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Revista Replicante

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domingo, 28 de agosto de 2011

La guerra y la adicción


Justamente entre uno de esos dos lados (la guerra y la adicción) del difícil binomio decisorio sobre las drogas ilegales pendula el futuro de un Estado como el mexicano. Péndulo cuya inercia ya no está en manos de nada más que de las fuerzas históricas echadas a andar por la dinámica propia del capitalismo desde su incepción primigenia hace medio milenio. Quizá con exceso de sobre simplificación, pero ciertamente bordando sobre e
l flanco más problemático del asunto, los analistas de Forbes, Robert Hahn y Peter Passell, han afirmado que la guerra en contra de las drogas, en ambos lados de la frontera mexico-estadounidense, está perdida. En efecto, en su artículo “The War on Drugs: Doubling Down on a Bad Bet” (disponible en: http://www.forbes.com/sites/econmatters/2011/08/10/the-war-on-drugs-doubling-down-on-a-bad-bet/2/), afirman que “The war on drugs, now in its fifth decade, was never winnable”; y que “Eliminating the supply of extraordinarily valuable drugs that can be made/grown almost anywhere without modern technology, is nearly impossible”.

Lo sostenido por los analistas estadounidenses no es nuevo y tiene ya tiempo de escucharse con cada vez mayor fuerza en la opinión pública internacional. En este sentido, las voces que se han levantado en favor de la legalización de los estupefacientes que faltan por hacerlo (recordemos que hay una variedad de ellos que circulan de manera controlada y, por supuesto, el máximo narcótico de todos los tiempos: el alcohol) no son pocas y en el medio de opinión en castellano figuran entre ellas Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes (así como el trabajo de la ONG CUPIHD, que hace una intensa labor para ese cometido). Sobre el particular, el más reciente Nobel de Literatura ha dicho:

…es absurdo declarar una guerra que los cárteles de la droga ya ganaron. Que ellos están aquí para quedarse. Que, no importa cuántos capos y forajidos caigan muertos o presos ni cuántos alijos de cocaína se capturen, la situación sólo empeorará. A los narcos caídos los reemplazarán otros, más jóvenes, más poderosos, mejor armados, más numerosos, que mantendrán operativa una industria que no ha hecho más que extenderse por el mundo desde hace décadas, sin que los reveses que recibe la hieran de manera significativa…

El problema no es policial sino económico. Hay un mercado para las drogas que crece de manera imparable, tanto en los países desarrollados como en los subdesarrollados, y la industria del narcotráfico lo alimenta porque le rinde pingües ganancias. Las victorias que la lucha contra las drogas pueden mostrar son insignificantes comparadas con el número de consumidores en los cinco continentes. Y afecta a todas las clases sociales. Los efectos son tan dañinos en la salud como en las instituciones.

(El artículo completo, “El otro Estado”, puede verse en la liga: http://www.elpais.com/articulo/opinion/Estado/elpepiopi/20100110elpepiopi_11/Tes)

Con su tradicional claridad, Vargas Llosa dice sin ambages lo que los analistas de Forbes dicen de manera más cauta, pero igual de urgente (y que, por cierto, mereció la rápida descalificación del gobierno mexicano): estamos entrando en una nueva fase de la economía global. En términos del análisis filosófico, yo diría que estamos entrando en la etapa ultra capitalista de nuestra civilización, liderada por las bandas de narcotraficantes y la criminalidad organizada en general, que desde hace ya algún tiempo el pensador neoyorquino Immanuel Wallerstein ha llamado “el principio de la mafia”. Justamente el propio Wallerstein ha advertido sobre las insospechadas mutaciones de los sesgos cupulares de la sociedad occidental en los últimos siglos. Ha dicho que nos encontramos en el inicio de una etapa civilizatoria crepuscular y que ésta dará lugar a diferentes convulsiones y dinámicas sociales caóticas en sus diferentes enclaves mundiales, y que de ella saldrá un nuevo orden societal que aún no podemos describir con precisión. Que quienes ahora tienen el poder harán todo lo posible para mantenerlo y que, ya mismo, están pensando en las alternativas que el nuevo orden global les ofrecerá para perpetuarse en la cima. Retóricamente, Wallerstein ha cuestionado “¿Quién se iba a imaginar hace 500 años que los antiguos señores feudales se convertirían en los capitalistas burgueses de la Modernidad?”.

