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Revista Replicante

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domingo, 27 de octubre de 2024

Consideraciones sobre el sistema hegeliano

En el cuento “El inmortal” (contenido en la colección El Aleph), Jorge Luis Borges presenta una visión posible de lo que sería un mundo vivible eternamente: abatimiento, letargo, pasividad y negligencia; un estado en el que los seres humanos serían “invulnerables a la piedad” y en el que “no interesaba el propio destino”. Porque, ¿qué propósito tendría ser personas de acción, protagonistas de los tiempos, una y otra vez, a lo largo de una vida incesante? Precisamente lo contrario es el núcleo de la historia filosófica presentada por Georg Friedrich Wilhelm Hegel: la historia cesa o cesará. Tiene una dinámica de resolución, alcanzará una meta. Por lo tanto, la historia posee un enclave de acción, una fuente dinámica, una fuerza impulsora. Por medio del ineludible desarrollo de un Espíritu panorgánico, los acontecimientos históricos serán impelidos a su desenlace; aunque este se encontrará mediado por una definitividad conceptual y no por los acontecimientos provisionales de esta o aquella época histórica específica. Ese “Espíritu panorgánico” que Hegel nomina de acuerdo con la jerga metafísica que dominaba y que, de manera cierta, adaptó de sus estudios teológicos, no es otra cosa que la razón humana universal. La cual ya había sido dictaminada por Immanuel Kant una generación antes: allí donde haya seres humanos, habrá racionalidad.
Al afirmar que la historia tiene un desenlace, Hegel ha de resolver el problema del “fin de la historia”, y lo hace de manera fascinante. Parte de la idea de que debe existir un principio racional, universal y dinámico, que emanará embrionariamente como espíritu supremo auto contenido en espera de desarrollarse y comprenderse a través del tiempo. Su sabiduría radica en su despliegue temporal a través de los actos de la historia. En otras palabras, la historia es el ámbito del desarrollo, ensanchamiento y progreso de la razón humana universal. El sistema hegeliano es contundente al tener como base la empiricidad. Los más resplandecientes logros de la humanidad, para bien y para mal, han emergido (tras un milenario proceso de maduración que iniciara en Oriente) de las tierras delimitadas por los Urales, el Mediterráneo y el Mar del Norte. La civilización greco-latina-cristiana ha sido “el gran teatro de la historia universal”. Cierto es que sus disquisiciones históricas no carecen de inexactitudes y argumentos ad hoc (algo inevitable en la especulación filosófica y en la historiografía del siglo XIX), pero el núcleo analítico es impecable: si algo hemos notado en nuestro paso por la Tierra, es la paulatina evolución de nuestra racionalidad. Las formas políticas hasta hoy más correctas, los modos de convivencia más armónicos posibles y la adquisición de objetivos claros para nuestro efímero tiempo de vida planetaria, asoman con claridad en la Europa moderna, como afirmara Hegel. La conformación de la “madurez de la razón”, como la llamó Hegel, en la Modernidad implica una dinámica de saber evolutivo en la que, por decirlo de manera simple, la racionalidad humana aprende de sus errores y los subsana en el progreso temporal. “El espíritu, como fuerza infinita, conserva en sí los momentos de la evolución anterior y alcanza de esta manera su totalidad”. [1] Asimismo, su sistema prevé un equívoco recurrente: no se trata de una historia cuyo cierre se haya dado de una vez para siempre. Cierto es que el filósofo observa, afirma y analiza su propia época —la primera mitad del siglo XIX en Europa y, en particular, en la Alemania prusiana— entendiéndola como el pináculo de la razón. Sin embargo, hace una precisión importante: el logro de la razón se mide a través del logro de la libertad. El ser humano no es libre (a la manera romántica que recurre al mito del buen salvaje) por naturaleza. Hegel es en esto inequívoco:
La libertad como idealidad de lo inmediato y natural no es inmediata ni natural, sino que necesita ser adquirida y ganada mediante una disciplina infinita del saber y del querer. Por lo cual, el estado de naturaleza es más bien el estado de la injusticia, de la violencia, del impulso natural desatado, de los hechos y los sentimientos inhumanos. [2]
La libertad implica, entonces, la necesidad de reconciliación entre la naturaleza racionalmente inmadura del ser humano, en tanto que individuo, y el carácter de racionalización superior de su devenir en tanto que ser social. “La historia universal es la doma de la violencia desenfrenada con que se manifiesta la voluntad natural; es la educación de la voluntad para lo universal y en la libertad subjetiva”. [3] Así funciona la evolución de los pueblos, conjuntos sociales específicos, o lo que él llama el espíritu objetivo; la prueba es empírica: existen naciones que han logrado llegar a ese grado de madurez en tanto que conjunto de subjetividades, y existen naciones que no lo han hecho. Por lo tanto, existen conjuntos de personas racionales que, sin embargo, no han logrado ni conceptualizar ni materializar la libertad. Tal es el caso del despotismo oriental en el que sólo uno es libre, a saber, el emperador.
