En el episodio de fin de la primera temporada de la estupenda versión televisiva de The Walking Dead (transmitida por Fox Enterteinment para todo el mundo), el grupúsculo de sobrevivientes de la infestación masiva de zombis, encabezados por el policia de pueblo, Rick Grimes (Andrew Lincoln), logra llegar a las instalaciones del CDC en Atlanta, Georgia. En dicho lugar sólo queda un investigador, el doctor Edwin Jenner (Noah Emmerich), no hay comunicaciones y el sitio está a punto de quedarse sin combustible para mover las plantas de energía que hacen funcionar el cableado total del edificio inteligente. Cuando esto ocurra, el sistema de seguridad automatizado, iniciará una “descontaminación completa”, consistente en activar una bomba termobárica que incendiará el aire y generará una explosión masiva.
Justamente al final del episodio, tras una dramática huída del lugar y con el doctor Jenner aceptando su trágico destino como capitán de un barco que se hunde, una explosión total hace estallar al edificio hasta desmoronarlo de la cúpula a los cimientos en medio de una imponente bola de fuego. El grupo de errantes supervivientes observa al cabo que de la monumental estructura hiper tecnologizada del Center of Disease Control de Atlanta sólo quedan una inmensa pila de escombros llameantes y una nube de humo negro dispersándose por el aire caliente y húmedo del verano sureño. La última línea de defensa institucional ante la acometida voraz del mundo zombi se ha reducido al humo y al polvo.
En el mismo capítulo, los protagonistas, quienes conforman una comuna nómada de jirones de humanidad, se dan cuenta de que ya nada queda de la civilización tal y como la conocieron. Al llegar a las instalaciones del CDC y ver que sólo resta el último investigador, sin muestras vivas para analizar (destruidas en una accidente de laboratorio anterior), sin posibilidad de comunicarse con sus pares en el resto del mundo (de los que únicamente sabe él que los franceses fueron los últimos en resistir), conversando en soledad con la computadora parlante del lugar, y atenido a su destino final inexorable (calcinarse junto con el edificio entero), el panorama vital adquiere su verdadero significado: están, en palabras del propio investigador, de frente al “evento de extinción” de la especie humana. Todo lo que fue cierto y seguro en su cotidianidad anterior ha desaparecido para siempre. La epidemia ha sido global y su nivel de destrucción ha sido descomunal.
La llegada al CDC, la breve estancia en éste y el encuentro con el último hombre de la línea de defensa civilizatoria del mundo por ellos conocido, conforman para los supervivientes del evento de extinción zombi un espacio clarividente, una regurgitación histórica propicia para la auto reflexión; caen en la cuenta de la magnitud de su inermidad en un mundo que siempre estuvo sostenido con alfileres, a pesar de que estos se revistieran como portaaviones, misiles inteligentes y aviones supersónicos de combate. Observan, entonces, la otra cara del mundo tanto tiempo dado por sentado, la futilidad del confort que fue. En ese momento trascendental, llegan a la comprensión de la fragilidad de la vida burguesa; de cómo en un mundo que se transformó ante sus ojos, ya nunca más hubo centro y periferia, puesto que todos al cabo fueron excéntricos en su desdicha.
Justamente al final del episodio, tras una dramática huída del lugar y con el doctor Jenner aceptando su trágico destino como capitán de un barco que se hunde, una explosión total hace estallar al edificio hasta desmoronarlo de la cúpula a los cimientos en medio de una imponente bola de fuego. El grupo de errantes supervivientes observa al cabo que de la monumental estructura hiper tecnologizada del Center of Disease Control de Atlanta sólo quedan una inmensa pila de escombros llameantes y una nube de humo negro dispersándose por el aire caliente y húmedo del verano sureño. La última línea de defensa institucional ante la acometida voraz del mundo zombi se ha reducido al humo y al polvo.
