En el cuento “El inmortal” (contenido en la colección El Aleph), Jorge Luis Borges presenta una visión posible de lo que sería un mundo vivible eternamente: abatimiento, letargo, pasividad y negligencia; un estado en el que los seres humanos serían “invulnerables a la piedad” y en el que “no interesaba el propio destino”. Porque, ¿qué propósito tendría ser personas de acción, protagonistas de los tiempos, una y otra vez, a lo largo de una vida incesante?
Precisamente lo contrario es el núcleo de la historia filosófica presentada por Georg Friedrich Wilhelm Hegel: la historia cesa o cesará. Tiene una dinámica de resolución, alcanzará una meta. Por lo tanto, la historia posee un enclave de acción, una fuente dinámica, una fuerza impulsora. Por medio del ineludible desarrollo de un Espíritu panorgánico, los acontecimientos históricos serán impelidos a su desenlace; aunque este se encontrará mediado por una definitividad conceptual y no por los acontecimientos provisionales de esta o aquella época histórica específica.
Ese “Espíritu panorgánico” que Hegel nomina de acuerdo con la jerga metafísica que dominaba y que, de manera cierta, adaptó de sus estudios teológicos, no es otra cosa que la razón humana universal. La cual ya había sido dictaminada por Immanuel Kant una generación antes: allí donde haya seres humanos, habrá racionalidad.
Al afirmar que la historia tiene un desenlace, Hegel ha de resolver el problema del “fin de la historia”, y lo hace de manera fascinante. Parte de la idea de que debe existir un principio racional, universal y dinámico, que emanará embrionariamente como espíritu supremo auto contenido en espera de desarrollarse y comprenderse a través del tiempo. Su sabiduría radica en su despliegue temporal a través de los actos de la historia. En otras palabras, la historia es el ámbito del desarrollo, ensanchamiento y progreso de la razón humana universal.
El sistema hegeliano es contundente al tener como base la empiricidad. Los más resplandecientes logros de la humanidad, para bien y para mal, han emergido (tras un milenario proceso de maduración que iniciara en Oriente) de las tierras delimitadas por los Urales, el Mediterráneo y el Mar del Norte. La civilización greco-latina-cristiana ha sido “el gran teatro de la historia universal”.
Cierto es que sus disquisiciones históricas no carecen de inexactitudes y argumentos ad hoc (algo inevitable en la especulación filosófica y en la historiografía del siglo XIX), pero el núcleo analítico es impecable: si algo hemos notado en nuestro paso por la Tierra, es la paulatina evolución de nuestra racionalidad. Las formas políticas hasta hoy más correctas, los modos de convivencia más armónicos posibles y la adquisición de objetivos claros para nuestro efímero tiempo de vida planetaria, asoman con claridad en la Europa moderna, como afirmara Hegel.
La conformación de la “madurez de la razón”, como la llamó Hegel, en la Modernidad implica una dinámica de saber evolutivo en la que, por decirlo de manera simple, la racionalidad humana aprende de sus errores y los subsana en el progreso temporal. “El espíritu, como fuerza infinita, conserva en sí los momentos de la evolución anterior y alcanza de esta manera su totalidad”. [1]
Asimismo, su sistema prevé un equívoco recurrente: no se trata de una historia cuyo cierre se haya dado de una vez para siempre. Cierto es que el filósofo observa, afirma y analiza su propia época —la primera mitad del siglo XIX en Europa y, en particular, en la Alemania prusiana— entendiéndola como el pináculo de la razón. Sin embargo, hace una precisión importante: el logro de la razón se mide a través del logro de la libertad.
El ser humano no es libre (a la manera romántica que recurre al mito del buen salvaje) por naturaleza. Hegel es en esto inequívoco:
La libertad como idealidad de lo inmediato y natural no es inmediata ni natural, sino que necesita ser adquirida y ganada mediante una disciplina infinita del saber y del querer. Por lo cual, el estado de naturaleza es más bien el estado de la injusticia, de la violencia, del impulso natural desatado, de los hechos y los sentimientos inhumanos. [2]
La libertad implica, entonces, la necesidad de reconciliación entre la naturaleza racionalmente inmadura del ser humano, en tanto que individuo, y el carácter de racionalización superior de su devenir en tanto que ser social. “La historia universal es la doma de la violencia desenfrenada con que se manifiesta la voluntad natural; es la educación de la voluntad para lo universal y en la libertad subjetiva”. [3]
Así funciona la evolución de los pueblos, conjuntos sociales específicos, o lo que él llama el espíritu objetivo; la prueba es empírica: existen naciones que han logrado llegar a ese grado de madurez en tanto que conjunto de subjetividades, y existen naciones que no lo han hecho. Por lo tanto, existen conjuntos de personas racionales que, sin embargo, no han logrado ni conceptualizar ni materializar la libertad. Tal es el caso del despotismo oriental en el que sólo uno es libre, a saber, el emperador.
