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Revista Replicante

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jueves, 16 de febrero de 2012

Zombilandia

En el episodio de fin de la primera temporada de la estupenda versión televisiva de The Walking Dead (transmitida por Fox Enterteinment para todo el mundo), el grupúsculo de sobrevivientes de la infestación masiva de zombis, encabezados por el policia de pueblo, Rick Grimes (Andrew Lincoln), logra llegar a las instalaciones del CDC en Atlanta, Georgia. En dicho lugar sólo queda un investigador, el doctor Edwin Jenner (Noah Emmerich), no hay comunicaciones y el sitio está a punto de quedarse sin combustible para mover las plantas de energía que hacen funcionar el cableado total del edificio inteligente. Cuando esto ocurra, el sistema de seguridad automatizado, iniciará una “descontaminación completa”, consistente en activar una bomba termobárica que incendiará el aire y generará una explosión masiva.
Justamente al final del episodio, tras una dramática huída del lugar y con el doctor Jenner aceptando su trágico destino como capitán de un barco que se hunde, una explosión total hace estallar al edificio hasta desmoronarlo de la cúpula a los cimientos en medio de una imponente bola de fuego. El grupo de errantes supervivientes observa al cabo que de la monumental estructura hiper tecnologizada del Center of Disease Control de Atlanta sólo quedan una inmensa pila de escombros llameantes y una nube de humo negro dispersándose por el aire caliente y húmedo del verano sureño. La última línea de defensa institucional ante la acometida voraz del mundo zombi se ha reducido al humo y al polvo.
En el mismo capítulo, los protagonistas, quienes conforman una comuna nómada de jirones de humanidad, se dan cuenta de que ya nada queda de la civilización tal y como la conocieron. Al llegar a las instalaciones del CDC y ver que sólo resta el último investigador, sin muestras vivas para analizar (destruidas en una accidente de laboratorio anterior), sin posibilidad de comunicarse con sus pares en el resto del mundo (de los que únicamente sabe él que los franceses fueron los últimos en resistir), conversando en soledad con la computadora parlante del lugar, y atenido a su destino final inexorable (calcinarse junto con el edificio entero), el panorama vital adquiere su verdadero significado: están, en palabras del propio investigador, de frente al “evento de extinción” de la especie humana. Todo lo que fue cierto y seguro en su cotidianidad anterior ha desaparecido para siempre. La epidemia ha sido global y su nivel de destrucción ha sido descomunal.
La llegada al CDC, la breve estancia en éste y el encuentro con el último hombre de la línea de defensa civilizatoria del mundo por ellos conocido, conforman para los supervivientes del evento de extinción zombi un espacio clarividente, una regurgitación histórica propicia para la auto reflexión; caen en la cuenta de la magnitud de su inermidad en un mundo que siempre estuvo sostenido con alfileres, a pesar de que estos se revistieran como portaaviones, misiles inteligentes y aviones supersónicos de combate. Observan, entonces,  la otra cara del mundo tanto tiempo dado por sentado, la futilidad del confort que fue. En ese momento trascendental, llegan a la comprensión de la fragilidad de la vida burguesa; de cómo en un mundo que se transformó ante sus ojos, ya nunca más hubo centro y periferia, puesto que todos al cabo fueron excéntricos en su desdicha.

