndida obra de análisis sobre el crimen organizado mexicano, del investigador inglés Ioan Grillo. |
Lo segundo que ha
dado que pensar en las últimas semanas ha sido la apertura del debate en torno
a la legalización de la producción y el consumo de marihuana por parte del
gobierno de la Ciudad de México. Queda aún por determinar si, en tanto que
localidad, el Distrito Federal tiene las suficientes atribuciones legales para
tales efectos, pero lo central del asunto es haber llevado a la opinión pública
el tema de la legalización. En una sociedad tan conservadora como la mexicana y
en la más liberal de sus ciudades, las encuestas daban un 15% a favor y 46% en contra
de la propuesta (véase, “Encuesta: 49% en total desacuerdo con legalizar la
marihuana” en www.adnpolitico.com/gobierno). En general, la gente tiende a moralizar
el asunto y hay absurdos como quien es abiertamente alcohólico que se opone en
términos morales a la liberalización de la cannabis, si bien el apoyo aumenta
entre quienes tienen mejor instrucción y mayores ingresos.
No obstante, más
allá de la opinión de la gente de la calle, hay diversas ventajas en materia de
salud y vida pública, entre ellas, para el consumidor serán las de no ser
tratado como criminal, la de tener espacios seguros para la compra y consumo, asegurar
un mínimo de control de calidad de lo que se fuma, tener a mano un ambiente
social cercano de auto protección (como el famoso “quitar las llaves” al
borracho que pretende manejar) y la posibilidad de entrar sin vergüenza social
a círculos clínicos para el control de las adicciones.
De manera cierta, un
tema de fondo es la transformación de los narcotraficantes en señores
empresarios. Más allá de que con la profundidad filosófica que le caracteriza,
Sloterdijk ha argumentado en su obra En
el mundo interior del capital que, en el inicio de la era moderna, pirata y emprendedor
se hermanan para dar pie a una intensa explotación planetaria (de recursos
humanos, materiales y animales), el asunto remite, una vez más, a una cuestión
básica de realismo político. Es una manera de cooptar a los que dirigen y
coordinan la producción de la marihuana hacia el seno de la recaudación fiscal
y hacia los cauces de los negocios regulados estatalmente. Poner un cerco
público al núcleo de sus ganancias ilícitas (ciertamente no exclusivo, pero sí
el más importante centro de generación de su capital). Habría que tener una “ley del
perdón”, similar a la “ley del punto final” que se tuvo en Argentina durante la
transición a la democracia para con los militares que cometieron crímenes
contra la humanidad, aunque allá el caso era mucho más grave, ya que los
ilícitos se cometieron desde el Estado hacia su población y, en el caso que
ahora nos ocupa, el crimen organizado, por definición, opera al margen o en
contra de la ley y nada diverso se puede esperar de su actuar. En efecto, con
una “ley del perdón” habría un margen de laceración de la opinión pública, pero
dada la potencia de fuego y los niveles de riqueza que el negocio de las drogas
produce, la conversión de los capitalistas sanguinarios en capitalistas sin
más, bajo la anuencia del Estado deberá interpretarse como un mal menor en
beneficio del futuro nacional; uno en el que, por lo menos, se haya conjurado
la guerra civil en curso.
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Charles Bowden y una tesis arrojada y sugerente: la narcosociedad es el extremo del capitalismo tardío. |
Admitir que el
narcotráfico puede convertirse en uno como cualquiera otro de los negocios y
empresas convencionales del sistema-mundo capitalista tiene, por lo menos, dos
grandes implicaciones de orden civilizatorio:
1] En el nivel de la dinámica
histórica del capitalismo, el crimen organizado y una de sus más virulentas
variantes como es el narcotráfico, ha surgido como una especie de
literalización de la semántica bélica inherente a la competencia empresarial en
el mercado. Ha tenido un éxito rotundo debido a la dinámica de estresamiento
masivo de la psique individual, propia de la civilización tecnocientífica. En
última instancia, sin la etérea ontología del escapismo mental, no existiría la
bonanza del negocio. El capitalismo estatalmente organizado (es decir, el único
que realmente ha existido, puesto que el “libre mercado” es sólo una invención
ideológica del siglo XVIII) busca ahora las maneras de reintegrar en su lógica a
la rama virulenta que, por su parte, tiene facciones que intentan
independizarse de cualquier cauce estatal; es ahí donde se han dado los experimentos de
narcomilicia, narcoguerrilla y narcoanarquismo, especialmente vinculado con el
pandillerismo nihilista de cuño latinoamericano. La intentona de reencauzar al
narcotráfico no tiene otra coherencia, sino la del atractivo que sus inmensas
ganancias tienen tanto para los Estados y sus arcas como para el resto de
empresarios y sus cuentas de inversión. Se verá qué rumbo toma este toma y daca
capitalista en el mediano plazo.
2] El reconocimiento de que la industria de
los estupefacientes está a la par de la industria del entretenimiento como
placebos ilusorios pero eficaces para la liberación de presión psicológica para
las grandes masas productivas del mundo entero. Porque adicto no es sólo el junkie evidente, desempleado perpetuo
con la vida familiar, comunitaria y social arruinada para siempre, sino el
oficinista que se cuelga del porno virtual por horas enteras, bebe hasta el
desmayo los viernes por la noche o cuando juega la Selección Nacional, o se
gasta media quincena en el casino de la esquina. Es el hombre y la mujer de la
calle que considera indispensable para su estabilidad mental un espacio de
escape del mundo, aunque sea por unas horas. Y mientras algunos se pierden en
el debate moral entre drogas de ángeles y drogas demoníacas (en último término,
todas son esto último: “Y es que en condiciones de consumo privado ─escribe
Sloterdijk─, toda sustancia psicotrópica acaba por cumplir, tarde o temprano,
la definición de lo demoníaco. En la relación con el demonio, pierde el sujeto
su voluntad en favor de su más poderoso socio”), aquellos que las consumen
tienen el derecho a elegir dar malabares en el abismo, a rehabilitarse en la
medida de lo posible, e incluso a saltar en el vacío; pero sobre todo, tienen
derecho a hacerlo sin estar entre balazos
de norte a sur y de este a oeste.