Al
inicio de su libro Las incertidumbres del
saber, el eminente sociólogo neoyorquino, Immanuel Wallerstein, nos dice
que “En realidad, el pasado es lo que, desde el presente, creemos que es”. La
aseveración suena polémica desde el principio, no sólo porque la podemos
referir a nuestro pasado personal, con todo aquello que nuestra memoria subjetiva
ha podido rescatar de él y que tenemos por seguro, sino porque principalmente
la ubicamos en contraste con la historia, o con todo lo que ha pasado por
histórico en una comunidad determinada. Monumentos, documentos, pinturas, ruinas
arquitectónicas, reliquias, fotografías, crónicas y demás; en suma, la
totalidad de aquello que compendian los libros historiográficos y que da la
certeza de que el pasado es constante, fijo, inmutable y, sobre todo,
independiente del presente.
Por
ello Wallerstein advierte: “Por supuesto que hay un pasado real, pero siempre
lo miramos desde el presente, con la lente que queramos aplicarle. Y, claro
está, la consecuencia es que cada uno de nosotros ve un pasado distinto. Vemos
pasados distintos como individuos, como miembros de un determinado grupo y como
académicos”. Es decir, el pasado es una cantera inagotable de apoyos para el
presente. Debido a su característica inabarcable, el pretérito pone a
disposición de lo contemporáneo una multiplicidad de acontecimientos,
personajes, lugares y acciones a utilizarse según necesidades. O sea, en la
medida que todo ocurre en el mundo de manera simultánea, en bloque y una sola
vez, el conjunto de acontecimientos realmente existentes es potencialmente
infinito y, por lo tanto, incognoscible de manera plena. Hay tantos sucesos
como interacciones en cada momento del tiempo. Es aquí donde la historia, el
pasado, adquiere su maleabilidad para ajustarse al presente.
Esto
ha sido explotado virtuosamente por los narradores modernos, quienes por medio
de la imaginación y la potencia retórica han iluminado fantásticamente aquellos
paisajes mentales que la historiografía oficial ha excluido de su narrativa por
factores diversos de índole social, político y científico. Ejemplos
paradigmáticos de estos narradores han sido León Tolstoi con Guerra y paz, y Walter Scott con Waverly, consideradas obras culminantes
del género de la novela histórica durante el siglo XIX. Durante el siglo XX
destacó en el terreno del best-seller
histórico Gary Jennings con obras como El
viajero y Azteca, mientras que en
el ámbito de las letras latinoamericanas, el insigne literato mexicano Carlos
Fuentes, recientemente fallecido, exploró con maestría el camino de la
ficcionalización histórica en trabajos como Terra
Nostra, El naranjo o los círculos del
tiempo y Los años con Laura Díaz,
todas ellas obras indispensables en el ámbito de las letras españolas.
Edición original (1993) de El naranjo de Carlos Fuentes. |
Pero
el manejo de la historia con fines imaginativos, ilustrativos, revisionistas,
contestatarios o ideológicos no se limita al ámbito de la literatura histórica
de ficción, sino que es asimismo moneda corriente en el terreno político. Así
lo subraya el escritor y crítico estadounidense Lewis H. Lapham en un ensayo
publicado en la revista Harper’s Magazine
del mes de mayo de este año, titulado “Ignorance of Things Past”. Dice ahí que
existe una tendencia generalizada entre la clase política a ver en el pasado un
tiempo glorioso al que debería regresarse, sea desde el bando conservador, sea
desde el bando progresista. Cada uno tiene sus momentos, sus próceres, sus
acontecimientos favoritos para afirmar una “edad de oro” pretérita a la que
sería necesario volver de una u otra manera. El problema con esto es que,
generalmente, se hace a manera de monolito kitsch,
sin contexto y sin análisis profundo; simplemente se afirma que la historia es
un lugar digno de volver sin más. Esto, por supuesto, es parte de la mitología
histórica de todo estado-nación en el mundo.
Junto
con la afirmación de un supuesto tiempo pasado mejor, existe una estrategia
política en sentido inverso: el señalamiento de los graves errores históricos
cometidos con antelación que deben quedar desterrados de raíz. Esto es algo muy
común en sociedades que han hecho transiciones de regímenes totalitarios o
autoritarios a conformaciones democráticas o, por lo menos, menos opresivas que
las anteriores. Ejemplos históricos recientes son Rusia, que superó la era del
poder soviético; Chile, que vivió un acelerado proceso democratizador tras el
periodo de la dictadura militar de Augusto Pinochet y, por supuesto, México,
que en el año 2000 se deshizo, vía las urnas, de siete décadas de poder de un
partido prácticamente único, autoritario y clientelista.