La política, la economía y la convivencia ciudadana tendrán que lidiar con el advenimiento de los poderosos jugadores con poder extremo de nuestra época, a querer o no. Estamos ante el desarrollo final de una nueva manera de acceder al mercado mundializado de las sustancias toxicológicas, cuya fuerza centrípeta subsumirá al resto de negocios a lo largo y ancho del planeta, especialmente por los ingentes volúmenes de riqueza que maneja y desplaza. El factor del aumento de la adictividad en el escenario de una legalización en masa no es un tema menor y tiene que sopesarse en su justa medida. Pero ahora quiero llamar la atención sobre un asunto civilizatorio que se encuentra como trasfondo de las afirmaciones de los columnistas de Forbes: que la nueva era de la economía global, empujada violentamente por los barones del crimen organizado en el planeta entero, tiene ya el espaldarazo teórico. En esto quiero ser muy puntual para no moralizar en manera alguna: en términos del tiempo largo de la sociología, eso no es ni bueno ni malo, sencillamente es (que, para nosotros, hechos con los valores del iluminismo nos parezca abominable, es otra cosa). Cuando esto se verifica, estamos ante uno de los pilares de un cambio civilizatorio mayor. Ocurrió con el empuje del cristianismo (visto por los antiguos romanos como una aberración) hasta llegar a ser la religión imperial en el siglo IV con una intrincada fundamentación teológica, y ocurrió con el capitalismo burgués en el Renacimiento (visto por lo señores feudales y el clero como un ultraje) hasta llegar a dominar todos los ámbitos de la vida y tener a su favor los más finos argumentos de la filosofía política del siglo XVII.

Así que, por lo que se vislumbra, los Estados corsarios se hallan a una nadería de establecerse en buena parte del Tercer Mundo y al parecer serán ellos la vanguardia del porvenir, permeando hasta las naciones que hoy los han mantenido a raya en el centro del sistema mundial (sobre el advenimiento de los Estados corsarios, realizo una breve digresión en mi ensayo "Un abrupto atardecer apocalíptico", publicado en la última Replicante impresa y disponible en mi página de Scribd: http://es.scribd.com/doc/61103521/Un-abrupto-atardecer-apocaliptico). En la nueva lógica del capitalismo por ellos practicado, éste se pone en marcha sin metáforas. O, mejor dicho, sedimentando las metáforas hasta hacerlas descripciones de hechos. Quiero decir: en la última fase de la acumulación del valor cuando dice “posicionarnos a cualquier costo” dice posicionarnos a cualquier costo; cuando dice “eliminar a la competencia” dice eliminar a la competencia, y cuando dice “hacer cenizas el negocio ajeno” dice hacer cenizas el negocio ajeno. Vienen tiempos oscuros y decadentes, y sólo nos queda, para resistir, el dictum de Vasili Grossman (a propósito de la tragedia estalinista en su querida Rusia): “todo pasa”.