La explosión del CDC

Así planteado, el mundo de los zombis, la imaginería zombística que ha llegado a su punto de inflexión con la obra de Robert Kirkman, tanto en su serie de novelas gráficas original, como en la adaptación televisiva de la misma, hace emerger un temor profundo de la psique humana: la capacidad innata para hacer del otro el objeto de nuestro irracional desenfreno. «De manera sutil, los zombis representan cierto número de nuestras más profundas inseguridades. El miedo de que, en el fondo, no seamos sino poco más que animales determinados sólo por los apetitos. Los zombis también puede representar la amenaza del colectivismo en contra de la individualidad. La noción de que podamos ser engullidos y olvidados, nuestra particularidad devorada por la multitud» (véase Pegg, Simon, “Afterword” a Kirkman, Robert, The Walking Dead, Vol. 2: “Miles Behind Us”, Image, Montreal, 2004).
En buena parte del mundo periférico contemporáneo, esa multitud feroz es una legión de sujetos desinhibidos, desregulados y nihilistas que no conocen más horizonte de vida que la satisfacción de sus apetitivos más primarios. En el caso particular de México, la mayoría de ellos orbitan en torno al poder dispensado por las inmensas estructuras criminales del país, que han conformado verdaderos imperios corsarios transnacionales en los que el capitalismo ha sido llevado al extremo; a un paso de su reducción al absurdo. Un mundo en el que, como dice Luigi Amara en su ensayo "El apocalipsis tibio" (puede verse en http://revistareplicante.com/literatura/ensayo/el-apocalipsis-tibio/), el dinero tiene más valor que la vida. Al respecto, en sus estupendas obras sobre la actualidad siniestra de México, Charles Bowden y Sergio González Rodríguez erigen la profunda descripción de una realidad pantanosa, atroz, inasible en muchos sentidos. (Me refiero, por supuesto, a los ensayos-crónica-reportajes, Ciudad del crimen (México, Grijalbo, 2009) y El hombre sin cabeza (México, Anagrama, 2009)). En estos, ponen de manifiesto el advenimiento de un proceso deshumanizador encarnizado y poderoso, cuyas raíces tienen décadas, cuando no siglos, de haberse gestado. Un plexo psicosocial estructurado con base en el ejercicio irredento de la crueldad (fundamento último del nihilismo moderno, de acuerdo con André Glucksmann en su obra Dostoievski en Manhattan). La diseminación de fuerzas misantrópicas que estallan imparables a lo largo y ancho de territorio nacional. Dicha energética destructiva tiene como motor incesante la lógica del capitalismo tardío llevado al extremo, pero también se ha dotado de un aura de misticismo retorcido que, como toda inclinación religiosa, intenta dar sentido a lo sin sentido. 

Viñeta de la novela gráfica The Walking Dead

Los actores que llevan al cabo la construcción de este orden social contrasistémico, que día con día crece en fuerza y extensión, han sido los subproductos del orden capitalista global; los engendros dejados en la periferia enchiquerada del sistema cuyas mentes se han formado en el bombardeo imparable de los deseos capitalistas, el consumo de drogas baratas y la aniquilación absoluta de los valores burgueses que cándidamente las sociedades occidentales han cantado alegremente como universales. Son verdaderas hordas salvajes que al tiempo que no tienen una noción abstracta de la persona, tampoco tienen nociones como la del futuro y la prosperidad postergada. Si hay un enclave en el que las exquisitas disquisiciones postmodernistas sobre el fin de la historia adquieren dramática carne y sangre es aquí. En la construcción de estas individualidades y sus respectivas interacciones sociales, el orden lineal de la historia, la idea de una teleología temporal y el acoplamiento institucional respectivo, sencillamente no existen. La vida es la irrupción cotidiana de lo aleatorio, comienza al despertar y termina al dormir, en un maremágnum de violencia sin cortapisas; así cada día, todos los días: “…los cortadores de cabezas son personas primarias. Carecen de inteligencia emotiva, capacidad de abstracción, normas morales, excepto las más básicas… Responden a pulsiones de vida o muerte” (González Rodríguez, p., 58). Justo como los zombis de Kirkman.
Algunos de ellos realizan simulacros de personas, como intentando elevarse por sobre su naturaleza de muertos vivientes. Pero la pantomima se erige sobre lo más primitivo de la mente humana, resabio de órdenes psicoculturales arcaicos, que los esfuerzos ilustrados no pudieron nunca extirpar: el impulso religioso; aunque para estas masas zombificadas adquiere la forma deleznable del culto a su propio salvajismo: la llamada Santa Muerte y su ola de supersticiones, charlatanería y, en último término, auto adoración de la atrocidad como modo de vida. González Rodríguez lo describe en su monumentalidad literal: una estatua de la Santa Muerte de veintidós metros de altura en un templo de dicho culto en algún lugar del Estado de México. Exageración arquitectónica que revela un mundo por el que la Modernidad sólo pasó de manera retorcida, residual, incipiente, pero jamás con su flanco de humanismo, ilustración y bienestar. Un ambiente en el que ser moderno solamente significa economía de mercado y estar a la vanguardia de los pulcros artefactos de destrucción por excelencia: la industria global de las armas.
La dinámica nacional actual, que tiene vínculos preclaros con otras zonas de disolución del Estado nacional y la institucionalidad formal, simbólica y conceptual que le es aneja, como han sido el África meridional y Centroamérica, remite a la prístina simbolización lograda en el episodio mencionado de The Walking Dead: la pérdida del CDC como la desintegración del último reducto del pensamiento científico, racionalista y constructor de mundo posibilitado por la dinámica civilizatoria occidental por excelencia, la Modernidad de corte paneuropeo. Tras ella, el acecho del exterminio del ser humano es una posibilidad latente. No porque de manera eurocéntrica se afirme que la naturaleza humana es indistinguible del modo de ser occidental en su encarnación moderna tricentenaria; sino porque, simple y llanamente, dicho orden conceptual, político y cultural ha sido el único capaz de atenazar con una malla de humanismo y cientificismo (si bien paradójico y nunca completo, como desde Nietzsche sabemos), las pulsiones más mortíferas, irrefrenables y voraces de dicha naturaleza antropogénica. Al desintegrarse en el aire, únicamente queda un conjunto de sobrevivientes asustados, mal preparados y con jirones de esperanza, huyendo como pueden de las turbas de zombis que acechan sin fin en un mundo que, para siempre, dejó de ser la casa que fue.

