I
En su demoledora obra Meridiano de sangre (Debate, Barcelona, 2001), el escritor estadounidense Cormac McCarthy realiza una provocadora interpretación novelística sobre el significado de la guerra. Una dinámica de la energía, del orden y del azar surgida de los principios fundamentales que conforman y han conformado por siempre a la raza humana. Principio metafísico inevitable cuyo orden y configuración poseen una lógica intrínseca, autorreferente y excluyente de todo cuanto le es ajeno; el caos configurando su propio orden: perfecto, racional, frío e inmutable.
La guerra: ciclo existencial que nos ha perseguido y moldeado desde que, de acuerdo con la tradición a un tiempo fantástica y arquetípica, Yahvhé tuviera a bien crear los primeros seres para luego obsequiarlos con su crueldad; encarnizándola y dejando que se encaramara en el libre albedrío de sus criaturas de barro primigenio.
En efecto, alegórica, exhaustiva y grandilocuente como es, la Biblia manifiesta en el libro primero de la Creación la clave hermenéutica paradigmática para dar cuenta de la guerra. Dios pone a sus engendros en el Paraíso con el fin de tentarlos. Jugar perversamente con sus voluntades. Regocijarse en su crueldad. Por supuesto, ceden a la tentación. Al hacerlo, los castiga con la fatiga y el sufrimiento, expulsándolos del Edén. Pero ese no fue todo el regalo punitivo. Les transfiere algo más: su crueldad divina. Es decir, el germen de la guerra que adquirirá espesor existencial propio, separándose de cualquier enclave moral que pudiera implicar el término “crueldad”.
Perteneciente a un nivel básico de cuanto hay, de lo que ha acaecido en esta Tierra, la guerra no podrá ser entendida con la suave retórica moral del código bueno/malo, como tampoco podrá serlo, en este nivel fundamental, con la interpretación bivalente instrumentalista útil/inútil o necesaria/innecesaria. La guerra simplemente es. Ha estado ahí desde el principio de los tiempos ligada a sus más finos intérpretes: nosotros. “El oficio supremo a la espera de su supremo artífice”, dice McCarthy en la obra referida en voz del personaje del Juez Holden.
Al igual que el sistema de comunicación global que conforma el sentido de la sociedad rebasando e independizándose de los sujetos individuales que son el sustrato necesario pero no suficiente para su desarrollo y existencia en la sociología de Niklas Luhmann, la guerra es un fenómeno que flota con libertad más allá de las interacciones subjetivas concretas; las traspasa, corta, excede y determina corriendo a lo largo de los vértices del tiempo y el espacio. Más allá de los momentos ahistóricos cuyos vestigios apenas puede interpretar la antropología, y hacia el futuro incierto pero conjeturable que la predicción exhaustiva sólo puede imaginar.
Lo anterior puede parecer una apología de la guerra. No lo es. Tampoco abre la puerta para una crítica de dicho fenómeno. Ni una ni otra hallan pertinencia al intentar un acercamiento a la guerra. Para cumplir este fin, la mejor herramienta disponible es el lenguaje metafísico. La tesis general es que la guerra es un principio consustancial a la humanidad que se ha manifestado de múltiples formas a lo largo de nuestra permanencia planetaria. La historia hace un recuento y un retrato aproximado de tales manifestaciones bélicas. El acercamiento sociológico explica las razones y causas que dan lugar a cada conflagración en particular; factores políticos, económicos, religiosos y tecnológicos. El trabajo pendiente, aunque ya hay avances significativos, de la psicología y la antropología es explicar los mecanismos profundos y básicamente invariables que predisponen al homo sapiens para la guerra. La metafísica, rama primigenia y testaruda de la filosofía, habrá de colorear la persistencia de la guerra; intentar cercar la realidad de esa luminescencia pletórica de destellos de muerte y aparente sin razón tan inmemorial como nuestros dioses.
Es así que el cúmulo de quejas y acercamientos bienpensantes y políticamente correctos de nuestros días acerca de la guerra –de los pronunciamientos de los pop stars a los white papers de las ONG mundiales, pasando por los comentaristas políticos y foros intelectuales– deberán verse como vacuos y carentes de perspectiva; meras manifestaciones de buenos deseos personales e institucionales. El defecto central de ellos es el reduccionismo moral del fenómeno. Si ha de comprendérsele ampliamente, éste no puede ser visto de manera moralizante. Al hacerlo, se obstruye la observación de dos aspectos centrales: su positividad y las antinomias hermenéuticas que le siguen.
