La víspera del día de la Virgen de Guadalupe,
cientos de miles de fieles llegan a la Basílica de la Villa en el norte de la
Ciudad de México. En el transcurso de las horas subsecuentes, las masas
aglutinadas en torno al recinto religioso, concebido por el arquitecto Pedro
Ramírez Vázquez en clave modernista, suman millones, saturando la sede de
adoración, la explanada en torno suyo, las calles y avenidas aledañas y buena
parte de la ciudad al fin. Provenientes de todos los estados de la República,
del resto de Latinoamérica, de Estados Unidos, incluso de Europa, los
peregrinos muestran un fervor peculiar, profundo, convencido, que en no pocas
ocasiones se vuelve exagerado e insensato. Los sangrantes, los arrodillados
andantes, los abstraídos en sus plegarias, los extáticos en rituales con fuertes
componentes sincréticos, los concentrados en pedir milagros, los llorosos de
alegría convencidos de que su milagro ya les ha sido concedido, los que prometen
algo en señal de agradecimiento, los pragmáticos que prefieren el “toma y daca”: “concédeme esto y yo hago aquello”.
Multitudes olorosas colmando la iglesia,
confundiendo sus cuerpos, los humores personales, de días de acampada, horas de
autobús, en bicicleta o a pie desde pueblos lejanos, mezclándose con los olores
de alimentos en la inmensa explanada: tamales, panecillos de leche, “gorditas
de nata” les llaman, granos de elote hervidos y sazonados, tortas, tacos de
canasta, atole, gaseosas y aguas frescas, pulque y mezcal furtivos. Entre todo
esto, las manifestaciones arcaicas de la ritualidad pagana fundiéndose con la
dogmática católica: los danzantes con atavíos de tipo prehispánico, los
chamanes que imploran en lenguas vernáculas con túnicas y penachos, esparciendo
incienso y barriendo el suelo con alijos de yerbas. El festín del sincretismo
hispano-indígena que explota festivo el día de Guadalupe.
Todos los asistentes están atados a la imagen. Un
remolino iconofílico alrededor de la estampa guía, la centenaria y milagrosa,
de la que dice la tradición oficial católica que sus colores flotan sobre el
ayate (la pretendida manta de agave sobre la que la mano milagrosa de la madona
hizo su sentido autorretrato), que se ha preservado intacta durante más de tres
siglos, y que sus ojos reflejan una escena oblicua y en profundidad, tal como
lo hacen los ojos humanos: milagro científicamente comprobado, por más que esto
sea un oxímoron descomunal.
Lo cierto es que lo que es históricamente más
preciso es que fue pintada por un indígena de la primera mitad del siglo XVI,
conocido como Marcos, que reproducía motivos
virginales que rondaban la iconografía de la época; su trabajo artesanal formó
parte de una serie figurativa que tuvo adaptaciones diversas, las cuales al
mismo tiempo compartían motivos recurrentes de aquellos tiempos: las manos en
oración, el gesto amable, la túnica de estrellas, la corona original (la
investigadora polaca Malgorzata Oleszkiewicz detalla esto en su obra The Black Maddona); en este sentido, la
imagen de la Virgen de Guadalupe es una versión a la medida de las necesidades
estético-fideístas de la Nueva España, que pese a los reparos sobre el sincretismo de la
imagen y del lugar de culto, antigua loma de ofrendas a la diosa-madre Coatlicue,
hechos por eminencias franciscanas de la época, como Fray Bernardino de
Sahagún, las autoridades eclesiásticas virreinales posteriores vieron con
astucia la oportunidad de atraer al culto mariano a miles de indígenas atados a
sus tradiciones cúlticas de siglos.
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Basílica de Guadalupe de Pedro Ramírez Vázquez. |
Como siempre ha ocurrido en la dinámica religiosa
católica, la metafísica necesita ser institucionalizada para perdurar,
prodigios burocratizados para el consumo de la grey; así, los milagros, para
serlo, primero se narran y se fetichizan y luego se lanzan a la consciencia
colectiva de la masa de fieles. La reunión directiva eclesiástica de mediados
del siglo XVII, postuló entonces que el fin de año de 1531 sería el anclaje pretérito
preciso para la erección de la historia sagrada de Nuestra Señora de Guadalupe.