El imperio chino y mongol es el imperio del despotismo teocrático. Aquí se encuentra el estado patriarcal... Este principio patriarcal está en China organizado en un Estado; entre los mongoles no se halla desarrollado tan sistemáticamente. En China manda un déspota, que dirige un gobierno sistemáticamente construido, en múltiples ramificaciones jerárquicas. El Estado determina incluso las relaciones religiosas y los asuntos familiares. El individuo carece de personalidad moral. [4]
De acuerdo con el planteamiento hegeliano, el progreso de la razón humana universal continuó su marcha por el mundo antiguo: “Los persas constituyen propiamente el tránsito entre el Oriente y el Occidente. Y si los persas son ese tránsito en lo externo, los egipcios constituyen el tránsito interno a la libre vida griega”. [5] En todos aquellos casos, la consolidación del poder patriarcal en una persona sometió sin más a las individualidades de las comunidades antiguas: “Así, con el edificio suntuoso del poder único, al cual nada escapa y ante el cual nada puede adoptar una forma independiente, va unida la arbitrariedad indomable”. [6]
En la Grecia antigua, la moralidad tuve una diferenciación importante entre el Estado y el individuo, alcanzando una nueva etapa evolutiva con relación a las otras civilizaciones antiguas. Al hacerlo, tuvo tres características que le impidieron desarrollarse con plenitud racional universal: estuvo restringida para un conjunto exclusivo de la sociedad (los varones cultos de clase alta y de la nobleza), existía la esclavitud y eligió el camino de la estetización del individuo:
…al modo como en una obra de arte bella, lo sensible sustenta el sello y la expresión de lo espiritual... la moralidad en la belleza no es la moralidad verdadera, no es la moralidad oriunda de la lucha de la libertad subjetiva que habría renacido de sí misma, sino que sigue siendo aquella primera libertad subjetiva y tiene, por tanto, el carácter de moralidad natural, en vez de haberse rehecho en la forma superior y más pura de la moralidad universal. [7]
En el siguiente estadio histórico, el imperio romano, tenemos:
Un Estado como tal es el fin a que sirven los individuos, para el cual los individuos lo hacen todo. Esta época puede llamarse la edad viril de la historia. El varón no vive en la arbitrariedad del señor ni en su propia arbitrariedad, arbitrariedad de la belleza. Ha de hacerse a la labor penosa de servir y no en la alegre libertad de su fin. El fin es para él algo universal, sí; pero es también, al mismo tiempo, algo rígido a que ha de consagrarse. Un Estado, leyes, constituciones, son fines; a ellos sirve el individuo; en ellos, en el logro de ellos, sucumbe y alcanza su fin propio cuando ha alcanzado el fin universal. [8]
La universalidad del Estado romano estableció el principio de la disociación de las leyes con relación a las individualidades. Un logro importante en el camino de la expansión de la racionalidad jurídica, pero que quedó estrechamente vinculado con la necesidad y la facultad omnímoda del imperio. Por ello, la respuesta medieval a la formalidad universalista del imperio romano fue la restitución de la preeminencia de la individualidad como elemento indispensable de la conciliación entre Estado y sujeto. Al tener el sostén del cristianismo, que durante tres siglos se expandió de manera sostenida por los territorios del imperio, la metafísica religiosa conformó la anhelada restitución de la dignidad subjetiva:
…tiene que acontecer, pues, que la personalidad individual sea intuida, sabida y querida como purificada y transfigurada en sí misma para la universalidad... Frente al imperio exclusivamente profano contrapónese ahora el imperio espiritual, el imperio de la subjetividad, que se conoce a sí misma en su esencia, el imperio del espíritu. Así llega a manifestarse el principio del espíritu, según el cual la subjetividad es la universalidad. [9]
