En su obra No es país para viejos (No Country for the Old Men), el novelista estadounidense Cormac McCarthy realiza una disección alegórica del horizonte nihilista al que ha llegado nuestra civilización y que lo advirtiera Friedrich Nietzsche hace más de un siglo. Con su inconfundible estilo descarnado, uno de los más destacados novelistas estadounidenses vivos muestra por medios literarios los intersticios de un cambio esencial en el modo de concebirnos como sociedad global. Cito el inicio de la obra:
Mandé a un chico a la cámara de gas en Huntsville. A uno nada más. Yo lo arresté y yo testifiqué. Fui a visitarlo dos o tres veces. Tres veces. La última fue el día de su ejecución. Naturalmente, no quería ir. Había matado a una chica de catorce años y les puedo asegurar que yo no sentía grandes deseos de ir a verle y mucho menos de presenciar la ejecución, pero lo hice. La prensa decía que fue un crimen pasional y él me aseguró que no hubo ninguna pasión. Salía con aquella chica aunque era casi una niña. Él tenía diecinueve años. Y me explicó que hacía mucho tiempo que tenía pensado matar a alguien. Dijo que si lo ponían en libertad lo volvería a hacer. Dijo que sabía que iría al infierno. De sus propios labios lo oí. No sé que pensar de eso. La verdad es que no. Creía que nunca conocería a una persona así y eso me hizo pensar si el chico no sería una nueva clase de ser humano.[1]
«Una nueva clase de ser humano». La sentencia es interesante por lo que implica. Establece la posibilidad de que, en el trayecto de la civilización occidental post-humanista, hayan sido configurados individuos ajenos a los rasgos mínimos de solidaridad y compasión hacia los otros, establecidos de acuerdo con la ideología humanista de la Modernidad cuya encarnación institucional ha sido la invención de los Derechos Humanos.[2]
No es que la criminalidad no haya existido desde que las primeras civilizaciones emergieron en la cuenca del Éufrates recién pasado el Neolítico, sino que es posible que, como dice el sombrío pasaje de McCarthy, nos encontremos ante un ámbito social en el que ésta no sea la anomalía sino la regularidad. Porque en la actualidad los factores de desenfreno y de desinhibición son parte constitutiva de la cotidianidad. Junto con ellos, el principio rector del sistema-mundo capitalista, el valor de intercambio de todo cuanto existe, han dado como resultado una mezcla que tiene como resultado individuos ajenos a la mesura o la piedad.[3]
Sloterdijk ha hecho ver este horizonte posthumanista, engarzándolo con la época en que por primera vez en el mundo occidental las fuerzas desinhibitorias fueron ejecutadas como entretenimiento: la Roma de los juegos sangrientos:
En la civilización de la alta cultura los hombres se ven permanentemente reclamados a la vez por dos grandes poderes formativos que, en pro de la simplificación, aquí llamaremos sencillamente influencias inhibidoras y desinhibidoras… En la época de Cicerón estos dos polos de influencia aún se pueden identificar con facilidad, porque cada uno de ellos posee su propio medio característico. Respecto a las influencias embrutecedoras, los romanos, con sus anfiteatros, sus peleas de animales, sus juegos de lucha a muerte y sus espectáculos de ejecución, tenían montada la red de medios para el entretenimiento de masas más exitosa del mundo antiguo. En los rugientes estadios de toda el área mediterránea, el desinhibido Homo inhumanus lo pasaba tan a lo grande como prácticamente jamás antes y raras veces después. Sólo el género de las Chain Saw Massacre culmina la anexión de la moderna cultura de masas al nivel del antiguo consumo de bestialidades [del circo romano].[4]
El arco que vincula a nuestra civilización, en su etapa postmodernista, con el periodo de los espectáculos sangrientos de la Roma antigua es la dilución de las amarras —morales, institucionales y civilizatorias— de los instintos voraces y violentos de nuestra especie. Hoy como en aquel entonces, la muerte, la mutilación y la crueldad son parte de la cotidianidad. En aquellos tiempos aún era necesario ir a un recinto de sangre específico, cuyo paradigma lo podemos ver todavía hoy en las ruinas del Coliseo; en la actualidad, todo queda a un click de distancia del espectador regodeado en la pérdida de las mencionadas amarras morales y civilizatorias, es decir, extasiado en su desinhibición. Por ello, agrega Sloterdijk que esto ya tiene una influencia real, más allá del ámbito de la fantasía o de lo ideológico: ha creado sujetos que ejercen el poder de sus influencias desinhibitorias (o embrutecedoras) en contra del resto de sus semejantes:
En la cultura actual está teniendo lugar una lucha de titanes entre los impulsos domesticadores y los embrutecedores y entre sus medios respectivos. Y ya serían sorprendentes unos éxitos domesticadores grandes, a la vista de este proceso civilizador en el que está avanzando, de forma según parece imparable, una ola de desenfreno sin igual: Remito en este punto a la ola de violencia que irrumpe en estos momentos en las escuelas de todo el mundo occidental, y especialmente en EE UU, donde los profesores empiezan a instalar sistemas de seguridad contra los alumnos. De igual manera que en la Antigüedad el libro perdió la batalla contra el teatro, así también hoy podría la escuela perder la batalla contra poderes educativos indirectos como la televisión, las películas violentas y otros medios de desinhibición, si no surge una nueva cultura del cultivo propio que mitigue esa violencia.[5]
De esta manera, podemos considerar el siguiente cuadro representativo de los penetrantes medios de desinhibición de nuestra era, ligados a gigantescos canales de difusión planetaria:
Aquí es importante realizar algunas precisiones para evitar el moralismo fácil. Con certeza, Normas para el parque humano, a diferencia de lo que falsamente difundió Jürgen Habermas en su momento, no es un texto de celebración de esta circunstancia. Por lo contrario, es una crítica contundente al estado de cosas de la época contemporánea en el mundo occidental. Si se quiere, es una crítica moral a nuestro tiempo. Pero también es la descripción neutral de lo que, simplemente, ocurre, más allá de consideraciones binarias entre lo bueno y lo malo. Justo esto es lo que intento rescatar en el cuadro antevisto.