Este ensayo también ha sido publicado en Replicante: http://revistareplicante.com/literatura/ensayo/zombilandia/

domingo, 12 de febrero de 2012

The Challenge of Education in a Dark Era

Despite some people see values as an old fashioned concept, they’re still a matter of life and death in the social life. The social interaction owns its strength to the force of ethical values. Let's take a pressing example: Since its inception as an independent nation, Mexico has always had a problem with the standardization of values. Our society is living nowadays hard times mostly because there are no really internalized values in people’s minds.
This is the situation: families are not doing their job regarding to values. The only possible option to counteract this anomalous tendency is through school. Here, I mean school in the broad sense: education in values both for children and their parents, young people and their family. It is urgent to work in a new educational system that could warranty the birth of good citizens.
This proposal is far beyond mere rhetoric: is about the kind of social system we want for the future. According with thinkers like Immanuel Wallerstein and Peter Sloterdijk, the world-social system as we knew it is coming to an end, due to several problematic trends in world economy, State viability and social disorder worldwide. So, we need to work right now in the construction of the next one. It is absolutely necessary to retake the way of build-in ethics as the framework of our lives.


Social Unrest Worldwide

Both, little children and teenagers are in a period of life of brain-mind re-wiring. This leads to some fundamental social attitudes: the process of socialization and the modulation of violence. With this in mind, formal education has to work over a rich values environment.  Such environment has to be meaningful, long-lasting and charming for both little children and teenagers.
Since the Talcott Parsons’ work, we know that the only way to produce social interaction is through different sets of shared beliefs. Life in society functions primarily as a double way dynamic between common assumptions and personal decisions, which is the space of social common symbols. Our times need to imagine new ones, according to the present and actual challenges, such as the social unrest regarding politics, the caducity of the traditional family order and global economy perversions that push micro economy to the limit.
If I may use the expression, the tactic is kind of a “brain wash” to our new generations in order to create a new social basis. Three are the fundamental principles to work on: respect for human life and human dignity, respect for the environment and respect for themselves. Such must be a pervasive program, apart from politic interests and power group manipulation. Necessarily, the educational system is part of the State, in consequence the bid is to make its structures work beyond shortsighted partisan programs and mere electoral motivations.


The end of Elinghtment's Politics

Briefly, the previous outline is a proposal for a rational State interventionism. But State would not be alone in this crusade; the participation of the whole society is necessary to transform itself. Civil society, mass media and regular people must be involved in this process. So, it is mandatory to establish a large information campaign, public actions and remarks on the benefits that such change will produce in the way we are. Otherwise, our society would be doomed to implode into a savage community like some contemporary Failed-States nations. And, of course, that is a destiny that would seal forever the possibilities of our society.