El poder, instruyó Michel Foucault, crea cosas. Normas, instituciones, maneras de vivir y métodos para morir. Es positivo. Entendido esto último en el sentido de eficacia, producción, movimiento, coerción –como cuano decimos Derecho positivo comprendiendo por ello su efectividad coercitiva– y no en el sentido coloquial que implica bondad o deseabilidad. Similarmente la guerra. Modifica relaciones de poder, esferas de influencia, reordenamientos geográficos, líneas fronterizas, organizaciones sociales, estilos y conceptos de vida; relaciones religiosas, estéticas y personales. Crea. Instaura la muerte e inyecta movilizaciones humanas. Mucho más de lo que pudieran hacer los enemigos naturales de nuestra especie cuando se enseñorean con similares capacidades destructivas. Los llamamientos tradicionales a la paz pasan de largo esta positividad inherente a todo acto guerrero. Por supuesto, es natural al género humano desear siempre la vida (desde que es un principio innato de conservación) y no la muerte; sin embargo, el análisis objetivo habrá de reconocer la realidad dinámico-productiva en el desarrollo de las guerras convencionales.
Asimismo, la incomprensión de los alegatos bienpensantes resplandece al chocar contra el prisma de las antinomias exegéticas acerca de las distintas manifestaciones bélicas históricas. Ejemplos. De acuerdo con el pensamiento occidental tradicional, la Segunda Guerra Mundial (1938-1945) es vista como una conflagración epopéyica con dos bien diferenciados bandos: los malos –el Eje– y los buenos –los Aliados–. Las acciones de los primeros fueron nefastas e injustas, mientras que las de los segundos gloriosas y justas. La guerra nazi es condenable, pero la angloamericana encomiable. Por igual, para el pensamiento izquierdista guerras de revolución como la española, la cubana y la iraní; de independencia como la de Algeria, Angola y Zaire; o de resistencia comunitaria como las de Corea y Vietnam han sido positivas. En tanto que para la derecha, las victorias israelitas sobre el mundo árabe y las numerosas y recurrentes intervenciones bélicas estadounidenses alrededor del mundo son loables y necesarias. Entonces, ¿qué ocurre? ¿Existen algunas guerras buenas y otras malas? ¿Pero no se suponía que la guerra en sí es negativa? No: lo que demuestran las antinomias interpretativas de la guerra es que ésta no es susceptible de ser analizada desde el punto de vista moral que, ciertamente, es el más cómodo. Cosa que va bien para nuestros queridos artistas pop y misses de belleza, pero no para aquel que intenta adentrarse con otra perspectiva a estos asuntos.
En su demoledora obra Meridiano de sangre (Debate, Barcelona, 2001), el escritor estadounidense Cormac McCarthy realiza una provocadora interpretación novelística sobre el significado de la guerra. Una dinámica de la energía, del orden y del azar surgida de los principios fundamentales que conforman y han conformado por siempre a la raza humana. Principio metafísico inevitable cuyo orden y configuración poseen una lógica intrínseca, autorreferente y excluyente de todo cuanto le es ajeno; el caos configurando su propio orden: perfecto, racional, frío e inmutable.
La guerra: ciclo existencial que nos ha perseguido y moldeado desde que, de acuerdo con la tradición a un tiempo fantástica y arquetípica, Yahvhé tuviera a bien crear los primeros seres para luego obsequiarlos con su crueldad; encarnizándola y dejando que se encaramara en el libre albedrío de sus criaturas de barro primigenio.
En efecto, alegórica, exhaustiva y grandilocuente como es, la Biblia manifiesta en el libro primero de la Creación la clave hermenéutica paradigmática para dar cuenta de la guerra. Dios pone a sus engendros en el Paraíso con el fin de tentarlos. Jugar perversamente con sus voluntades. Regocijarse en su crueldad. Por supuesto, ceden a la tentación. Al hacerlo, los castiga con la fatiga y el sufrimiento, expulsándolos del Edén. Pero ese no fue todo el regalo punitivo. Les transfiere algo más: su crueldad divina. Es decir, el germen de la guerra que adquirirá espesor existencial propio, separándose de cualquier enclave moral que pudiera implicar el término “crueldad”.