En el mismo capítulo, los protagonistas, quienes conforman una comuna nómada de jirones de humanidad, se dan cuenta de que ya nada queda de la civilización tal y como la conocieron. Al llegar a las instalaciones del CDC y ver que sólo resta el último investigador, sin muestras vivas para analizar (destruidas en una accidente de laboratorio anterior), sin posibilidad de comunicarse con sus pares en el resto del mundo (de los que únicamente sabe él que los franceses fueron los últimos en resistir), conversando en soledad con la computadora parlante del lugar, y atenido a su destino final inexorable (calcinarse junto con el edificio entero), el panorama vital adquiere su verdadero significado: están, en palabras del propio investigador, de frente al “evento de extinción” de la especie humana. Todo lo que fue cierto y seguro en su cotidianidad anterior ha desaparecido para siempre. La epidemia ha sido global y su nivel de destrucción ha sido descomunal.
La llegada al CDC, la breve estancia en éste y el encuentro con el último hombre de la línea de defensa civilizatoria del mundo por ellos conocido, conforman para los supervivientes del evento de extinción zombi un espacio clarividente, una regurgitación histórica propicia para la auto reflexión; caen en la cuenta de la magnitud de su inermidad en un mundo que siempre estuvo sostenido con alfileres, a pesar de que estos se revistieran como portaaviones, misiles inteligentes y aviones supersónicos de combate. Observan, entonces, la otra cara del mundo tanto tiempo dado por sentado, la futilidad del confort que fue. En ese momento trascendental, llegan a la comprensión de la fragilidad de la vida burguesa; de cómo en un mundo que se transformó ante sus ojos, ya nunca más hubo centro y periferia, puesto que todos al cabo fueron excéntricos en su desdicha.
La explosión del CDC |
Así planteado, el mundo de los zombis, la imaginería zombística que ha llegado a su punto de inflexión con la obra de Robert Kirkman, tanto en su serie de novelas gráficas original, como en la adaptación televisiva de la misma, hace emerger un temor profundo de la psique humana: la capacidad innata para hacer del otro el objeto de nuestro irracional desenfreno. «De manera sutil, los zombis representan cierto número de nuestras más profundas inseguridades. El miedo de que, en el fondo, no seamos sino poco más que animales determinados sólo por los apetitos. Los zombis también puede representar la amenaza del colectivismo en contra de la individualidad. La noción de que podamos ser engullidos y olvidados, nuestra particularidad devorada por la multitud» (véase Pegg, Simon, “Afterword” a Kirkman, Robert, The Walking Dead, Vol. 2: “Miles Behind Us”, Image, Montreal, 2004).
En buena parte del mundo periférico contemporáneo, esa multitud feroz es una legión de sujetos desinhibidos, desregulados y nihilistas que no conocen más horizonte de vida que la satisfacción de sus apetitivos más primarios. En el caso particular de México, la mayoría de ellos orbitan en torno al poder dispensado por las inmensas estructuras criminales del país, que han conformado verdaderos imperios corsarios transnacionales en los que el capitalismo ha sido llevado al extremo; a un paso de su reducción al absurdo. Un mundo en el que, como dice Luigi Amara en su ensayo "El apocalipsis tibio" (puede verse en http://revistareplicante.com/literatura/ensayo/el-apocalipsis-tibio/), el dinero tiene más valor que la vida. Al respecto, en sus estupendas obras sobre la actualidad siniestra de México, Charles Bowden y Sergio González Rodríguez erigen la profunda descripción de una realidad pantanosa, atroz, inasible en muchos sentidos. (Me refiero, por supuesto, a los ensayos-crónica-reportajes, Ciudad del crimen (México, Grijalbo, 2009) y El hombre sin cabeza (México, Anagrama, 2009)). En estos, ponen de manifiesto el advenimiento de un proceso deshumanizador encarnizado y poderoso, cuyas raíces tienen décadas, cuando no siglos, de haberse gestado. Un plexo psicosocial estructurado con base en el ejercicio irredento de la crueldad (fundamento último del nihilismo moderno, de acuerdo con André Glucksmann en su obra Dostoievski en Manhattan). La diseminación de fuerzas misantrópicas que estallan imparables a lo largo y ancho de territorio nacional. Dicha energética destructiva tiene como motor incesante la lógica del capitalismo tardío llevado al extremo, pero también se ha dotado de un aura de misticismo retorcido que, como toda inclinación religiosa, intenta dar sentido a lo sin sentido.
