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Revista Replicante

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lunes, 2 de septiembre de 2013

Estado y multiculturalismo

El Estado nación es una invención reciente. Desde la perspectiva de la larga duración histórica, su nacimiento coincide con el surgimiento del capitalismo, hace quinientos años.[1] En su encarnación más reciente (del siglo XIX en adelante), ha intentado amalgamar, consolidar y fundir la diversidad de cosmovisiones que pueblan un espacio geográfico compartido por medio de una ideología única que coincide estructuralmente con él.
Para cumplir con este propósito, quienes por diversas razones (portadores de la tradición, movimientos independentistas, revoluciones) se han hecho con el poder del Estado, se han valido de diversas estrategias pragmático-conceptuales para darle espesor:


Las naciones no son otra cosa que mitos en el sentido en que son creaciones sociales, y los estados desempeñan un papel crucial en su construcción. El proceso de creación de una nación incluye el establecimiento (en gran medida una invención) de una historia, una larga cronología y un presunto grupo de características definitorias (incluso aunque grandes segmentos de la población incluida no comparten dichas características).[2]

En este orden de ideas, el Estado-nación tiene como objetivo primordial el control. Control en el sentido neutro de cercar, delimitar, establecer una colindancia frente a la inestabilidad de las dinámicas sociales caóticas. Su razón de ser inicial ha sido la instauración unilateral de los más encomiables ideales de la Ilustración: progreso, democracia, equidad.
Durante la época de esplendor de los Estados nacionales (más o menos en los cien años que van de 1850 a 1950), la consecución de tales logros fue el ideal regulador de su dinámica. A diferencia de los intentos antiguos de consolidación nacional por medio de la dominación militar de las culturas diversas de los poderes centrales del sistema-mundo, como fue el caso de la Conquista española de América, la consolidación del Estado nación moderno parte de la ideología liberal.


Las megalópolis son uno de los resultados del Estado nacional moderno.

En términos generales, la ideología liberal propugnó tres cosas: 1) en política, lo normal es el cambio, no el anquilosamiento; 2) en materia decisoria, la soberanía pertenece al pueblo y no a las élites, y 3) en el reparto de la riqueza, habría de ponerse énfasis en la progresiva mejora de la distribución de la prosperidad.[3] Para llevar estas premisas a su consecución virtuosa, el Estado nacional necesitó aglutinar de manera sólida a todos los grupos sociales y culturales que coexistían dentro de sus fronteras.
Desde sus concepciones embrionarias en el tardo medievo y el Renacimiento, el Estado nacional ha estado conformado por una pluralidad de culturas, creencias, religiones, tradiciones y lenguas. En un principio, lo que unió esta multiplicidad social fue la pragmática de las alianzas políticas, económicas y militares. Éstas derivaron en alianzas territoriales y en la proclamación, como consecuencia, de una soberanía estatal con base en fronteras geográficas definidas, así como el reconocimiento formal por el resto de los estados. A partir de ahí, se gestó la idea de una identidad común, propia y distintiva del Estado nación. Se inventó así una cultura, una historia y una cosmovisión unificadas. O en principio unificadas.


Las villas miseria de todo el mundo son un signo del cansancio del modelo del Estado-nación actual.

En realidad, este lance nunca llegó a completarse de manera cabal. Siempre tuvo resistencias, choques e incomodidades. Durante la Alta Modernidad (más o menos de la Revolución francesa a la Segunda Guerra Mundial), la mayor parte de las veces, estas contrariedades se resolvieron por medio del esfuerzo político de balancear los intereses particulares con el interés general de la nación. La tolerancia de la ideología unilateral propugnada por el Estado nacional ante las ideologías minoritarias sostenidas por diversos grupos poblacionales en su interior. Esquemáticamente, la estructura de tal esfuerzo de consolidación del Estado-nación es la siguiente:










Figura 1: Esquema del Estado nacional cohesionador.