Perteneciente a un nivel básico de cuanto hay, de lo que ha acaecido en esta Tierra, la guerra no podrá ser entendida con la suave retórica moral del código bueno/malo, como tampoco podrá serlo, en este nivel fundamental, con la interpretación bivalente instrumentalista útil/inútil o necesaria/innecesaria. La guerra simplemente es. Ha estado ahí desde el principio de los tiempos ligada a sus más finos intérpretes: nosotros. “El oficio supremo a la espera de su supremo artífice”, dice McCarthy en la obra referida en voz del personaje del Juez Holden.
Al igual que el sistema de comunicación global que conforma el sentido de la sociedad rebasando e independizándose de los sujetos individuales que son el sustrato necesario pero no suficiente para su desarrollo y existencia en la sociología de Niklas Luhmann, la guerra es un fenómeno que flota con libertad más allá de las interacciones subjetivas concretas; las traspasa, corta, excede y determina corriendo a lo largo de los vértices del tiempo y el espacio. Más allá de los momentos ahistóricos cuyos vestigios apenas puede interpretar la antropología, y hacia el futuro incierto pero conjeturable que la predicción exhaustiva sólo puede imaginar.
Lo anterior puede parecer una apología de la guerra. No lo es. Tampoco abre la puerta para una crítica de dicho fenómeno. Ni una ni otra hallan pertinencia al intentar un acercamiento a la guerra. Para cumplir este fin, la mejor herramienta disponible es el lenguaje metafísico. La tesis general es que la guerra es un principio consustancial a la humanidad que se ha manifestado de múltiples formas a lo largo de nuestra permanencia planetaria. La historia hace un recuento y un retrato aproximado de tales manifestaciones bélicas. El acercamiento sociológico explica las razones y causas que dan lugar a cada conflagración en particular; factores políticos, económicos, religiosos y tecnológicos. El trabajo pendiente, aunque ya hay avances significativos, de la psicología y la antropología es explicar los mecanismos profundos y básicamente invariables que predisponen al homo sapiens para la guerra. La metafísica, rama primigenia y testaruda de la filosofía, habrá de colorear la persistencia de la guerra; intentar cercar la realidad de esa luminescencia pletórica de destellos de muerte y aparente sin razón tan inmemorial como nuestros dioses.
Es así que el cúmulo de quejas y acercamientos bienpensantes y políticamente correctos de nuestros días acerca de la guerra –de los pronunciamientos de los pop stars a los white papers de las ONG mundiales, pasando por los comentaristas políticos y foros intelectuales– deberán verse como vacuos y carentes de perspectiva; meras manifestaciones de buenos deseos personales e institucionales. El defecto central de ellos es el reduccionismo moral del fenómeno. Si ha de comprendérsele ampliamente, éste no puede ser visto de manera moralizante. Al hacerlo, se obstruye la observación de dos aspectos centrales: su positividad y las antinomias hermenéuticas que le siguen.
El poder, instruyó Michel Foucault, crea cosas. Normas, instituciones, maneras de vivir y métodos para morir. Es positivo. Entendido esto último en el sentido de eficacia, producción, movimiento, coerción –como cuano decimos Derecho positivo comprendiendo por ello su efectividad coercitiva– y no en el sentido coloquial que implica bondad o deseabilidad. Similarmente la guerra. Modifica relaciones de poder, esferas de influencia, reordenamientos geográficos, líneas fronterizas, organizaciones sociales, estilos y conceptos de vida; relaciones religiosas, estéticas y personales. Crea. Instaura la muerte e inyecta movilizaciones humanas. Mucho más de lo que pudieran hacer los enemigos naturales de nuestra especie cuando se enseñorean con similares capacidades destructivas. Los llamamientos tradicionales a la paz pasan de largo esta positividad inherente a todo acto guerrero. Por supuesto, es natural al género humano desear siempre la vida (desde que es un principio innato de conservación) y no la muerte; sin embargo, el análisis objetivo habrá de reconocer la realidad dinámico-productiva en el desarrollo de las guerras convencionales.