Después de más de mil años, la debacle medieval se debió a que hubo una contraposición entre la reconciliación de la subjetividad y la divinidad del cristianismo con el imperio profano constituido por la iglesia católica y los reinos a ella supeditados: “...el imperio espiritual es al principio un imperio eclesiástico, sumergido en la realidad exterior; y cuando el poder profano es oprimido exteriormente, perjudícase el eclesiástico. Esto constituye el punto de vista de la barbarie”. [10] Finalmente, se alcanza el principio sustancial de la Modernidad en la que “el espíritu encuentra la forma superior que le es universalmente digna, la racionalidad, la forma del pensamiento racional, del pensamiento libre” [11]; en la “que el sujeto es libre por sí y solo es libre por cuanto es conforme a lo universal y está sujeto a lo esencial: al reino de la libertad concreta”. [12]
REFERENCIAS [1] Hegel, G. W. F., Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal, Alianza, Madrid, 2004, p. 209. [2] Ibíd., p. 105. [3] Ibíd., p. 202. [4] Ibíd., p. 204. En todos los casos, Hegel se refiere a la época de las antiguas civilizaciones. [5] Ibíd., p. 205. [6] Ibídem. [7] Ibíd., pp. 206-207. [8] Ibíd., p. 207. [9] Ibíd., p. 209. [10] Ibíd., p. 210. [11] Ibíd., p. 211. [12] Ibíd., p. 210.

lunes, 16 de septiembre de 2024

Notas sobre las HMD (herramientas museológicas digitales)

*Comentarios sobre "La museología digital y el museo mexicano. Herramientas museológicas digitales, 1990-2008" de Rodrigo Witker Barra en Alteridades, 2009 19 (37), pp. 87-101. En México, los primeros esfuerzos sistemáticos para incorporar los beneficios digitales a los museos datan de hace ya treinta y cinco años. Refiere Witker en la nota al pie 10 de su artículo: "Para finales de los años ochenta, el INAH le encarga al doctor Manuel Gándara realizar un primer Inventario-Catálogo de sus acervos, para lo cual Gándara desarrolla un prototipo en plataforma Macintosh, y que se trata, sin duda, de la primera HMD creada en México". Esto coincide con la apertura del mercado masivo de las computadoras personales para casas y oficinas que, como se recordará, en nuestro país inició entre 1987 y 1988 y alcanzó su primera consolidación a mediados de los noventa del siglo pasado. En una primera impresión pareciera que hay un desfase entre la acelerada penetración masiva de las computadoras personales, hasta llegar a los altos números de la actualidad que, de acuerdo con el INEGI, son cerca de 50 millones de personas que las utilizan, y el avance de las HDM en la mayoría de los museos nacionales. Un asunto que no es menor abarca dos rubros cruciales que posiblemente ralentizaron la museología digital en México a principios del presente siglo: el presupuesto y la visión gerencial de los recintos que, a diferencia de los ámbitos corporativos, tardó en expandirse a través del circuito museístico nacional.
Vinculado con esto, comenta el autor:
En estricto orden cronológico, esta primera fase de la relación entre lo museológico y lo digital, que comienza a principios de los noventa, está determinada por lo que podemos llamar "apostar al futuro". Esta apuesta significó desde buscar las mejores plataformas informáticas, la mejor tecnología y los mejores recursos, y encontrar coincidencias entre los diversos lenguajes técnicos, hasta definir los procedimientos más adecuados para llevarla a cabo. Al mismo tiempo, esta relación siempre estuvo marcada por una mezcla de sensaciones y reacciones como la fascinación, el asombro, la decepción y la cautela (p. 90).