jueves, 18 de agosto de 2011

La permeabilidad de la cárcel

Michael Massee como Isaiah Haden en Revelations

En la serie de fantasía religiosa, Revelations, transmitida por la NBC en el 2005, el personaje que representa al demonio en la Tierra, Isaiah Haden (Michael Massee), es enviado a prisión por el asesinato ritual de una niña (evento alrededor del cual gira la intriga de la historia). En la cárcel, comienza su prédica oscura que culmina con un sangriento motín. En una de las mejores escenas de la mini serie, Haden se encuentra en una especie de trono improvisado protegido por esbirros reclutados de entre los más peligrosos reos. Él en una posición elevada orando al mal; ellos un poco más abajo listos para pelear. En el resto del edificio federal, hay una carnicería desatada con incendios diversos. La secuencia del motín manifiesta su clara significación: la prisión es una parte del infierno. Es el infierno en la Tierra.
EnlaceEn mi ensayo “El descontrol estatal de la violencia”, aparecido en Milenio Semanal (disponible completo en: http://www.msemanal.com/node/4492), afirmo:
Entre los enclaves que revelan la capacidad de control de la violencia por parte de un Estado, está el sistema penitenciario. Cuando éste queda fuera de la égida estatal, puede hablarse con certeza de un Estado fallido o de la inminencia de éste. La razón es clara: al momento de perder autoridad sobre el sistema carcelario de una nación, lo que esencialmente se evapora es la inminencia invisible del poder del Estado, su capacidad de hacerse presente sin estarlo; su omnipresencia virtual, fundamentada en la capacidad de respuesta jurídica, científica y policiaca, queda en entredicho. Esto en el nivel del poder intangible de su autoridad. En el nivel de lo tangible, un sistema penitenciario que ha escapado al control del Estado, se convierte en su némesis. Se vuelve un espacio de protección criminal y de reproducción perpetua de la conducta antisocial y, en consecuencia, anti estatal.


En efecto, en un Estado en crisis, a un paso de ser un Estado fallido como el México contemporáneo, el poder de la cárcel es descomunal. Se convierte en un verdadero invernadero venenoso. Allí brotan, crecen y se multiplican los más acabados comportamientos de la desinhibición decadentista de nuestra época de transición cultural, social, económica y política (que, a falta de un término mejor, hemos llamado “postmodernidad”). En ella, se trastoca el orden valorativo de la civilidad moderna (fundamentado en el principio consensuado de la dignidad humana desde el Renacimiento) por la liberación de los impulsos asesinos de la especie. Ninguna consideración es más poderosa que el dinero, y el deseo de venganza social es la norma de conducta de los que allí emergen. La cárcel es la institucionalización de la bajeza humana. Desde su centro vital, ejércitos de seres humanos verdaderamente posthumanistas salen a las calles a enseñorearse con lujo de violencia y de impunidad. La prueba más inquietante del poder antisocial, anti estatal y anti humanista de la prisión es su imparable capacidad para corroer el tejido social que la circunda, convirtiéndose en el eje de vida no sólo del delincuente, sino de las personas a él vinculadas, ya sea por parentesco o afinidad. La cárcel genera un contra sistema social férreo y vigoroso. Basta y sobra con ver las escenas histéricas de los familiares de los presos ante un amotinamiento: hay verdadera angustia. Para ellos, el delincuente sigue siendo el proveedor y el jefe de la casa. Es el sustento de una economía ilegal perfectamente aceptada por el círculo familiar del maleante. Un modus vivendi patológico completamente normalizado. Para ellos, su vida es valiosa no por ser humana, sino por ser pragmática.
A las afueras de un penal amotinado
 
La sociedad que permite este prohijamiento contrasistémico está destinada a una convulsión inevitable. Como ha ocurrido en México, la estrategia ha sido negarlo consuetudinariamente. Pero lo cierto es que cada vez hay más personas que han pisado la cárcel o se han relacionado con personas que allí han estado. Como aquel que se gradúa de la universidad y, a fortiori, tiene una serie de habilidades desarrolladas para ponerlas en práctica cuando la ocasión se lo permita (es decir, cuando encuentre un trabajo afín a su formación), el que ha sido presidiario no mengua ante el castigo sufrido; puesto que, por hipótesis, esa no es la función de la prisión en un Estado en crisis, sino prepararlo con una serie de habilidades delincuenciales que pondrá en práctica en cuanto la ocasión lo amerite. Ejemplos claros en nuestro país, son las bandas de taxistas asaltantes, violadores y secuestradores: todos ellos se enquistaron en la cotidianidad poseyendo antecedentes penales y carcelarios listos para ser utilizados.
Cuando la cárcel cunde y se expande, prolifera y permea zonas cada vez más amplias del entramado social, todas las alarmas deberían sonar en una nación. Con infortunio, no es el caso en nuestra patria (aquí sí la llamo tal y no ante el kitsch teledirigido con "bicentenarios", "selecciones nacionales" y dudosos actos políticos oficiales). El precio que pagaremos será enorme, y si no, al tiempo…