El triángulo omniabarcante representa al Estado nacional con su estructura político-administrativa unificada en torno a una ideología universalizable de presupuestos ilustrados. Los cuadros en su interior representan las diversas agrupaciones socio-culturales que coexisten dentro del marco de la soberanía estatal; es decir, al interior de sus límites político-geográficos.
La intención primordial de esta distribución de las fuerzas al interior de una nación fue lograr un balance, una armonización, de los elementos divergentes en juego. Su logro permitió el desarrollo de buena parte de los países del sistema-mundo moderno y propició la formación del sistema global tal y como lo conocemos en la actualidad. En muchos lugares del planeta, posibilitó la expansión de la educación, la integración multirracial y la universalización del sistema sanitario y de salud pública. El mundo contemporáneo no se entendería sin este desarrollo evolutivo de los estados nacionales.
Sin embargo, el esfuerzo presentaba una desventaja que a la larga devino problema mayor: la distribución del poder (decisorio, económico, social) era desigual y tendía siempre a la cima del Estado; en la que se encontraban, de acuerdo con el pensamiento liberal, los “expertos”, los “científicos”, los “técnicos” capaces de guiar al resto de la sociedad hacia los fines de la racionalidad modernizadora.
Al dar este paso arriesgado, quienes detentan el poder en un Estado nacional sufren de una carencia de perspectiva sobre su quehacer, intencionalidad y prospectivas. Cuando esto ocurre, se cae en el riesgo de pensar a la totalidad social multipolar que vive en el espacio artificial de la soberanía estatal como un mero apéndice de ésta. Es el momento en que lo que fueron principios reguladores ideales encomiables, se transforman en metáforas sedimentadas carentes de correlato empírico.
Se habla entonces de “espíritu nacional”, “esencia del mexicano (del chino, del español, etcétera)”, “destino histórico” y demás. La ideología unificadora del Estado nacional deviene nacionalismo. El nacionalismo «es la transfiguración de las supuestas características de la identidad nacional al terreno de la ideología. El nacionalismo es una tendencia política que establece una relación estructural entre la naturaleza de la cultura y las peculiaridades del Estado».[4]
Las consecuencias prácticas de todo ello son negativas: el Estado nacional realiza una sorda integración ideológica que ni es completa ni es consecuente con la realidad plural que lo conforma; centraliza el poder y excluye a los grupos minoritarios de interés; y absorbe a los particularismos político-sociales en su lógica corporativa elefantiásica.


La seguridad, emblema de la razón de ser del Estado, muchas veces deviene en represión.


Todo organismo nace, se reproduce y muere. Si entendemos a los Estados nacionales como organismos, veremos que a lo largo del tiempo sufren un desgaste que los lleva a su desenlace. Es importante subrayar que esto no quiere decir que lo que conocemos como naciones vaya a desaparecer, sino sólo que los presupuestos teórico-políticos sobre los que se han fundado se encuentran en un trance evolutivo. Es decir, en el momento de una transformación de sus antiguos enclaves por unos nuevos, más apropiados a las circunstancias actuales.
El Estado nacional moderno surgió como una necesidad histórica. Persiguió fines positivos de unificación territorial, revistiéndolos con las ideas humanistas y universalistas de la Ilustración. La estrategia para lograrlo fue la unificación de la diversidad social bajo la guía rectora de una ideología común. Ese modelo ha llegado a su fin. El reto contemporáneo es rescatar lo mejor de él, transformando radicalmente sus desventajas, entre las que se encuentran el autoritarismo, el anquilosamiento administrativo y el olvido de las necesidades particulares de las diferentes comunidades que lo integran. Para decirlo en palabras del fallecido escritor mexicano Carlos Fuentes:


Tradicionalmente identificadas la coincidencia de nación, territorio y Estado como unidades correspondientes, la singularidad de la cultura es, paradójicamente, su pluralidad. Nación y territorio, nación y Estado, pueden coincidir unitariamente. Nación y cultura actúan como elementos de adhesión e identificación sólo en la medida en que su variedad es respetada y pueden manifestarse libremente… Por esta vía nos damos cuenta, precisamente, de que la portadora de la cultura es la sociedad entera, tan pluralista como pueda serlo su cultura.[5]


[1] Véase, Braudel, Fernand, La dinámica del capitalismo, México, FCE, 1986.
[2] Vid., Wallerstein, Immanuel, Análisis de sistemas-mundo, Siglo XXI Editores, México, 2005, p. 79.
[3] Un análisis pormenorizado y crítico del liberalismo y sus avatares puede verse en Wallerstein, Immanuel, Después del liberalismo, México, Siglo XXI-CIICH-UNAM, 2004.
[4] Véase, Bartra, Roger, “Sangre y tinta del kitsch tropical”, en su colección de ensayos, La sangre y la tinta, México, Océano, 1999, p. 20.
[5] Confróntese, Fuentes, Carlos, “Nacionalismo, integración y cultura” en su colección de ensayos Nuevo tiempo mexicano, México, Aguilar, 1994, p. 92.

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