La historia se contó entonces por retrotracción: con el eco mortuorio de la
conquista resonando rutilante, con la figura central del arzobispo de la Nueva
España, Juan de Zumárraga (impulsor de la primera estructura de sistematización
del pensamiento europeo en la terra nova
americana, por medio de centros de estudio colegiados), aconteció el milagro
del Tepeyac por decreto de la élite administradora de cultos de 1647.
Sólo bastó describir una circunstancia creíble (un
indio paseando por el monte solitario), estructurarla con la lógica del
milagro: lo extraordinario sin explicación plausible, pero rotundo en su
materialidad, e incrustar dicho evento prodigioso sobre una fe cebada por
siglos de pensamiento mágico. ¿De qué otra manera, si no esta, pudo cohesionar
multitudes la iglesia católica al narrar un hecho tan simple y, en el fondo
pueril, como un ingenuo autorretrato virginal? En este orden de ideas, el agrio
debate al interior del historicismo católico sobre la existencia de Juan Diego,
es en verdad baladí: para los fines de la instauración de la leyenda milagrosa,
cualquiera pudo haber sido Juan Diego (tal fue el sentido del aserto a la vez
realista y cínico del abad Schulenburg: “Juan Diego no es una persona, sino un
símbolo”).
Pero al final, estas disquisiciones sobre la
confección del precepto de los milagros guadalupanos, quedan en segundo plano
ante la dinámica social desatada por el culto a Guadalupe. El evento metafísico
o ficticio de la pintura aparecida ex
nihilo en una manta indígena de burda hechura, no explica en sí mismo las
riadas de personas excitadas, ensimismadas y concentradas en una relación
íntima con la Virgen y su fetiche iconográfico. Los miles y miles de peregrinos
que arriban a la capital del país para solventar el éxtasis de su euforia
devota. Algunos de ellos viajando en condiciones extraordinariamente precarias
e, incluso, arriesgando la vida por caminos depauperados en vehículos
desvencijados, en bicicletas por autopistas o en largas caminatas de enfermos terminales
que buscan no tanto la purificación pre
mortis de su alma, sino la sanación efectiva de sus dolencias físicas por
medio de la intervención de la señora celestial.
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Peregrinos de rodillas |
Lo que ahí se desencadena es el arquetipo de la
madre. La estructura profunda de la psique humana que afirma la dualidad
ancestral, dadora de vida, de cobijo, de mundo: el embrión y su portadora; el
útero primigenio, el sollozo del océano interior que se fija para siempre en el
subconsciente de todos y cada uno de nosotros, porque en el principio no fue el
Dios orfebre, arcillero metafísico (“metaorfebre”, en palabras de Sloterdijk),
sino la madre, la contenedora del espacio nutritivo sin el cual, simplemente,
ninguna existencia humana es posible. Por eso en el mito del milagro, en la historia
canónica de las apariciones marianas al indígena humilde, la parte central de
la historia no pasa por las rosas improbables, ni por la pintura prodigiosa, ni
por la estupefacción del arzobispo, sino por la rotunda frase matriarcal: “¿No
estoy aquí que soy tu madre?”.
En su ensayo fundamental sobre el particular, “El
arquetipo de la madre”, Carl Gustav Jung asentó que este arquetipo tiene las
siguientes características: “la autoridad mágica de lo femenino, la sabiduría y
la altura espiritual que está más allá del entendimiento; lo bondadoso,
protector, sustentador, dispensador de crecimiento, fertilidad y alimento; los
sitios de la transformación mágica, del renacimiento; el impulso o instinto
benéficos; lo secreto, lo oculto, lo sombrío, el abismo, el mundo de los
muertos, lo que devora, seduce y envenena, lo que provoca miedo y no permite
evasión”. En la medida que los arquetipos, tal y como los planteó de manera
prolija el eminente psiquiatra suizo, son pautas de comprensión innatas y
generales, que se revisten con motivos, escenas e historias culturales
específicas, es posible ver en el culto a la Virgen de Guadalupe, la
actualización de dicha pauta profunda de la psique humana en una multiplicidad
de manifestaciones sociales.