Asimismo, la incomprensión de los alegatos bienpensantes resplandece al chocar contra el prisma de las antinomias exegéticas acerca de las distintas manifestaciones bélicas históricas. Ejemplos. De acuerdo con el pensamiento occidental tradicional, la Segunda Guerra Mundial (1938-1945) es vista como una conflagración epopéyica con dos bien diferenciados bandos: los malos –el Eje– y los buenos –los Aliados–. Las acciones de los primeros fueron nefastas e injustas, mientras que las de los segundos gloriosas y justas. La guerra nazi es condenable, pero la angloamericana encomiable. Por igual, para el pensamiento izquierdista guerras de revolución como la española, la cubana y la iraní; de independencia como la de Algeria, Angola y Zaire; o de resistencia comunitaria como las de Corea y Vietnam han sido positivas. En tanto que para la derecha, las victorias israelitas sobre el mundo árabe y las numerosas y recurrentes intervenciones bélicas estadounidenses alrededor del mundo son loables y necesarias. Entonces, ¿qué ocurre? ¿Existen algunas guerras buenas y otras malas? ¿Pero no se suponía que la guerra en sí es negativa? No: lo que demuestran las antinomias interpretativas de la guerra es que ésta no es susceptible de ser analizada desde el punto de vista moral que, ciertamente, es el más cómodo. Cosa que va bien para nuestros queridos artistas pop y misses de belleza, pero no para aquel que intenta adentrarse con otra perspectiva a estos asuntos.
Desert Storm |
II
La última década del siglo XX comenzó de manera violenta con tres de las grandes guerras contemporáneas: La Guerra del Golfo, la de los Balcanes y la invasión rusa a la República de Chechenia. Detonadas por variables socio-históricas diversas y nudos de interés divergentes que a grandes rasgos corresponderían, respectivamente, al factor económico, étnico-religioso, y de influencia estratégica, parece posible encontrar en esta tríada bélica elementos subyacentes comunes manifestados de formas diversas en cada uno de los casos.
Cruentas como fueron, las últimas guerras del siglo pasado muestran con claridad la lógica extrema de la guerra. Una vocación en la que ninguna consideración ajena al mecanismo destructivo que se echa a andar tiene pertinencia; la dinámica guerrera engulle hacia su núcleo autogenerativo consideraciones de segundo orden como la ecología, el humanitarismo y el cálculo prospectivo de las secuelas de la destrucción. La armonía es arrasada por el caos.
Así, las fuerzas de élite del Ejército Republicano de Irak derramando toneladas de petróleo al Golfo Pérsico, provenientes de los pozos y centrales de almacenamiento del invadido Kuwait; llenando de minas personales la franja fronteriza desértica con Arabia Saudita y lanzando Gas Mostaza contra las aldeas kurdas, aprovechando la confusión. Por su parte, la Coalición, encabezada por Estados Unidos, lanza cientos de toneladas de bombas convencionales sobre suelo iraquí; la armada inglesa arroja el incesante fuego de sus misiles antitanque que tienen la peculiaridad de expandir ondas radioactivas de baja intensidad en un radio considerable; el alto mando estadounidense presume tanto de la nulidad de riesgos para “sus muchachos” como la plena exactitud de sus controles y dispositivos high-tech en la búsqueda y destrucción de los objetivos especificados . Ni lo uno ni lo otro. Meses después, los primeros enfermos del Síndrome de la Guerra del Golfo ; y en pleno combate, las bombas “inteligentes” destruyendo hospitales, escuelas, mezquitas y mercados, quedando simplemente como el show televisivo, filtrado por mirillas infrarojas, de brillantes luces esféricas verde fosforecente sobre el cielo sin estrellas de la noche de Bagdad.
Al caer el Muro de Berlín y con él la insostenible ficción comunista, la antigua república pluriétnica de Yugoslavia comienza a escindirse. Así, el 23 de junio de 1991, la República de Eslovenia proclama su independencia y la desosiación –término inédito en el Derecho internacional, utilizado hábilmente en lugar de “secesión”– de la Federación yugoslava. Desde ese momento inicia una escalada bélica como no se había visto en Europa desde los tiempos del inicio de la Segunda Guerra Mundial. Ésta incluyó las pretensiones pseudo imperiales de Serbia con su anhelo de la Gran Serbia, es decir, que allí donde habitaran serbios ese territorio debía pertenecer a dicho Estado (que condujo, entre otras cosas, al intento de aniquilación de la cultura y la población de Bosnia reclamando su territorio para Serbia), así como la violencia de Croacia contra todo aquél que no perteneciera a su identidad nacional.