Lo cual nos lleva a las consideraciones operativas en las que se fusionan los dos conjuntos antedichos junto con los objetivos propuestos para fortalecer el vínculo entre el público y el museo mediante las HMD, lo que constituye la razón de ser de su implementación. Afirma Watker:
Las experiencias obtenidas de la construcción de estos multimedios interactivos fueron reflexionadas y sugeridas a manera de metodología de trabajo de la cual surgieron aspectos interesantes, por ejemplo: Usar una interfaz sencilla, limitar el número de opciones de navegación del usuario; hacer atractiva la interacción, aprovechar que al usuario le gusta explorar para encender su imaginación y su deseo de aprender; hacer que el usuario se sienta cómodo, el usuario continuará con su exploración durante más tiempo si sabe done está, cómo puede continuar, retroceder o salir, y si es estimulado con sonidos e imágenes; no obligar la lectura, de hecho, las personas obligadas a leer encuentran molesto tener que hacerlo en un monitor; considerar las limitaciones sensoriales del público: emplear no solamente colores, también íconos y palabras; contemplar un contenido no lineal: los ritmos y secuencias de lectura las establece el propio usuario (p. 92).
Esto, por supuesto, debe llevar a un aumento en los volúmenes de información y de alcance público de lo ofrecido por los museos, comprensión que, de manera cierta, es la norma en el circuito nacional de museos. De acuerdo con el autor (p. 100), los principales puntos en el uso de la HDM son: 1. Documentación de bienes culturales. 2. Promoción para la difusión masiva. 3. Gestión de los procesos museológicos. 4. Conformar un elemento narrativo para generar discursos en torno al museo. En consecuencia, siendo todo esto ya una norma de facto en la actualidad, los museos que o bien emprendieron, pero abandonaron el uso de las HMD, ya bien aún las tienen, pero son obsoletas o, en el peor de los casos, nunca han optado por incluirlas, deben considerarse como casos anómalos en los que habrá que evaluar las causas específicas que los han mantenido en alguno de los supuestos mencionados.

jueves, 22 de agosto de 2024

La cabeza de la hidra en la crítica literaria

Encontramos un puñado de análisis que se detuvieron a pensar —así sea de manera breve— sobre la solitaria novela detectivesca del autor. Buena parte de ellos se encuentra agrupada en la serie de reseñas contemporáneas a la salida al mercado de la novela y que, en su mayoría (fundamentalmente por razones de espacio), son simples apuntes a seguir para un mejor y más detenido desarrollo ulterior. Dentro de estos, destacan las observaciones de Lucille Kerr , cuya nota sobre la novela contiene de manera embrionaria algunos de los aspectos relevantes relacionados con las configuraciones del poder en el nivel mundial y su reiteración en el nivel nacional. Ocurre algo similar con los comentarios de uno de los críticos más importantes de las décadas de los setenta y ochenta del siglo pasado, José Joaquín Blanco, quien en sus escuetas consideraciones del thriller, llama la atención sobre un tema que encuadra puntualmente una de las intenciones de la novela y que la ubica con precisión en el desarrollo evolutivo ideológico-narrativo del escritor: la pérdida de la fuerza, al cabo de dos generaciones, de la ideología posrevolucionaria. En la reseña “The Twins in the Looking Glass” , Mary E. Davies enfatiza el carácter satírico de la obra, dando peso a las alusiones y visiones cinematográficas de la narración, especialmente en lo que se reiere al personaje principal, Félix Maldonado. Esto refuerza la interpretación de que la novela es de factura postmodernista, aunque no comparto del todo su idea de que Fuentes hace de Félix un personaje eminentemente humorístico, por más que este humor sea ácido y que se dirija contra la propia persona del personaje. Fernando García Núñez, en su recensión de la novela , observa el carácter intertextual de la obra, así como la dislocación del discurso del personaje eje al ser la historia narrada (a la que accede el lector) la crónica (hecha por un tercero) de una narración (la del personaje principal). Esta estructura en capas crea un entramado narrativo inestable en el que, en principio, todo puede ser puesto en duda porque no contamos con la fidelidad del narrador en primera instancia. En el ámbito estilístico, tal exploración narrativa también cuenta entre los atributos postmodernistas del libro. García Núñez comenta también dos posibilidades de las que discrepo: que la razón de ser de la trama es que el protagonista pueda realizar un acto verdaderamente libre, y que tal vez los dos grandes antagonistas de la intriga (el Director General y Timón) sean la misma persona. A la primera afirmación no le veo un peso real en el orden narrativo de la novela, ya que a mi entender el grueso de su entramado justo lo que demuestra es la imposibilidad de tal acontecimiento. A la segunda aseveración, la eventualidad de que el Director General sea uno con su enemigo, la veo como posible pero muy improbable, aunque sí existe cierto respaldo narrativo para considerarlo así.