domingo, 14 de agosto de 2011

Bret Easton Ellis: un clásico contemporáneo


Bret Easton Ellis ha sido un escritor de importancia irrecusable desde que se dio a conocer hace ya un cuarto de siglo. Más allá de ser el retratista de una generación de la frivolidad y el vacío, su prosa posee el poder de lo descarnado. Si el gran subgénero que le precede en la poderosa tradición narrativa estadounidense, el dirty realism, creó un corte transversal en el universo de sentido narrativo de la cotidianidad, revistiéndola con su natural puerilidad sin ambages, en clave de farsa, la literatura de Easton destaca con crudeza la veta deshumanizadora del mundo pedestre, en clave de tragedia. Los jóvenes vacíos de Less than Zero, los maniquíes humanos exquisitos, iletrados y, al cabo, terroristas de Glamorama; y, muy especialmente, el serial killer hiperconsumista, egocéntrico e irredento de American Psycho, puntual reconstrucción del prototipo del ser humano postmoderno, absolutamente inmoral, neurótico y banal, pero que incide de manera rotunda en el devenir del entramado social, han mostrado a un autor pleno, preciso, contundente. Lo cual no quiere decir que no tenga altibajos, ocasionales disonancias y cierto acabado que, por momentos, puede ser en exceso chocarrero. Pero eso es, también, lo que lo hace un escritor íntegro, alguien quien, en sus palabras, “ha publicado exactamente lo que ha querido” (véase la semblanza “Bret Easton Ellis”, a cargo de Chris Heat, en Rolling Stone 802/803, del 24 de diciembre de 1998). Con un manejo ejemplar del “literal sense of the world”, como dice Heat, el narrador norteamericano ha erigido uno de los universos narrativos más inquietantes y acuciantes de los últimos veinticinco años. Ofrezco enseguida una breve apreciación de uno de sus momentos más contundentes (originalmente fue publicada como parte del artículo “El golpe de jab: apuntes sobre la literatura estadounidense contemporánea” en Casa del Tiempo, nº 66; se puede ver en la siguiente liga de mi página de Issuu: http://issuu.com/manuelguillen/docs/el-golpe-de-jab-guill-n):

“Descubrimiento de Japón”

Es posible que este cuento de veintitantas páginas (recogido en The Informers: traducción castellana de Mariano Antolín Rato, Los confidentes, Ediciones B, 1994) sea el mejor ejemplo de lo que puede producir la gran capacidad literaria de Bret Easton Ellis. La notable diferencia entre éste y el resto de su obra —obra que tanto revuelo ha causado en los últimos años— es la mesura del escritor. Simple, práctico, contundente. Apegado al manual, sí, sin duda, pero personalísimamente eficaz. Easton Ellis recrea con singular agudeza el estado de uno de los pilares de la cultura popular de la segunda mitad del siglo XX: el mundo del rock. Con él, el estado general de una cultura que, literal y metafóricamente, se mueve al ritmo que toquen sus pop-stars.