La guerra tripartita en aquella región del mundo donde se han cruzado y malamente mezclado las civilizaciones más caras a occidente se convirtió en una muestra viva, vigorosa y contundente de la esencia guerrera humana. Al combinarse los métodos convencionales de un ejército formalmente estructurado con la elusividad de las facciones guerrilleras nacionalistas, el espíritu salvaje se desató . La improvisación que siguió a las tácticas bélicas estándar durante el conflicto este-europeo, especialmente en su giro serbo-croata, demostró que la lógica profunda de la guerra emerge desde el fondo de la corteza cerebral de manera intuitiva: ejecuciones sumarias, limpieza y desplazamientos étnicos, devastación del entorno, tortura, mutilación y violaciones; fuego graneado indiscriminado, arrasamiento de hitos culturales como la Biblioteca Nacional de Sarajevo, envenenamiento de lagos y ríos (especialmente el Danubio, con cianuro, que cruza dos países vecinos al conflicto: Hungría y Rumania), incendio sistemático de los bosques, llamas sobre las cenizas. El caos de la violencia desencadenada tendiendo al orden perfecto del horror bélico.
A pesar de que ya desde el desmembramiento de la URSS y la consolidación de la Federación Rusa –en 1991– Chechenia proclamara su independencia, no fue sino hasta diciembre de 1994 que los rusos decidieron intervenir militarmente en aquella república del Cáucaso. El conflicto, que inició con la supuesta ayuda militar rusa al bando parlamentarista checheno que se oponía a las pretensiones dictatoriales del general Dzohjar Dudáev, rápidamente se convirtió en una espiral de la violencia guerrera propia de una zona cuyos conflictos se pierden siglos atrás, deviniendo en una de las más cruentas y devastadoras guerras de los últimos tiempos. Siguiendo una tradición que se remonta a la época de los zares (y que el régimen comunista se encargó de perfeccionar hasta el hartazgo durante sus siete décadas en el poder), la infantería rusa no dejó piedra sobre piedra en su paso por Chechenia. El fuego indiscriminado de la artilleria y las divisiones blindadas de los rusos destruyó ciudades y alrededores de manera radical. Del lado de los chechenos, los parlamentaristas decidieron deshacer su alianza con Rusia tras el bombardeo aéreo al que fuera sometida la capital Grozny, pasando a luchar contra ellos. El mayor logro de los combatientes chechenos fue la creación de cuadros guerrilleros que incluían mercenarios de Ucrania y Estonia que inflingieron espectaculares golpes a las tropas rusas, perpetrando incluso el secuestro masivo, en territorio de Rusia, de un centenar de personas que se hallaban en un hospital de Budionnovsk. De acuerdo con crónicas periodísticas de la época, en la cúspide de la guerra, los rusos ya no diferenciaban entre blancos civiles y militares, y las batallas duraban horas ininterrumpidas con apenas el relevo de los combatientes tras un par de horas de sueño. Las imágenes que se poseen del conflicto son elocuentes. Ruinas humeantes en calles adornadas con sangre seca y cadáveres mosqueados secando al sol pálido del otoño caucásico.
En su modalidad metafísica, se observa en los tres casos la guerra como una red de acciones y acontecimientos única, omnipresente, global, más allá de las consideraciones históricos-circunstanciales de cada caso. El humo y el fuego, los cuerpos calcinados o putrefactos, la reordenación súbita de la materia y la energía; desatar la física, abrir el mundo de la lentitud y el reposo: modificarlo, transformarlo en segundos. Desplazamientos humanos, hacinación, hambre, miedo; letargo, resignación, comprensión de la inevitabilidad. Regreso a los instintos básicos; la animalidad recuperada, mostrando que la guerra precede incluso, en su cariz sustancial, a la categoría de persona, al invento de la subjetividad, al reconocimiento de los otros. Es el puro juego de la energía. El poder que traza la división fundametal del Ser entre existencia e inexistencia.