En su artículo, “La cabeza de la hidra: Residuos del colonialismo” , Phillip Koldewyn plantea cuestiones de interés, aunque interpreta a la novela como parte de un continuo con la obra de juventud de Fuentes —la preeminencia de la simbología azteca, las máscaras como identidad trastocada del mexicano—, sin tomar en cuenta el quiebre ideológico fundamental de los setenta; la mencionada mengua de la ideología posrevolucionaria. Con todo, tiene hallazgos importantes como interpretar a Félix Maldonado como un símbolo de México, al Director General como uno del colonialismo y la posibilidad de ver a Maldonado «como un James Bond de muy reducidas posibilidades, puesto que sólo cuenta con la limitada tecnología y experiencia que le puede proporcionar un país del tercer mundo». Jorge Ibargüengoitia observa en sus comentarios sobre el libro un elemento capital: la función que desempeña uno de los disparadores de la acción en la trama: la búsqueda, persecución y lucha por la obtención de una enigmática piedra cristalina y destellante incrustada en un anillo. Al respecto, afirma que «es un objeto físico, perfectamente definido, que constituye el elemento fundamental de la trama…» . Sólo cabe aclarar que es el elemento fundamental de la trama en el nivel textual de la historia detectivesca directa, la historia de acción, ya que desempeña también una función alegórica en otros niveles narrativos que la obra posee. Raymond Williams en Los escritos de Carlos Fuentes hace algunas alusiones mínimas y circunstanciales a la novela, describiéndola como «menos ambiciosa que sus novelas anteriores» , aunque al comentar el ciclo “El Tiempo Político”, dentro del organigrama narrativo “La Edad del Tiempo”, propuesto por Fuentes para ordenar y comprender su obra , sí indica temas de importancia para la comprensión de La cabeza de la hidra al caracterizarla como un pastiche y subrayar el engarce que la narración hace con la obra de Michel Foucault, destacando la cuestión de la representación planteada en el capítulo inicial de Las palabras y las cosas . Por igual, señala un aspecto central de la obra: la distancia ideológica que plantea con relación al sistema de pensamiento del medio siglo mexicano; comentario que sólo ocupa un párrafo y algunas líneas más un poco más adelante, pero que no es desarrollado en profundidad a lo largo del libro.