Bryan Metro, el personaje central, que sin dificultad podría ser Axl Rose, Tommy Lee u Ozzy Osbourne, ha llegado al tope en todo. Rockero, millonario, machista, sadista, bisexual, alcohólico, coca y heroínomano, ha perdido el control de su fama (“Ajusta mis sueños por mí, Roger ­—dice a su yuppie manager—, ajusta mis sueños por mí.”); para él, la realidad ya no es el mundo poblado de objetos inanimados, animales y personas, sino un mundo en el que sólo existen luces, masas y satisfactores inmediatos de los deseos más apremiantes que, por lo general, colapsan para desbocar intempestivamente a través del apetito sexual, acompañado con violencia y languidez. Bryan ha alcanzado lo que Douglas Coupland llama la postfama. El estado psicológico (social y financiero) en el que el famoso no es más dueño de sí mismo en tanto que sujeto con una historia, una narración de vida hilvanada con la coherencia de un pasado, un presente y un futuro. Tal narración ha sido alterada; ya no es más la añeja posesión íntima y privada que los antiguos reservaban para la conversación confidente o la transcripción en un diario. Ahora, esa historia se ha vuelto pública y abierta, vulnerable; está sometida a fuerzas que ya no son las individuo, obligada a ser un eterno presente, escrita y reescrita día a día por las reglas de la vida pública: imagen, aparencia, simulación. Bryan Metro es un simulacro de sí mismo; por eso ha llegado al hartazgo. Es una especie de imperfecta copia al carbón de algo —su vida, su mente, su entorno— que debió ser real pero que ya sólo sirve como un referente, una marca, el ombligo de aquel lejano cordón que alguna vez unió al utero de la vida cotidiana. Por eso el hastío lo ha alcanzado. Es como si fuera un espectro. Sedado y negligente, ha rebasado la culpa y la cobardía para, por lo menos, ser cínico, alguien a quien las causas y los efectos mundanos pasan de largo. En una de las primeras secuencias del relato (secuencia: como en el lenguaje cinematográfico), Bryan se corta la palma de la mano, abriéndose una vena, y lo más que hace es quedarse dormido en medio de la borrachera. Sube al escenario y olvida las letras de las canciones, sus propias letras. Ve a la masa de fans japoneses y murmura “pinches amarillos”. Su manager, Roger, es lo único que lo ata, de vez en vez, al mundo real: nadie quiere que se suicide la gallina de los huevos de oro.

El escritor transmite con pulcritud el estado de irrealidad de Bryan y de muchos integrantes del show-bisness; con ellos, de una parte de la sociedad contemporánea. O mejor: de la hiperrealidad (Baudrillard) de nuestros días. Realidad mediática. Iteración de iconos. Saturación de imágenes. Realidad transformada y trastocada por doquier. Filtrada por la electrónica, las comunicaciones instantáneas y las drogas. El mundo, desde un avión o dentro de una suite de hotel de cinco estrellas es, sencillamente, el mismo en todas partes.

Fiel a sus temas literarios y a ese testarudo estilo de la narración en primera persona, el escritor angelino se aparta en este cuento de los excesos dramáticos de su consagrada novela American Pyscho, y de la repetición temática, que en más de una ocasión resulta grano para el molino de sus detractores, de Less than Zero. A diferencia de estas obras, “Descubriento de Japón” es un ejercicio sin rebabas —algo similar quiso lograr con su novela de fin de siglo, Glamourama, aunque sin el éxito deseado—. Seguramente debido a las características estructurales de la cuentística, el escritor no pone una alusión, una frase, una referencia fuera de lugar. Trama y alegoría empalman con naturalidad a través de referentes transparentes, tanto directos como elípticos, pulcros, cercanos y significativos, de sobra conocidos, aunque poco analizados. El cuento, así, es un breve manual de anatomía del ojo contemporáneo: el órgano que capta apariencia y realidad.