La red desregulada, espacio por excelencia para la desinhibición mediática. |
De manera cierta, una vez que hemos sido modernos, no podemos más que ver en el proceso de desinhibición actual, lo que los humanistas greco-romanos llamaban “embrutecimineto”, un problema civilizatorio mayor, justamente porque lo que en éste se lleva a efecto es la disolución de los principios metafísicos de la Modernidad que, al cabo, se convirtieron en principios estructurales de la civilización occidental.
No obstante, también se puede ver en dichos procesos extremos ─extrema violencia, extrema crueldad, extrema tolerancia psicológica a ambas, etcétera─ la consecuencia inevitable de la contra cara de la Modernidad: la dinámica de mercantilización de todo lo existente y la cohesión social con base en la funcionalidad productiva. Algo que hermana al empresario y al pirata (o al capo y al sicario), como lo estableció Sloterdijk en su obra En el mundo interior del capital.
Sobre esto insistieron filósofos del siglo XX como Theodor Adorno y Michel Foucault. En síntesis, establecieron que la metafísica ético-jurídica de la Modernidad, signada por el humanismo libresco y la invención burguesa de las instituciones de la democracia (de élites) representativa fueron maneras de hacerse con el poder por medios nuevos por parte de una clase social acotada. Algo que se tiene que seguir reflexionando de manera puntual en este siglo XXI.
En Normas para el parque humano, Sloterdijk es consciente de ello, pero al mismo tiempo sabe que la dialéctica entre humanismo y embrutecimiento, de larga prosapia occidental, como lo manifiesta al referir la idea de Platón sobre el pastoreo del hombre por el hombre, es prácticamente inevitable. Y que incluso en la época posmoderna del declive del libro y la lectura, tendría que realizarse de alguna manera el control de los instintos violentos de nuestra especie.
Sloterdijk: mirada crítica hacia el futuro. |
Por ello, lanza la provocadora idea de un control genético futuro del comportamiento individual. Algo que en su momento también fue tergiversado por sus detractores, calificándolo de eugenésico. Pero no: simplemente advirtió lo que se atisba en el porvenir. Ante la incapacidad de un encauzamiento tradicional de la conducta mesurada, las estructuras de control y poder habrán de recurrir a la tecnociencia para un mínimo control de las masas. Probablemente, estemos mucho más cerca de lo que pensamos de llegar a esa nueva etapa de la civilización occidental institucionalizada.
[1] McCarthy, Cormac, No es país para viejos, Barcelona, Mondadori, 2006, p. 9.
[2] Por esta razón, uno de los más renombrados teóricos del último cuarto de siglo, el finado filósofo estadounidense Richard Rorty, insistió a lo largo de su trayectoria intelectual que lo importante no era tanto ocuparnos de la verdad y la bondad en sentido metafísico, sino en construir sociedades y maneras de convivencia en las que las personas edificaran verdaderos lazos de solidaridad con sus semejantes y en los que la crueldad fuera entendida como lo peor que puede ejercer el ser humano hacia los otros y hacia el resto de los seres vivos, incluyendo al propio planeta. Véase su obra paradigmática, Contingencia, ironía y solidaridad, Barcelona, Paidós, 1991.
Por supuesto, Rorty fue consciente de que la opción de una ejecución pragmática de los principios modernos, eliminando su carácter ideológico y metafísico, era el clavo ardiente de la civilización posmoderna.
[3] La filósofa mexicana, Sayak Valencia, ha estudiado este fenómeno postcivilizatorio, en el que se entrecruza la mercantilización de los cuerpos humanos, horizontes de vida no humanistas y ambientes de violencia cotidiana. Ha llamado a los individuos así formados “sujetos endiagros” o “sujetos monstruosos”. Véase su penetrante y debatible obra Capitalismo gore (Paidós, México, 2019).
[4] Véase, Sloterdijk, Peter, Normas para el parque humano, Madrid, Siruela, 2006, pp. 32-34 y nota 4.
[5] Ibid, p. 72 y nota 18.
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