El anterior repaso no ha pretendido, por mucho, ser exhaustivo. Sin duda, existen más textos analíticos sobre la novela que los aquí mencionados, especialmente en el medio académico estadounidense . No obstante, en comparación con el cúmulo de reseñas, ensayos y estudios sobre el resto de la obra de Carlos Fuentes, lo que se puede encontrar dedicado a la pieza del ’78 es magro y no hay un análisis monográfico que revise en profundidad del texto. En suma, La cabeza de la hidra ha sido mayoritariamente subestimada por la crítica al momento de considerarla dentro del vasto órgano de la narrativa de Carlos Fuentes. No obstante, hay algunos críticos que han percibido la importancia de la obra y han hecho análisis pormenorizados de la narración, dedicándole líneas puntuales: Chalene Helmuth en su libro The Postmodern Fuentes ; Edith Negrín en su artículo “La cabeza de la hidra entre la cultura y el petróleo” , y Lucrecio Pérez-Blanco, en su reseña-ensayo, “La cabeza de la hidra, novela-ensayo de estructura circular” , hacen aportaciones importantes al análisis literario de la obra. Así, del ensayo de Negrín destaco la concepción de la obra como una novela de ideas, lo mismo que una serie de afirmaciones en el sentido de que constituye, de manera primordial, una reflexión sobre el país y su posición como nación subdesarrollada o periférica en el contexto de la distribución del poder mundial. También son sustanciales sus observaciones sobre el manejo, uso y función de las abundantes citas shakesperianas en la novela, que sirven al mismo tiempo a la intratextualidad de la trama —en tanto que diálogos cifrados de algunos de los personajes (los espías nacionalistas)— que a la intertextualidad de la obra al hacer una inclusión sui generis de fragmentos variados de la obra de Shakespeare y las consecuencias que de esto se derivan —entre ellas, en mi interpretación, una alegoría del trastocamiento contemporáneo de los fundamentos renacentistas —. (Similarmente, aunque con menor importancia, aparecen una serie de citas y alusiones de Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll.) Tras leer este análisis, breve pero puntual, es claro que la incorporación, libre aunque esencial, del órgano shakesperiano en la narración, constituye un tema en sí mismo que quizá requiriera de un libro entero para pormenorizarlo. Por su parte, Lucrecio Pérez Blanco destaca la centralidad de México en la novela y, teniendo esto como trasfondo, afirma que ésta es una novela-ensayo en clave mítica. Me parece que sostener que la obra es un crossover de novela y ensayo es afirmar demasiado, ya que, en todo caso, como ocurre con diversas obras de Fuentes, es una novela de ideas y, más que mítica, yo la calificaría de alegórica, aunque la interpretación del crítico no es del todo desencaminada, ya que buena parte de la producción del novelista mexicano camina por los estrechos linderos en los que se combinan tramas, apreciaciones extra narrativas e invocación de diversas realidades textuales, entre las que los mitos han tenido una presencia sobresaliente (piénsese en La región más transparente, Cambio de piel , Zona sagrada y Terra Nostra , entre otras). Hay, no obstante, una observación que me ha parecido de suma importancia: Pérez Blanco la ubica en un presente mexicano que inicia en 1973, año de la crisis petrolera desencadenada por la OPEP. En el caso de la profesora Helmuth, afirma en su sobresaliente libro que la obra de Carlos Fuentes posterior a Terra Nostra es claramente postmodernista. Dentro de los argumentos que ofrece para sostenerlo se encuentra el tratamiento que el autor hace del tema de la subjetividad y sus corolarios: la identidad y la relación del individuo con el tiempo. Su análisis es ágil y sugerente. Es claro que hay un vínculo evocativo entre la elección del nombre ‘Diego Velázquez’, que adquirirá el protagonista principal, Félix Maldonado (tras la difuminación de su subjetividad a manos de poderes macro orgánicos que lo rebasan y sojuzgan), y la obra fundacional del estudio “arqueológico” foucaultiano. Como se recordará, Las palabras y las cosas inicia con el análisis estructural de Las meninas de Velázquez y las consecuencias que, de acuerdo con el autor, se derivan de éste para comprender la dinámica que diferencia y opone a la naciente episteme clásica, racional y representacional, del pensamiento premoderno, mimético y taxonómico, propio de la Edad Media y el Renacimiento; oposición y ruptura que posibilitará los desarrollos ontológicos posteriores de la Modernidad decimonónica. Félix tiene en un lugar prominente de su departamento una reproducción del cuadro y se concibe a sí mismo, en conjunción con su esposa, como el doble físico de Velázquez. En este sentido, creo que efectivamente la novela puede ser leída en clave postmoderna, aunque es debatible la conclusión general de Helmuth que sostiene que la obra toda de Fuentes ha decantado hacia esa vertiente estética a partir de la década de los setenta. (Apreciación que es compartida por Williams, aunque con mayor ambigüedad .) Al respecto, encuentro que la posible confusión deriva de la manera en que el autor concibió la totalidad de su obra como un órgano narrativo global: ésta es plenamente moderna en su concepción general, aunque posee trabajos postmodernos en lo particular. En este sentido, el esquema entero de sus creaciones, que él ha denominado “La Edad del Tiempo”, presenta un cariz hegeliano: es intrínsecamente temporal, se despliega en momentos particulares encadenados y, entre ellos, se realiza una constante retroalimentación dialéctica, es decir, cada uno evoca a los demás, pero al mismo tiempo los diluye en su singularidad, absorbiéndolos, integrándolos en su propia manera (textual) de ser: «En Hegel, todo lo que se ha dicho en un lenguaje puede recuperarse en otro lenguaje; desarrollamos el contenido interno de un modo de pensamiento y lo conservamos en el siguiente modo» .