El escritor es moralmente neutro, descriptivamente distante y el resultado es, como instruyera de manera metafórica Hemingway, un golpe de jab a la mandíbula. El receptor queda noqueado por la sencilla razón de que en su sistema cognitivo todo lo contado ya lo sabía, lo conoce desde siempre. Ha estado ahí en una ojeada a Rolling Stone, un vistazo a la MTV o a E! Es parte constitutiva del mundo en el que vive, engarzado entre cierta esquizofrenia mediática y el jaloneo obsesivo de una cultura que parece arcaica, a pesar de que apenas hace ciento cincuenta años era la vanguardia. El cambio de paradigma del texto escrito al bombardeo de gráficos. Del valor de lo perdurable al de lo efímero. De la mesura al exceso. De la saturación de códigos comunicacionales. El advenimiento de la hiper complejidad social.

La sublime ironía del cuento, establecida desde el título, es el inicio y cierre del mismo. Círculo preciso que delimita tanto la estructura como su significado: un mundo aparte, cerrado en sí mismo; enmarañamiento de retórica y semántica, la primera tiene como resultado a la segunda, y la segunda hace inteligible a la primera. Al inicio del relato, Bryan piensa:

Con rumbo a la oscuridad, mirando por la ventanilla de un avión el toldo negro y sin estrellas, más allá de la ventanilla que está tan fría que me entumece las yemas de los dedos y me miro la mano. Retiro la mano lentamente de la ventanilla y Roger se acerca por el pasillo en penumbra.

—Adelanta ese reloj –dice Roger.

—¿Qué dices? –pregunto yo.

—Que adelantes el reloj. Hay diferencia horaria. Estamos aterrizando en Tokio —Roger me mira fijamente, disimulando una sonrisa—. Tokio, Japón, ¿OK?

Y al final, el cerrojo. El compás que termina de dibujar la circunferencia. Para entonces ya ha quedado claro que, para Bryan, Japón es un montón de molestas masas de piel amarilla, la puta que decora el póster de Hustler edición japonesa (a quien, por cierto, se cogió durante su primera noche en Tokio), y Godzila; que los acontecimientos de la vida, las emociones y los estímulos, quedan reducidos a un “arponazo” o a unas tabletas de Librium con champaña, a una buena golpiza a la primera grupie que se le meta a la cama; que el mundo, ese que cubrirá con su World Tour, es uno y el mismo —empequeñecido desde un avión— desde un escenario, desde las luces, desde una infinita repetición de imágenes mediáticas, desde el aquí y el ahora, desde el triunfo y la gloria que apenas duran dos horas —que además son tan aburridas e intrascendentes—, desde la nada:

En el avión alejándome de Tokio voy sentado solo al fondo jugueteando con los mandos de un pizarrín magnético y Roger está a mi lado cantando “Over the Rainbow” pegado a mi oreja, las cosas cambian, se vienen abajo, se desvanecen, otro año, unos cuantos movimientos más, una persona a la que todo le vale madres, un aburrimiento tan monumental que abruma, arreglos fugaces por parte de personas que ni siquiera sabes que exigen que pierdas el sentido de la realidad que podrías haber adquirido, expectativas tan irracionales que te vuelves supersticioso cuando piensas cómo afrontarlas. Roger me ofrece un toque y doy una calada y miro por la ventanilla y me relajo durante un momento cuando las luces de Tokio, que no me había dado cuenta de que está en una isla, se pierden de vista, pero esta sensación sólo dura un momento porque Roger me está contando que otras luces, en otras ciudades, en otros países, en otros planetas, quedarán pronto a la vista.