El imperio chino y mongol es el imperio del despotismo teocrático. Aquí se encuentra el estado patriarcal... Este principio patriarcal está en China organizado en un Estado; entre los mongoles no se halla desarrollado tan sistemáticamente. En China manda un déspota, que dirige un gobierno sistemáticamente construido, en múltiples ramificaciones jerárquicas. El Estado determina incluso las relaciones religiosas y los asuntos familiares. El individuo carece de personalidad moral. [4]
De acuerdo con el planteamiento hegeliano, el progreso de la razón humana universal continuó su marcha por el mundo antiguo: “Los persas constituyen propiamente el tránsito entre el Oriente y el Occidente. Y si los persas son ese tránsito en lo externo, los egipcios constituyen el tránsito interno a la libre vida griega”. [5]
En todos aquellos casos, la consolidación del poder patriarcal en una persona sometió sin más a las individualidades de las comunidades antiguas: “Así, con el edificio suntuoso del poder único, al cual nada escapa y ante el cual nada puede adoptar una forma independiente, va unida la arbitrariedad indomable”. [6]
En la Grecia antigua, la moralidad tuve una diferenciación importante entre el Estado y el individuo, alcanzando una nueva etapa evolutiva con relación a las otras civilizaciones antiguas. Al hacerlo, tuvo tres características que le impidieron desarrollarse con plenitud racional universal: estuvo restringida para un conjunto exclusivo de la sociedad (los varones cultos de clase alta y de la nobleza), existía la esclavitud y eligió el camino de la estetización del individuo:
…al modo como en una obra de arte bella, lo sensible sustenta el sello y la expresión de lo espiritual... la moralidad en la belleza no es la moralidad verdadera, no es la moralidad oriunda de la lucha de la libertad subjetiva que habría renacido de sí misma, sino que sigue siendo aquella primera libertad subjetiva y tiene, por tanto, el carácter de moralidad natural, en vez de haberse rehecho en la forma superior y más pura de la moralidad universal. [7]
En el siguiente estadio histórico, el imperio romano, tenemos:
Un Estado como tal es el fin a que sirven los individuos, para el cual los individuos lo hacen todo. Esta época puede llamarse la edad viril de la historia. El varón no vive en la arbitrariedad del señor ni en su propia arbitrariedad, arbitrariedad de la belleza. Ha de hacerse a la labor penosa de servir y no en la alegre libertad de su fin. El fin es para él algo universal, sí; pero es también, al mismo tiempo, algo rígido a que ha de consagrarse. Un Estado, leyes, constituciones, son fines; a ellos sirve el individuo; en ellos, en el logro de ellos, sucumbe y alcanza su fin propio cuando ha alcanzado el fin universal. [8]
La universalidad del Estado romano estableció el principio de la disociación de las leyes con relación a las individualidades. Un logro importante en el camino de la expansión de la racionalidad jurídica, pero que quedó estrechamente vinculado con la necesidad y la facultad omnímoda del imperio. Por ello, la respuesta medieval a la formalidad universalista del imperio romano fue la restitución de la preeminencia de la individualidad como elemento indispensable de la conciliación entre Estado y sujeto. Al tener el sostén del cristianismo, que durante tres siglos se expandió de manera sostenida por los territorios del imperio, la metafísica religiosa conformó la anhelada restitución de la dignidad subjetiva:
…tiene que acontecer, pues, que la personalidad individual sea intuida, sabida y querida como purificada y transfigurada en sí misma para la universalidad... Frente al imperio exclusivamente profano contrapónese ahora el imperio espiritual, el imperio de la subjetividad, que se conoce a sí misma en su esencia, el imperio del espíritu. Así llega a manifestarse el principio del espíritu, según el cual la subjetividad es la universalidad. [9]
Después de más de mil años, la debacle medieval se debió a que hubo una contraposición entre la reconciliación de la subjetividad y la divinidad del cristianismo con el imperio profano constituido por la iglesia católica y los reinos a ella supeditados: “...el imperio espiritual es al principio un imperio eclesiástico, sumergido en la realidad exterior; y cuando el poder profano es oprimido exteriormente, perjudícase el eclesiástico. Esto constituye el punto de vista de la barbarie”. [10]
Finalmente, se alcanza el principio sustancial de la Modernidad en la que “el espíritu encuentra la forma superior que le es universalmente digna, la racionalidad, la forma del pensamiento racional, del pensamiento libre” [11]; en la “que el sujeto es libre por sí y solo es libre por cuanto es conforme a lo universal y está sujeto a lo esencial: al reino de la libertad concreta”. [12]
REFERENCIAS
[1] Hegel, G. W. F., Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal, Alianza, Madrid, 2004, p. 209.
[2] Ibíd., p. 105.
[3] Ibíd., p. 202.
[4] Ibíd., p. 204. En todos los casos, Hegel se refiere a la época de las antiguas civilizaciones.
[5] Ibíd., p. 205.
[6] Ibídem.
[7] Ibíd., pp. 206-207.
[8] Ibíd., p. 207.
[9] Ibíd., p. 209.
[10] Ibíd., p. 210.
[11] Ibíd., p. 211.
[12] Ibíd., p. 210.