En su modalidad sistémica, estas son sólo viñetas de acontecimientos que han sido ya bien cubiertos y mejor analizados por los expertos en los últimos años. Ejemplos claros del nivel de independencia que posee la guerra respecto de cualquiera otra consideración social. Es posible identificar una lógica subyacente a las particularidades concretas que encendieron uno y otro conflicto. La guerra se vuelve así el contraste de todo aquello que no lo es. Es el gradiente de sentido para la paz. Hace las veces de entorno en relación con el que puede operar la sociedad de manera cotidiana. Sin la existencia del espacio guerrero sería incomprensible todo lo demás. Es el hábitat hacia el que se orientan los enclaves pacíficos, así sea sólo como referente de la negación: esta o aquella época no es de guerra, sino de paz.
Guerra de Chechenia |
III
Nunca como en la era atómica la actividad guerrera presentó un trasfondo tan problemático en su configuración elemental. El advenimiento del concepto y la posibilidad contrafáctica de destrucción total tras el triunfo del Proyecto Manhattan, ha cerrado el círculo evolutivo de la guerra. Tal clausura presenta, por lo menos, dos problemas hasta ahora irresolubles. 1) La aceleración cambiante y el aumento de las variables a considerar en la tecnología bélica contemporánea que más de una vez no han podido ser procesadas eficazmente por éste o aquél ejército nacional, deviniendo en accidentes. Caso paradigmático es el de los arsenales rusos tanto de la era soviética como de la actualidad republicana neoimperialista. 2) El problema metafísico-conceptual que implica la paradojización de la espiral del desarrollo bélico universal en su fase actual. La mera existencia de las decenas de miles de cabezas nucleares que reposan perfectamente funcionales a lo largo y ancho del planeta implica la posibilidad de cortocircuitar el sistema social entero. Al respecto, se han dado soluciones más o menos intuitivas pero inevitablemente caducables en el mediano plazo. El reto aquí ha sido, es y será habérselas con una realidad irreversible; es decir, partiendo del hecho y la premisa fundamental que dichos arsenales no pueden y no serán desmantelados jamás. Esto queda planteado como una mera provocación intelectual, ya que a la fecha no se ha esbozado recurso de solución viable al respecto. Observemos los siguientes casos relacionados con todo esto:
A] El 13 de agosto del 2000, las heladas aguas del mar de Barens se tragaron para siempre al Kursk , submarino atómico de la Flota del Mar del Norte de la marina rusa. Era un submarino tipo Oscar II de fabricación entonces reciente (salió de los astilleros en 1995), alimentado con energía nuclear y con gran capacidada misilística. El fatal accidente (todo pareció indicar que o bien un error humano al manipular el arsenal convencional, o bien el mal manejo de sustancias explosivas altamente inestables, fueron las causas posibles del desastre) dejó claro lo que los analistas ya sabían de tiempo atrás: el peligroso estado en que se hallan tanto los medios de transporte como los arsenales rusos, la mayoría heredados de la ex-Unión Soviética. El equipo bélico ruso ha llegado a la pendiente de lo que se conoce como tecnología decadente. Es decir, aquella que ha sido rebasada por el número de funciones que debe cubrir (eficacia, posibilidades de perfeccionamiento armamentístico, preparación constantemente actualizada del personal militar, altos niveles de seguridad, automatización de los controles y dispositivos de prevención de desastres, prospectivas metódicas y simulacros de desastres, etcétera), ya bien por falta de recursos financieros, ya porque una nueva ola tecnológica la ha dejado atrás, con huecos difíciles de llenar. En el caso de los arsenales rusos estas dos variables se verifican. La catástrofe del Kursk es una muestra reciente del riesgo que ha rebasado ya a los arsenales rusos. Con ella se puede mencionar también, en el espejo histórico, el escape de una nube radioactiva del complejo atómico-militar del Mayak, en la zona sur de los Montes Urales, tras la explosión de varios tanques contenedores de desechos tóxicos en el año de 1957 , la explosión por negligencia humana de un contenedor de Antrax en polvo en la fábrica-laboratorio de Sverdlovsk (o Yekaterinburgo) en 1979, y la constante contaminación de ríos y mares por desperdicios radioactivos de las últimas cuatro décadas.