jueves, 9 de febrero de 2012

Mayhem en directo

Mayhen es el rito del heavy metal underground por excelencia. Rito que, dada su contundencia, elimina toda rebaba de frivolidad y desatención a la pura ejecución estética. Justo como en su última presentación exclusiva en México, hace ya más de dos años, donde no existieron las pantomimas clásicas de los fanáticos del metal crudo, como son el slam, el lanzarse al aire sobre el resto del público por parte de algún ebrio saltimbanqui con problemas de ego, los cervezasos y los proyectiles de orines lanzados a cualquier parte, los desfiguros de la borrachera y los estupefacientes por parte de los asistentes; nada de eso hubo, porque, literalmente, los presentes apenas si podíamos mantener la quijada en su lugar ante lo impresionante y casi surreal de lo que estábamos presenciando; la agrupación misma era el estupefaciente: más que ello, el hechizo profano de un arte que resplandece indómito en un oscuro rincón del quehacer musical de la era posmoderna.

Attila Csihar en acción

Haciendo un repaso de buena parte de sus discografía, remontándose a los años embrionarios del Deathcrush de 1987, pasando por el favorito del público, De Miisterys Dom Sathanas de 1993, obra póstuma del polémico frontman de principios de los noventa, el malogrado Euronymous, hasta llegar a la pureza de su arte con el Chimera del 2004, sin pasar por alto el experimental Grand Declaration of War del 2000 y el actual retorno de Attila Csihar (quien cantara en el De Miisterys…) con la pieza Ordo ad Chao del 2007, Mayhem puso en claro la esencia radical, contestataria y exorbitante de lo que tocan. Pocas veces en la historia del rock hemos podido presenciar las circunvoluciones de la evolución de un género que, en manos de estos ejecutantes feroces, gana en estructura, se dinamiza y vuelve sobrecargado sobre sí mismo para emerger crisalídeo como algo nuevo y desconocido.
Pero todo lo que se pueda decir en abstracto sobre las virtudes estéticas y creativas de la banda es limitado ante el huracán sónico que Mayhem despliega en vivo. Todas y cada una de las piezas tocadas quedaron reconstruidas en el despliegue directo de la ejecución. Una pared de ruido lógico, desesperado, altísimo; sin mácula, en el vórtice de un nuevo tipo de música, agresiva, maquinizada, punzante. Sin cadencia, nemotecnia o remansos armónicos. Attila no canta, grita (y, por cierto, en su madurez debe mucho al inigualable trabajo de Maniac); Hellhamer no lleva el ritmo, lleva la metralla; Morpheus, Silmaeth y Necrobutcher lanzan una tormenta de navajas a los tímpanos. Había que estar ahí para comprender el rito, el pulso imparable de un nuevo tipo de vida sonora. El impacto brutal de la que probablemente es la mejor banda de heavy metal subterráneo de todos los tiempos.

El show en México

Los decibeles casi nos revientan los tímpanos. La madurez de Mayhem los ha puesto en el lindero de la música rock, al punto donde comienza a mutar en algo indescifrable, ajeno a las raíces negras del gran género de la música popular del siglo XX. Defenestrando cualquier clase de estribillo, hook, armonía convencional y demás usanzas conocidas de la música de masas, Mayhem maquiniza la música con la excelencia técnica de las guitarras (los jóvenes Morfeus y Silmaeth que sustituyeron en su momento a Blasphemer), el bajeo penetrante, ríspido, sin concesiones, de Necrobutcher, y Hellhammer en el pozo incandescente de la batería con su patentado blastbeat a 150 pegadas por minuto, el perfomance de Attila-Sadek (este último, el artista marroquí que diseñó las máscaras y el escenario para esta gira) y una violencia inusitada del ruido articulado, preciso, impecable, que los bafles lanzan al aire con velocidades endemoniadas.
Desafortunadamente, es sólo un rito para iniciados, pero quién no celebraría ver la mutación en vivo de una especie, en este caso el rock como se ha conocido hasta hace muy poco. Ninguna otra banda (quizá con la excepción de Sunn 0 en la que también participa Attila Csihar) ha llegado a esa frontera. Observar, finalmente, en vivo a la agrupación de legendarios escandinavos sólo confirma lo que ya sabíamos: hay un mundo oculto y trastocado de la música popular que reivindica su razón de ser, más allá de lo convencional, acrítico y desechable que de manera instrumental, cosificada e ideológica los inmensos canales de difusión masiva de la música comercial hacen pasar por arte y esplendor. El esplendor es este, a un riff de hacer sangrar los oídos. Larga vida a Mayhem, salve hacedores de espacios demenciales.
Aquí se puede ver un ejemplo de la banda en vivo: http://youtu.be/ZXw2dyaKcvw

