“Descubrimiento de Japón”
Es posible que este cuento de veintitantas páginas (recogido en The Informers: traducción castellana de Mariano Antolín Rato, Los confidentes, Ediciones B, 1994) sea el mejor ejemplo de lo que puede producir la gran capacidad literaria de Bret Easton Ellis. La notable diferencia entre éste y el resto de su obra —obra que tanto revuelo ha causado en los últimos años— es la mesura del escritor. Simple, práctico, contundente. Apegado al manual, sí, sin duda, pero personalísimamente eficaz. Easton Ellis recrea con singular agudeza el estado de uno de los pilares de la cultura popular de la segunda mitad del siglo XX: el mundo del rock. Con él, el estado general de una cultura que, literal y metafóricamente, se mueve al ritmo que toquen sus pop-stars.
Bryan Metro, el personaje central, que sin dificultad podría ser Axl Rose, Tommy Lee u Ozzy Osbourne, ha llegado al tope en todo. Rockero, millonario, machista, sadista, bisexual, alcohólico, coca y heroínomano, ha perdido el control de su fama (“Ajusta mis sueños por mí, Roger —dice a su yuppie manager—, ajusta mis sueños por mí.”); para él, la realidad ya no es el mundo poblado de objetos inanimados, animales y personas, sino un mundo en el que sólo existen luces, masas y satisfactores inmediatos de los deseos más apremiantes que, por lo general, colapsan para desbocar intempestivamente a través del apetito sexual, acompañado con violencia y languidez. Bryan ha alcanzado lo que Douglas Coupland llama la postfama. El estado psicológico (social y financiero) en el que el famoso no es más dueño de sí mismo en tanto que sujeto con una historia, una narración de vida hilvanada con la coherencia de un pasado, un presente y un futuro. Tal narración ha sido alterada; ya no es más la añeja posesión íntima y privada que los antiguos reservaban para la conversación confidente o la transcripción en un diario. Ahora, esa historia se ha vuelto pública y abierta, vulnerable; está sometida a fuerzas que ya no son las individuo, obligada a ser un eterno presente, escrita y reescrita día a día por las reglas de la vida pública: imagen, aparencia, simulación. Bryan Metro es un simulacro de sí mismo; por eso ha llegado al hartazgo. Es una especie de imperfecta copia al carbón de algo —su vida, su mente, su entorno— que debió ser real pero que ya sólo sirve como un referente, una marca, el ombligo de aquel lejano cordón que alguna vez unió al utero de la vida cotidiana. Por eso el hastío lo ha alcanzado. Es como si fuera un espectro. Sedado y negligente, ha rebasado la culpa y la cobardía para, por lo menos, ser cínico, alguien a quien las causas y los efectos mundanos pasan de largo. En una de las primeras secuencias del relato (secuencia: como en el lenguaje cinematográfico), Bryan se corta la palma de la mano, abriéndose una vena, y lo más que hace es quedarse dormido en medio de la borrachera. Sube al escenario y olvida las letras de las canciones, sus propias letras. Ve a la masa de fans japoneses y murmura “pinches amarillos”. Su manager, Roger, es lo único que lo ata, de vez en vez, al mundo real: nadie quiere que se suicide la gallina de los huevos de oro.
El escritor transmite con pulcritud el estado de irrealidad de Bryan y de muchos integrantes del show-bisness; con ellos, de una parte de la sociedad contemporánea. O mejor: de la hiperrealidad (Baudrillard) de nuestros días. Realidad mediática. Iteración de iconos. Saturación de imágenes. Realidad transformada y trastocada por doquier. Filtrada por la electrónica, las comunicaciones instantáneas y las drogas. El mundo, desde un avión o dentro de una suite de hotel de cinco estrellas es, sencillamente, el mismo en todas partes.