Viñeta de la novela gráfica The Walking Dead |
Los actores que llevan al cabo la construcción de este orden social contrasistémico, que día con día crece en fuerza y extensión, han sido los subproductos del orden capitalista global; los engendros dejados en la periferia enchiquerada del sistema cuyas mentes se han formado en el bombardeo imparable de los deseos capitalistas, el consumo de drogas baratas y la aniquilación absoluta de los valores burgueses que cándidamente las sociedades occidentales han cantado alegremente como universales. Son verdaderas hordas salvajes que al tiempo que no tienen una noción abstracta de la persona, tampoco tienen nociones como la del futuro y la prosperidad postergada. Si hay un enclave en el que las exquisitas disquisiciones postmodernistas sobre el fin de la historia adquieren dramática carne y sangre es aquí. En la construcción de estas individualidades y sus respectivas interacciones sociales, el orden lineal de la historia, la idea de una teleología temporal y el acoplamiento institucional respectivo, sencillamente no existen. La vida es la irrupción cotidiana de lo aleatorio, comienza al despertar y termina al dormir, en un maremágnum de violencia sin cortapisas; así cada día, todos los días: “…los cortadores de cabezas son personas primarias. Carecen de inteligencia emotiva, capacidad de abstracción, normas morales, excepto las más básicas… Responden a pulsiones de vida o muerte” (González Rodríguez, p., 58). Justo como los zombis de Kirkman.
Algunos de ellos realizan simulacros de personas, como intentando elevarse por sobre su naturaleza de muertos vivientes. Pero la pantomima se erige sobre lo más primitivo de la mente humana, resabio de órdenes psicoculturales arcaicos, que los esfuerzos ilustrados no pudieron nunca extirpar: el impulso religioso; aunque para estas masas zombificadas adquiere la forma deleznable del culto a su propio salvajismo: la llamada Santa Muerte y su ola de supersticiones, charlatanería y, en último término, auto adoración de la atrocidad como modo de vida. González Rodríguez lo describe en su monumentalidad literal: una estatua de la Santa Muerte de veintidós metros de altura en un templo de dicho culto en algún lugar del Estado de México. Exageración arquitectónica que revela un mundo por el que la Modernidad sólo pasó de manera retorcida, residual, incipiente, pero jamás con su flanco de humanismo, ilustración y bienestar. Un ambiente en el que ser moderno solamente significa economía de mercado y estar a la vanguardia de los pulcros artefactos de destrucción por excelencia: la industria global de las armas.
La dinámica nacional actual, que tiene vínculos preclaros con otras zonas de disolución del Estado nacional y la institucionalidad formal, simbólica y conceptual que le es aneja, como han sido el África meridional y Centroamérica, remite a la prístina simbolización lograda en el episodio mencionado de The Walking Dead: la pérdida del CDC como la desintegración del último reducto del pensamiento científico, racionalista y constructor de mundo posibilitado por la dinámica civilizatoria occidental por excelencia, la Modernidad de corte paneuropeo. Tras ella, el acecho del exterminio del ser humano es una posibilidad latente. No porque de manera eurocéntrica se afirme que la naturaleza humana es indistinguible del modo de ser occidental en su encarnación moderna tricentenaria; sino porque, simple y llanamente, dicho orden conceptual, político y cultural ha sido el único capaz de atenazar con una malla de humanismo y cientificismo (si bien paradójico y nunca completo, como desde Nietzsche sabemos), las pulsiones más mortíferas, irrefrenables y voraces de dicha naturaleza antropogénica. Al desintegrarse en el aire, únicamente queda un conjunto de sobrevivientes asustados, mal preparados y con jirones de esperanza, huyendo como pueden de las turbas de zombis que acechan sin fin en un mundo que, para siempre, dejó de ser la casa que fue.
Este ensayo también ha sido publicado en Replicante: http://revistareplicante.com/literatura/ensayo/zombilandia/