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La imagen con el vidrio antibalas. |
Esto ya lo sabían de manera intuitiva las
autoridades eclesiásticas coloniales y por ello erigieron el mito del milagro,
el templo y el centro de culto en la región del Tepeyac que hasta la fecha
continúa vigente: sobre la estela de la actualización india del arquetipo de la
madre en Coatlicue, se transfiguro éste en el de la madre María. Desde los
tiempos de la Nueva España, entonces, hubo consciencia de que en torno a la
adoración a María Guadalupe había laxitud; un espacio simbólico y cognitivo que
no podía ser plenamente regulado por la cardinalidad teológica novohispana. La
estrategia de atracción de las masas indias al culto a la virgen, dejó un claro psicosocial que fue
cubierto con las creencias autóctonas tradicionales. El culto a Guadalupe nació
híbrido y abierto; en ese espacio se instalarían a través del tiempo las más
diversas necesidades colectivas de protección maternal y, por tanto, uterina:
de la reforma del Estado criollo iniciada en 1810 a la reacción conservadora a
la penetración del laicismo en el asalto burgués a la cúpula de la nación, como
fue la guerrilla cristera en los años subsecuentes a la revolución mexicana.
Asimismo, la instauración del canon de los milagros
guadalupanos se entrelazó con el asentamiento de un quebranto civilizatorio
mayor: la disolución definitiva del mundo de la vida prehispánico. Por
supuesto, dicha pérdida dio lugar posteriormente a una cultura nueva y
paradójica, pero en el ínterin, como toda transición civilizatoria, provocó en
las personas entrelazadas en grandes conjuntos poblacionales, la imperiosa
necesidad de buscar arropamientos cósmicos ante el desplazamiento incierto de
antiguas seguridades. Por ello, el icono de la virgen mexicana tuvo
reverberaciones inmensas; por ejemplo, el manto estelar que la recubre,
variación de vírgenes marinas tardo renacentistas, evoca un cobijo cóncavo
universal, un hiper útero dispuesto a incluir en su seno a todo aquel que elija
penetrar en su calidez metafísica. O qué decir de su representación morena cuya
contundencia fue más poderosa que su fisonomía de corte europeo, haciendo pensar
a los colectivos nacionales que en su mágica aparición había mimetizado su
color con el de las mayorías dejadas a la deriva espiritual por el
avasallamiento de la conquista; desde entonces fue afirmada como una verdadera
advocación mexicana de la madre de Dios.
No es casual, en consecuencia, que más allá de la
grey estable de fieles católicos, en los momentos de transiciones
socio-históricas mayores, una pléyade de tipologías sociales converjan en torno
a estos símbolos de abrigo cósmico. En la actualidad vivimos justamente una de
esas transiciones civilizatorias a nivel global, cuyo periodo “puente” se ha llamado
de manera consensuada, “postmodernidad”. En éste, ha habido un recrudecimiento
del culto guadalupano (no es fortuito que en el 2009 se haya implantado el
récord de 6.5 millones de peregrinos a la basílica) con una diversidad de
elementos nuevos. En la medida que el arquetipo de la madre abarca lo mismo la
madre personal que la tierra; la madre sustituta distante que las catástrofes
naturales devastadoras, caben en la adoración guadalupana lo mismo el kitsch mediático de “Las mañanitas”
televisivas que su cruda complementación con la figura de la Santa Muerte, entre
un creciente conjunto poblacional con fundamento vital delincuencial. Porque la
Virgen de Guadalupe no está en los pretendidos milagros que hizo y que supuestamente
continúa haciendo, ni en una pintura antigua numerosas veces retocada que pende
envuelta en cristal anti balas en la edificación de Ramírez Vázquez, sino en la
esencia psíquica de nuestra especie, en la irrefrenable consciencia profunda de
que fuimos arrojados del máximo cobijo de los mamíferos, pleno de seguridad y
vida, y a él quisiéramos regresar siempre al sentir la inclemencia de la vida a
la intemperie.*