jueves, 2 de febrero de 2012

On human misery and the mind drifting away

The theme of alcohol and drug addiction has been treated in several ways in contemporary cinema. We can cite films such as Figgi’s Leaving Las Vegas or Aronofsky’s Requiem for a Dream and, of course, the classic nineties’ dirty realistic epic on the matter, Boyle’s Trainspotting. But maybe there is nothing like the powerful, bare, outrageous and impressionist version of drug addiction and its consequences as Terry Gilliam’s Tideland.
Faithful to his dramatic, fabulist and daylight dreaming style, that has rendered amazing films such as Brazil, The Fisher King and 12 Monkeys; in his 2005 drama he manages to face the spectator with mind’s drifting away as a consequence of a life shaped entirely by drugs. Whose mind? Certainly the addicted one, but moreover the mind of his beloved ones. In this case Jeliza-Rose (Jodelle Ferland), the ten year old daughter of a couple of heroin addicts whose way of life ends in their premature death by overdose.
We can interpret the strange and in a certain way funny girl’s mental life as a child’s thing; a way to escape to an unbearable situation, to handle the shock of having lost her parents in question of months by their selfish actions. But it’s more than that. We are no longer in front of a matter of decision, a determination of a free life election made by a young woman. On the contrary, we confront a living prison situation.  Jeliza-Rose is a prisoner of destiny. Her intense mental life, fulfilled with imaginary girlfriends made by her own fingers and old doll’s heads, her relationship and infatuation with a handicapped boy and her living with his father’s mummified corpse, turns her into a mental disabled person.

Tideland's Jeliza-Rose

One of the most disturbing things in Gilliam’s film is precisely the overlapping realities in the kid’s thought: the blurring transition between child’s play and schizophrenic episodes of insane fantasy. There’s a point where one is equal to the other. Perhaps in contemporary movies only David Lynch’s Lost Highway surpasses Gilliam’s precision to set in cinematographic language the mental insanity of a person.
So, she’s the one who carries the weight of her family sins (in this sense her encounter with a kind of witch neighbor, an ex-girlfriend of her father, is a representation of the demons from the past). Cornerstone of conservatism, but certainly an unavoidable starting point of socialization, family is the boiling point of mind's construction. When the natural imperfections of this psychobiological work are so much, it turns into a zone of deconstruction of human features that yields alienated individuals, living in misery inwards of their damaged mental life.
Jeliza-Rose’s character hits a deep nerve in the viewer's sensibility because she’s a very young person living a current tragedy only equipped with a common mental fire-exit: leaving the mind drifting away in the immense ocean of insanity, turning it into an outcast of our social diseases and our obstinate self-destructive spirit.
Contrary to the director’s pretention in the strange prologue to the film, this is not a story of a girl’s dreams and her desire to live, this is a powerful picture on some of the roots of our social dismal construction. In this way, American sociologist and thinker Immanuel Wallerstein has set up that drug addiction is a symptom of something deeper and much more urgent than a simple matter of law, police or personal disease; it is a kind of self-isolation from a reality so overwhelming that is better to get out from it. It’s a rebellion against the social system; a false one, alas, but the one that millions and millions of persons around the world have in hand despite a global structure that allows production, distribution, offering, acquisition and complicity of States, governments and institutions worldwide. 
As Peter Sloterdijk has established in his Magnus opera, Spheres, there is a major problem in the fourth sphere or fourth vital cover of infants; that is, in their socialization process since the birth's fact. We're receiving our children in a paradoxical world that is entirely efficient in pragmatic comfortability (medical technology, scientific survey of human body, and so on), but fails miserably to conform immune minds to neurosis, insecurity and fear. That's the echo of the actual world that sounds aloud in Tideland's fantasy, that's the electric shock that its terrible fantasy unchains in the viewer, no other than the dread of our times' possibilities.