Fiel a sus temas literarios y a ese testarudo estilo de la narración en primera persona, el escritor angelino se aparta en este cuento de los excesos dramáticos de su consagrada novela American Pyscho, y de la repetición temática, que en más de una ocasión resulta grano para el molino de sus detractores, de Less than Zero. A diferencia de estas obras, “Descubriento de Japón” es un ejercicio sin rebabas —algo similar quiso lograr con su novela de fin de siglo, Glamourama, aunque sin el éxito deseado—. Seguramente debido a las características estructurales de la cuentística, el escritor no pone una alusión, una frase, una referencia fuera de lugar. Trama y alegoría empalman con naturalidad a través de referentes transparentes, tanto directos como elípticos, pulcros, cercanos y significativos, de sobra conocidos, aunque poco analizados. El cuento, así, es un breve manual de anatomía del ojo contemporáneo: el órgano que capta apariencia y realidad.
El escritor es moralmente neutro, descriptivamente distante y el resultado es, como instruyera de manera metafórica Hemingway, un golpe de jab a la mandíbula. El receptor queda noqueado por la sencilla razón de que en su sistema cognitivo todo lo contado ya lo sabía, lo conoce desde siempre. Ha estado ahí en una ojeada a Rolling Stone, un vistazo a la MTV o a E! Es parte constitutiva del mundo en el que vive, engarzado entre cierta esquizofrenia mediática y el jaloneo obsesivo de una cultura que parece arcaica, a pesar de que apenas hace ciento cincuenta años era la vanguardia. El cambio de paradigma del texto escrito al bombardeo de gráficos. Del valor de lo perdurable al de lo efímero. De la mesura al exceso. De la saturación de códigos comunicacionales. El advenimiento de la hiper complejidad social.
La sublime ironía del cuento, establecida desde el título, es el inicio y cierre del mismo. Círculo preciso que delimita tanto la estructura como su significado: un mundo aparte, cerrado en sí mismo; enmarañamiento de retórica y semántica, la primera tiene como resultado a la segunda, y la segunda hace inteligible a la primera. Al inicio del relato, Bryan piensa:
Con rumbo a la oscuridad, mirando por la ventanilla de un avión el toldo negro y sin estrellas, más allá de la ventanilla que está tan fría que me entumece las yemas de los dedos y me miro la mano. Retiro la mano lentamente de la ventanilla y Roger se acerca por el pasillo en penumbra.
—Adelanta ese reloj –dice Roger.
—¿Qué dices? –pregunto yo.
—Que adelantes el reloj. Hay diferencia horaria. Estamos aterrizando en Tokio —Roger me mira fijamente, disimulando una sonrisa—. Tokio, Japón, ¿OK?
Y al final, el cerrojo. El compás que termina de dibujar la circunferencia. Para entonces ya ha quedado claro que, para Bryan, Japón es un montón de molestas masas de piel amarilla, la puta que decora el póster de Hustler edición japonesa (a quien, por cierto, se cogió durante su primera noche en Tokio), y Godzila; que los acontecimientos de la vida, las emociones y los estímulos, quedan reducidos a un “arponazo” o a unas tabletas de Librium con champaña, a una buena golpiza a la primera grupie que se le meta a la cama; que el mundo, ese que cubrirá con su World Tour, es uno y el mismo —empequeñecido desde un avión— desde un escenario, desde las luces, desde una infinita repetición de imágenes mediáticas, desde el aquí y el ahora, desde el triunfo y la gloria que apenas duran dos horas —que además son tan aburridas e intrascendentes—, desde la nada:
En el avión alejándome de Tokio voy sentado solo al fondo jugueteando con los mandos de un pizarrín magnético y Roger está a mi lado cantando “Over the Rainbow” pegado a mi oreja, las cosas cambian, se vienen abajo, se desvanecen, otro año, unos cuantos movimientos más, una persona a la que todo le vale madres, un aburrimiento tan monumental que abruma, arreglos fugaces por parte de personas que ni siquiera sabes que exigen que pierdas el sentido de la realidad que podrías haber adquirido, expectativas tan irracionales que te vuelves supersticioso cuando piensas cómo afrontarlas. Roger me ofrece un toque y doy una calada y miro por la ventanilla y me relajo durante un momento cuando las luces de Tokio, que no me había dado cuenta de que está en una isla, se pierden de vista, pero esta sensación sólo dura un momento porque Roger me está contando que otras luces, en otras ciudades, en otros países, en otros planetas, quedarán pronto a la vista.
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