(Puede verse, asimismo, un buen artículo panorámico Bret Easton Ellis en: http://www.henciclopedia.org.uy/autores/GCurbelo/BretEastonEllis.htm)

jueves, 11 de agosto de 2011

La estética y la tecnociencia

Al doblar las primeras campandas de la Modernidad, con la publicación del Discurso del Método de René Descartes, en el año de 1637, comenzó una era de grandes claroscuros para la humanidad. El periplo de la escudriñación del mundo con base racionalista y matemática, es decir, el despegue acelerado del paradigma científico. Pronto, éste se fue decantando por una de sus vertientes naturales: el instrumentalismo. Porque si la apertura mundana que la ciencia permitia, poseía alcances insospechados en materia de precisión, predictibilidad y manipulación de la materia, el paso obligado era utilizar todas esas ventajas, inéditas en la historia humana, para intervenir de pleno en el entorno del hombre. El embrión de la tecnología fue concebido al mismo tiempo que el de la ciencia. No, por supuesto, que no hubiera en el pasado intervenciones exitosas de los grupos humanos en el medio ambiente y en el resto de las especies animales y vegetales que los circundaban. El cultivo del maíz, el amansamiento de animales, la deforestación y el reencauzamiento de ríos fueron prácticas anejas al sedentarismo tribal desde tiempos inmemoriales. Pero nunca como en la época moderna pudo la técnica fusionarse con la teoría de manera tan vertiginosa y eficiente. Razón y acción fundidas ya para siempre. Por primera vez se tuvo un conocimiento no sólo del cómo sino del porqué de las intervenciones antropogénicas en el planeta. El desarrollo de esto fue imparable y no hizo sino acrecentar sus certezas y su poderío en los tres siglos que median entre la obra cardinal de René Descartes y las desmesuras del siglo XX, la primera de las cuales fue la que el Proyecto Mahattan puso en operación hace más de medio siglo.
La desmesura del progreso científico ha hecho que, prácticamente, carezca de límites racionales. Paradoja mayor, puesto que justamente su incepción marca el inicio de la edad de la razón. El ensanchamiento de los poderes científicos se ha fusionado de manera plena con el de los poderes tecnológicos, cuya única lógica en la del mercado descomunal del capitalismo tardío. Es el periodo de la tecnociencia. En él, hemos llegado al punto de la desregulación total en la práctica y al cumplimiento cabal de lo que el filósofo de la ciencia mexicano, Dr. Jorge Linares, llama el imperativo tecnológico: "hágase todo lo que sea posible hacer por medios tecnocientíficos sin importar las consecuencias" (véase su obra, Ética y mundo tecnológico, México, FCE-UNAM, 2008). Una de las vertientes de la tecnociencia donde el desvarío puede calibrarse con toda claridad es la biotecnología. Rama de crecimiento exponencial en la mayoría de los países pudientes del planeta, goza de un terreno liminal desde el cual operar con mínimas restricciones legales y muy poca intromisión de organismos neutrales para supervisar su labor cotidiana. Muestra de ello ha sido la modificación de especies con fines comerciales, como ha sido el caso del salmón genéticamente modificado de AquaBounty Technologies (puede verse parte de la historia en la nota periodística disponible en: http://digitaljournal.com/article/296644), que se promueve como un logro de mercado con múltiples ventajas como un mayor tamaño y una mayor resistencia a las bajas temperaturas. O qué decir de esfuerzos frívolos que sólo sirven para un dudoso engrandecimiento de las posibilidades tecnocientíficas, como han sido los prototipos de animales fosforescentes de los que los medios han difundido espantosas imágenes a través de la Red y la televisión (existen monos, cerdos, ratones y peces, más lo que la enloquecida dinámica del mercado de la ingeniería genética piense para el día de mañana).
Ante la imposibilidad política y jurídica de intervenir en un inmenso terreno que en verdad se ha ido de las manos de los controles estatales en el mundo entero, la respuesta crítica se ha dado en el nivel conceptual, mediante los análisis, argumentaciones y condenas de filósofos y sociólogos especializados en la materia; y, asimismo, a través de los recursos estéticos que géneros como la novelística permiten. En este sentido, una de las obras pioneras de crítica moral a las posibilidades desmedidas del quehacer científico es, por supuesto, Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley. Novela gótica espectacular (algunos críticos la consideran postgótica) que, a lo largo del tiempo, se ha afianzado como uno de los lugares de convergencia de la cultura popular occidental, plantea de manera preclara la disyuntiva ética a la que se enfrentaba el científico de la alta Modernidad: hasta dónde podían llevarlo sus poderes de intervención en el mundo, y hasta dónde estaba él dispuesto a llevarlos.
Una reechura acorde con nuestra época postmoderna la llevó a cabo de manera magistral y espectacular Michael Crichton hace una generación, con su exitósisima novela Jurassic Park. A diferencia del clásico de Shelley, la obra de ya fallecido escritor oriundo de Chicago empalma su crítica con los tiempos que corren: ya no es el solo individuo obnubilado por las capacidades imponentes que el conocimiento le proporciona el que se haya ante una encrucijada conductual, sino que es una inmensa maquinaria financiera y mercadológica la que impele al emprendedor contemporáneo a actuar. Por eso, todo es agigantado en su historia: el parque, la intentona biotecnológica, los animales resucitados, los costes, etcétera. Pieza maestra de la novelística popular postmodernista, la novela de Crichton recreó el mito del moderno Prometeo en clave disruptiva: lo que nos cuenta pudiera dar el salto de la fantasía a la realidad de maneras insospechadas. En mi ensayo "La ciencia moderna y el nuevo Prometeo", aparecido en la actual Replicante digital de este mes de agosto, realizo un análisis de ambos libros. Espero contar con el favor de su lectura en la siguiente liga: http://revistareplicante.com/literatura/ensayo/la-tecnologia-moderna-y-el-nuevo-prometeo/. Espero que lo disfruten y que podamos comenzar el diálogo.Enlace