En
este sentido, los argumentos del pretendido idilio mexicano bajo el régimen de
partido único (que incluso hoy llegan a esgrimir tibiamente los adherentes al
mismo), en el que supuestamente hubo un periodo de paz sostenida, crecimiento
urbano y asistencial, productividad ascendente y presencia económica internacional,
así como una firme administración del gobierno en todos sus ámbitos y niveles,
se encuentra ahora desprestigiado por tres razones fundamentales: 1) los
supuestos logros de la época del autoritarismo mexicano es lo menos que se
puede pedir a un Estado con relación a su ciudadanía; 2) se ha caído en cuenta
que, de no ser por la forma piramidal, corporativista y corrupta de los
gobiernos pertenecientes al partido único, el crecimiento nacional en todos los
rubros hubiera sido mucho mayor al que realmente fue; 3) los yerros inherentes
a una forma ensimismada del poder, como la represión ciudadana, la censura
mediática y la impostura democrática son imperdonables para las generaciones
actuales que viven en un mundo hiperconectado, veloz, informado y anhelante de
ejercer con plenitud los derechos ciudadanos universales.
Por
supuesto, la mudanza hacia una forma de interacción social plenamente
democrática es un proceso que toma tiempo y que es particularmente lento y
accidentado en naciones que vivieron generaciones enteras bajo el manto de un
partido omniabarcador. Por ello, la circunstancia mexicana sigue aún en el
periodo de transición del autoritarismo a la plena democratización de todos los
ámbitos de la vida. Esa es la razón fundamental de que incluso los cuadros
progresistas y contrarios al que fuera el partido único sean escisiones del
mismo. La oposición real a éste funcionó históricamente como disidencia (y el
ejemplo del movimiento democratizador de 1988 es claro en este sentido), cosa
que no hace sino poner de manifiesto la operación monolítica del poder bajo el
autoritarismo, cuya usurpación de la vida política produjo una cultura de mando
difícil de desterrar y que aún hoy se encuentra lastrada por prácticas del
viejo régimen, como el clientelismo, las prebendas y el peso excesivo de las
personalidades carismáticas, lo mismo en los políticos de izquierda que en los
de derecha.
Algunos
críticos no han sabido leer esta circunstancia y lanzan ataques constantes
contra las personalidades individuales, asimiladas a los partidos opuestos a la
herencia del autoritarismo, que en su momento se formaron y trabajaron dentro
del mismo. Eso es no comprender la capacidad que tuvo el antiguo régimen para
permear la totalidad de la acción política de la nación durante casi un siglo
entero. Nos encontramos en un periodo transitorio en el que las personalidades
políticas determinantes siguen siendo, de manera notable, bifurcaciones del
añejo statu quo; aunque, por
supuesto, se espera que al cabo de una generación los actores políticos
decisivos del progresismo emerjan de la sociedad civil y se incorporen a la vida
política sin la pesada herencia del pasado. Justo esto es lo que revela la bien
llamada “Primavera Mexicana”, movimiento juvenil informado, combativo y
clasemediero, que reafirma una importantísima herencia de la Modernidad: los
jaloneos hacia adelante en la vida social y política de las naciones han
surgido del modo de vida burgués.
El movimiento Yo soy 132 y el inicio de la llamada "primavera mexicana". |
Las
manifestaciones recientes de universitarios mexicanos, concentradas en el
centro nacional por excelencia, la Ciudad de México, han partido de un sesgo
histórico fundamental: el rompimiento con un pasado que no les pertenece sino
como el peso muerto de una tradición que se niega a desaparecer. Los jóvenes
que han inundado las redes sociales virtuales con eslóganes de protesta y que
han salido a las calles a manifestarse en contra de todo aquello que con
justeza perciben como herencia del autoritarismo mexicano del siglo XX,
reafirman que para ellos la historia ha comenzado con el siglo XXI, el nuevo milenio
y el avance democrático nacional del año 2000. Retoman los aspectos negativos
del régimen (y de los poderosos medios a su servicio) que por antonomasia negó
la vida democrática mexicana durante la práctica totalidad del siglo pasado,
para imaginar un futuro en el que la historia puede y debe ser distinta. Como
ocurre siempre con todo uso de la historia, su elección es parcial y con
inclinaciones puntuales, pero quién podría negar que eso y sólo eso es lo que necesita
una nación a la que por décadas se le ha negado el pleno acceso a la actual forma
del mundo occidental: provisional, mutante, epistémica y con plena libertad de
elección.
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