El incremento del umbral de riesgo en la tecnología bélica moderna y la deficiencia de los complejos burocrático-militares para afrontarlo tiene repercusiones pragmáticas negativas para los mismos. Desde la pérdida de credibilidad y confianza que se puede traducir en falta de apoyo popular hasta el desvelamiento involuntario de secretos militares que pondrían al Estado en cuestión en desventaja frente a sus enemigos y naciones competidoras. Se comprenderá que estas son el tipo de razones que los ejércitos nucleares del mundo toman en cuenta al enfatizar la seguridad en sus desarrollos tecnológicos y no los desgañitamientos ingenuos de los grupos naturalistas y humanistas del orbe. La prueba más fehaciente de ello la encontramos en el recurso de la secrecía. Cuando falla la seguridad en ese nivel, de inmediato dicho error se convierte en secreto de Estado. Esta es una de las razones por las que los investigadores han encontrado difícil dar cuenta de los accidentes nucleares en naciones como Rusia, Estados Unidos y Francia.
B] Durante las semanas previas al inicio de la Guerra del Golfo, en el vértice de los años 1990 y 1991 (comenzó el 9 de enero de este último), un ataque nuclear de consideración era perfectamente viable. En efecto, durante una reunión privada efectuada en Ginebra, Suiza, entre el entonces Secretario de Estado de Estados Unidos, James Baker, y el en aquel tiempo Ministro de Relaciones Exteriores de Irak, Tariq Aziz, el primero advirtió terminantemente al segundo que si Irak lanzaba Gas Mostaza (un agente químico que daña, de manera principal, al sistema nervioso central) contra el ejército estadounidense y el resto de la Coalición a la que se enfrentaban, los norteamericanos responderían, sin pensarlo dos veces, con bombas nucleares, específicamente de Hidrógeno y Neutrones, según necesidades. Que esto pudiera ocurrir es algo que estuvo mucho más cerca de lo que se pueda imaginar.
Después de la desaparición de dos ciudades del planeta, Hiroshima y Nagasaki del derrotado Japón en el verano de 1945, a manos del Ejército estadounidense, la dinámica guerrera llegó a un nivel de cierre lógico. La capacidad de destrucción total de la vida humana que a partir de ese momento alcanzaron algunos de los arsenales del mundo, cierra el ciclo instrumental-metafísico de la guerra. Lo que para algunos pacifistas y ecologistas es un escándalo, aquí es interpretado, siguiendo la terminología luhmanniana, como una clausura paradójica de la evolución guerrera de la especie. Al correr estrechamente ligada a la inventiva y desarrollo tecnológico, la guerra llegó a un punto en el que sus expectativas y razón de ser han sido rebasadas, al ser llevadas al extremo, aunque sea como mera virtualidad. Es así que el máximo objetivo de la guerra, la destrucción, llega al punto que cancela las consecuencias secundarias, pero inherentes, de positividad eficaz. En tanto que probabilidad, esta anomalía ha podido ser controlada en términos de riesgo a través de una semántica ad-hoc de la disuasión y la posibilidad de utilización de tal poder destructivo, justo como ocurrió de forma más que eficaz durante la Guerra Fría. En tanto que potencia o capacidad de llegar a ser, cabría preguntarse si el mero hecho de que esa virtualidad tienda al acto efectivo en un futuro posible no representa el corto circuito del desarrollo cíclico guerrero y con éste de la humanidad toda. Cabría preguntarse, en suma, si, como afirma el Juez Holden de McCarthy, “Todo juego aspira a la categoría de guerra, pues en ésta el envite lo devora todo, juego y jugadores y la guerra es el juego definitivo porque a la postre la guerra es un forzar la unidad de la existencia. La guerra es Dios”.
2 comentarios:
Creo que Clausewitz tenía razón cuando escribió que la guerra es la continuación de la política por otros medios. Y le hubiera encantado la actual posibilidad mediática de asistir a la guerra como quien asiste a la ópera (hasta con un libreto de la obra, que indica quiénes son los "buenos" y quiénes los "malos").
En el fondo, Manuel, creo que la historia es cíclica. Hoy en día nos parece atroz la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, pero los romanos supieron destruir Cartago por completo (con otros medios, claro está) y hasta echaron sal en el terreno donde se asentaba la ciudad, para que nada volviera a crecer allí.
Todo muy posmoderno, si lo miramos bien!!!
Va un abrazo.
De acuerdo, Pelado, y sin la guerra, para bien y para mal, no seríamos la especie que somos; abrazo igual.
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