lunes, 8 de agosto de 2011

El declive financiero imperial

La actual crisis del techo de la deuda pública estadounidense pone al descubierto una realidad largamente aplazada: a los Estados Unidos de América, en tanto que potencia mundial, pronto le quedarán sólo sus armas. En todos los demás terrenos de la productividad capitalista ha sido rebasado desde hace años por una serie de competidores mundiales, a la cabeza de los cuales se encuentra China, que ya perfila su moneda, el Yuan, como la nueva divisa de referencia internacional. En el inmimente número de Replicante de agosto, realizo un breve análisis de esta circunstancia, y he aquí un avance de mi artículo (se puede ver completo en la liga http://revistareplicante.com/politica-y-sociedad/el-ocaso-del-imperio-financiero-estadounidense/):

"El endeudamiento desaforado de Estados Unidos tenía como fundamento su prestigio internacional. ¿Quién no querría prestarle a la unipotencia mundial? El pago estaba garantizado y además con intereses de por medio. Para el Estado norteamericano la deuda tenía pleno sentido, dadas las circunstancias de su estancamiento productivo real. Su moneda es todavía la referencia financiera global y su intervención pone en marcha la productividad de un amplio conjunto de conglomerados transnacionales que inciden de manera decisiva en la economía mundializada, la mayoría de ellos ya no en los sectores económicos duros, sino en los especulativos: consorcios de manejo, producción y reproducción de capitales electrónicos con base en la usura financiera. No importando la viabilidad a largo plazo de estas supuestas fortalezas económicas, el Estado norteamericano promovió una laxa política económica que acicateó la desmesura de este tipo de empresas. En su papel de promotor y mediador económico, aprovechó durante casi una década (del inicio al final de la Administración Bush) el espaldarazo ficticio de la economía mundial fundamentada en la especulación financiera. Muchos han criticado (ciertamente con pertinencia) la demencia administrativa de los particulares implicados en la gran quiebra del 2008, pero pocos han enfatizado la irresponsabilidad del Estado norteamericano en la promoción de la misma, ya que después de todo, quien pone en circulación la dinámica financiera y productiva de un país es el Estado...".

Espero que les sea de interés y nos vemos ya en unos días en la nueva www.revistareplicante.com