miércoles, 14 de agosto de 2024

Consideraciones sobre el lenguaje y la ideología en LRMT

Además de su estatuto político, del gobierno que la rige y de los abitrarios trazos de sus límites geográficos, ¿qué es lo que constituye a una ciudad? A esta ciudad, la Ciudad de México (conocida en la época en que Fuentes escribió La región más transparente como México, D. F., y sus alrededores). ¿Cómo la identificamos como una y la misma a lo largo del tiempo? Dentro de su imparable crecimiento, de la radicalización de sus incompatibilidades internas y de la disparidad de sus habitantes, la Ciudad de México es una y la misma, por más que los diferentes momentos de su historia moderna sólo parecen compartir un centro urbano que se hunde en la arcilla. Hay tres grandes candidatos para rastrear la paradójica unidad de la ciudad, todos problemáticos y no definitivos: el lenguaje, la historia y la ideología. Carlos Fuentes tuvo en consideración esta tríada al momento de dar sustancialidad a su trabajo inaugural dentro de la novelística nacional. Intentó atrapar la totalidad del lenguaje, de la historia y de la conciencia metropolitanos por medio de la literatura, dotándolos de un relieve que cuestiona e intenta ir más allá de la novela tradicional (realista o naturalista). Al concebir La región más transparente, manifestó una voluntad meta isomórfica (es decir, que diera forma a la ciudad más allá de la descripción de ésta). El postulado tácito de la obra es la ambición de generar en el espacio narrativo una ciudad holográfica (tridimensional). Imaginó el proyecto como el paso de la abigarrada oralidad y la problemática socio-histórica del Valle de México a un nivel superior de la letra impresa, persiguiendo la novela acabada, definitiva. La ciudad que decidió recrear con base en esta voluntad tenía tres millones de habitantes, que ahora son la tercera parte de los que hay. Por eso creyó factible el proyecto de realizar una obra “experimental, ambiciosa, totalizadora” que omniabarcara la vida de la metrópoli.
Para lograr su objetivo eligió la técnica del encadenamiento de estereotipos en el espacio novelístico cuya razón de ser está más allá del plano de la trama interna de la narración. Es decir, elaboró una novela de tesis . La técnica, válida en sí misma, es riesgosa. Al seleccionarla como método narrativo, los personajes no poseen espesor psicológico-motivacional por sí solos, sino que funcionan como pretextos para ir engarzando la propuesta crítica de la obra. Dada esta complicación, se corre el riesgo de convertirlos en meros vehículos del pensamiento subjetivo del que escribe (por ejemplo, para exponer su ideología) en lugar de utilizarlos como elementos literarios que generen puentes narrativos entre el entramado novelístico y el plano de la especulación argumentativa sobre una realidad determinada. Al decidir esta estrategia global para su libro, el autor usó dos tácticas fundamentales: 1) generar un encadenamiento lingüístico multi direccional, dinámico y penetrante, y 2) establecer una serie de premisas ideológicas sobre la historia y la sociología de la ciudad que, por extensión, reflejaran las de la nación entera. Lo primero es un logro mayor de la novela. Razón que la ubicó en el canon de los libros indispensables de la generación del “boom” , o nueva novela hispanoamericana, y que estableció una tendencia en la novelística posterior del escritor. En cambio, la obra se anquilosa como proyecto totalizante y como tesis ideológica ante la realidad cambiante de la ciudad a través del tiempo y, más aún, ante el progresivo descredito de las especulaciones sobre la mexicanidad del medio siglo XX, comenzando por las de El laberinto de la soledad, marcando así dos problemas: la caducidad de las ideologías y la virtual imposibilidad de diseñar un ejercicio literario semejante en nuestros días. Para Fuentes, entonces, la técnica resultó bivalente.